12. El Ritual de Iniciación

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Aquella noche fue imposible dormir. Estaba muy inquieta e impaciente, ya que estaba esperando con ansias a que el sol se asomara por el horizonte. Ni siquiera la reconfortante cama de mi departamento pudo hacer que cayera en los brazos de Morfeo. 

Vendrían pronto a buscarme, así que, sin que nadie me viera, mastiqué uno de los chicles que cambiaban la voz y, unos segundos después, lo escupí. 

No podía dejar que el efecto de los chicles se acabara.

Si eso ocurriese, mi verdadero yo saldría a la luz.

Entonces, estaría muerta. 

Alguien tocó a la puerta de mi departamento con fuerza. Me levanté de la cama, apresurada, y fui a abrir la pesada puerta de madera.

— Tú eres Christian Brown, ¿me equivoco? — me habló una voz totalmente diferente, que jamás había oído.

— Así es — respondí, educadamente.

Estaba a punto de toser por el fuerte sabor del chicle, que todavía perduraba en mi boca, pero me contuve. 

— Entonces, ven conmigo — prosiguió su marcha, bajando unas escaleras — Te llevaré ante el jefe.

Sin decir más palabras, el joven empezó a caminar hacia nuestro destino. Los sonidos de sus pisadas sobre la arena pedregosa me facilitaban poder seguirlo.

Una puerta automática se abrió, y los dos pasamos. De lejos, podía oírse la voz de Matt gritando, dando órdenes a sus guerreros. 

— ¡Buen trabajo, Thomas! — le habló al joven que me llevo hasta allí — Ya puedes volver a tu entrenamiento. ¡Christian! Ven conmigo. Hay es tu Ritual de Iniciación.

Me guió al exterior. Pisamos la alta vegetación, retiramos las ramas de los árboles, caminamos durante minutos... Hasta que llegamos por fin a aquel lugar extraño, tan alejado de los departamentos y los campos de entrenamiento. 

— Ojalá pudieras ver esto — me habló Matt, con admiración — Este es el campo de batalla oficial de Los Mercenarios, donde se lleva a cabo cada atarcecer "El Ocaso". 

Mi alma se llenó de odio ante ese campo, porque sabía que iba a estar atada a él. 

Aquel campo en el que mataría, o me matarían a mí. O la sangre de mis oponentes vencidos se encargaría de hacerlo, lentamente, como una enfermedad que va acabando contigo, siendo consciente de todo. 

Oí los pasos de Matt alejándose y decidí seguirlo. Volvimos a atravesar otro largo tramo de bosque, hasta llegar a un lugar abandonado en el que se oía el canto de los pájaros. Escuché un sonido metálico y, después, unas llaves en una cerradura y una puerta abriéndose. 

— ¡Vamos! — me llamó Matt desde la puerta.

Pasé al interior de aquel lugar. Parecía un lugar pequeño, en el que había un profundo olor a metal. 

— Esta es la habitación de las armas — me explicó Matt — Aquí hay tantas que jamás podrías imaginarlas. No sé si sabes que cada guerrero, cuando se va a iniciar en la lucha, escoge su arma. Un arma que le servirá para siempre, que será su compañera de batalla. Hasta la muerte. 

Matt paró y dejó escapar un suspiro. Calló durante unos segundos y prosiguió con su discurso:

— Por supuesto que podrás utilizar otras armas. Puedes usar todas las que quieras que tengamos aquí y puedes entrenar con ellas. Pero la que escojas, será la especial. La que tendrás contigo para siempre.

Di una vuelta por toda la habitación. Me paré. Extendí la mano. Mis manos sintieron el frío de una hoja de acero. Allí estaban las espadas. Cogí una. Pasé mi mano por su filo, pero sin cortarme. Blandí la espada, con movimientos elegantes. Las espadas eran las armas favoritas de mi hermano, pero la volví a dejar en su sitio. Estas no eran para mí. 

Esta vez me encontré con los cuchillos y puñales. Cogí uno de ellos y lo pasé hábilmente por mis dedos. Mi padre me enseñó esta habilidad cuando era pequeña. Él era el genio de los cuchillos. Lo dejé donde estaba. Tampoco era para mí. 

Entre arcos, lanzas y demás armas, que cogía pero siempre abandonaba, se pasaba el tiempo. 

Seguí pasando mi mano sobre las armas, hasta que sentí una punzada de dolor. Solté un pequeño gemido y me llevé el dedo a la boca para mojarme la herida con saliva. 

— ¡Oh! ¿Estás bien? — preguntó un tanto preocupado Matt. 

Entonces me di cuenta que una herida así sólo la podía hacer un arma. Un arma que yo conocía muy bien. Mi bola de pinchos. Mi querida bola de pinchos.

— Sí, ya sé el arma que quiero — cogí la bola de pinchos y seguí de nuevo a Matt. 

Volvimos al campo de batalla de Los Mercenarios. Seguí a Matt hasta el centro del campo arenoso. 

¿Eso era lo que se sentía al pisar el campo de batalla de "El Ocaso"? ¿Una terrible sensación de burla y desprecio a todos los que han muerto en él? 

— Christian, dame tu mano derecha — me ordenó Matt, serio.

Yo obedecí. Le tendí mi mano derecha. Él sujetó mi mano con las suyas, ásperas. Oí cómo desenvainaba su espada y puso su filo sobre la palma de mi mano. 

Empezó a desplazar el filo de su espada, cortando la superficie de la palma de mi mano, mientras mi rostro mostraba una expresión de dolor. Mientras Matt me hacía los cortes, pronunció estas palabras:

— Christian Brown, a partir de hoy, eres un Mercenario. 

Hizo tres cortes en la palma de mi mano, formando un triángulo. Me acordé de la marca que tenía Norbert en la mano. Un triángulo. Estaba claro que esa era la marca de Los Mercenarios. 

Con las manos totalmente doloridas y sangrando, me quedé sola en medio del campo de batalla, agarrando con fureza el mango de la bola de pinchos con la mano derecha, mientras la sangre resbalaba por mis manos y caía al suelo y recordaba las palabras de Matt:

"Christian Brown, a partir de hoy, eres un Mercenario". 

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