8. Metamorfosis

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Norbert me cogió de la mano y me guió por su gran casa. Por el camino que seguimos diría que íbamos al baño. Al llegar, abrió un pequeño armario y sacó un objeto metálico. Me lo puso entre las manos. Eran unas tijeras. 

Las cogí y las coloqué entre mis dedos, en disposición para ser utilizadas. Sujeté un mechón de mi pelo, mientras las tijeras lo cortaban y este caía después. No me agradó la idea de tener que cortarme el pelo, aquel pelo que me costó tantos años mantener largo tal y como estaba hasta entonces. 

Pero si quería hacer algo por mi madre y por mi hermano tenía que hacerlo. 

Cuando ya no pude cortarme más mechones, Norbert cogió otro objeto del armario. Noté el zumbido propio de las abejas al lado de mis oídos. Me aparté un poco, ya que me asusté al oír el sonido. Pero Norbert sujetó suavemente mi cabeza, que tenía muy poco pelo, indicándome que me tranqulizara, que no pasaba nada. 

Norbert pasó el objeto por mi cabeza y el zumbido se intensificó. Sentí que perdía cada vez más pelo, aunque aquello dejó de angustiarme y me tranquilicé mientras Norbert manejaba la máquina como él creía más conveniente. 

El zumbido y la vibración pararon y Norbert guardó los objetos que había preparado, cerrando después la puerta del pequeño armario. Me mandó irme al comedor, donde me senté en el sillón de antes. Me puse a pensar cómo sería mi nuevo aspecto, hasta que Norbert me hizo volver al mundo real. 

— Creo que te he dejado bien el pelo — dijo mientras me miraba desde distintas perspectivas y hacía que de vez en cuando me girase y me moviese para poder verme mejor. 

Se quedó mirándome fijamente en silencio durante unos instantes. Podía sentir su mirada clavada en mi rostro, y el sonido de las aves que procedía de las cercanías del bosque. 

— Es increíble lo que te pareces a tu padre. Así te pareces muchísimo más — exclamó Norbert. 

Cada vez que la gente se cruza conmigo, se quedan impresionados con lo que me parezco a mi padre. Siempre me lo dicen. Dicen que soy rubia y que tengo los ojos azules al igual que él, pero yo no sé lo que es eso. Tan solo sé que soy así. 

Yo me limité a contestar con una sonrisa triste. Si él hubiese estado aquí, no había pasado nada de esto. 

— Y ahora vamos a ver qué ropa te puedes poner — me cogió de la mano Norbert y me llevó a otra habitación mucho más fría que el comedor. Al cabo de un rato, Norbert me dio unas prendas para que me las probara y me dejó sola en la habitación fría. 

Cuando me probé la ropa, que eran unos pantalones y una camisa, avisé a Norbert para que pasara de nuevo a la habitación. Notaba que la ropa era muy ancha. Demasiado ancha para mí. Aunque tal vez eso es lo que pretendiera él. 

— ¡Te queda genial! Así parece que no tienes caderas — estaba satisfecho. Había cumplido su cometido — Pareces alguien totalmente diferente. Sólo te falta una cosa. 

Puso en mi mano un bote de cristal. Abrí la tapa e introduje mis dedos en el interior. Estaba lleno de pequeñas pastillas. 

— Coge uno. Mastica un chicle durante unos segundos y ya verás qué pasa — me invitó a probar uno. 

Yo obedecí. Mastiqué durante unos segundos. El chicle tenía un sabor agradable, a menta fresca. No noté ningún cambio en mi garganta, pero cada vez el sabor era más fuerte.

— ¡Qué fuerte está el...! — no terminé la frase porque noté algo raro en mi voz. ¿Qué me había pasado? Mi voz sonaba grave como la de... ¿un hombre? — ¿Qué es esto? ¿Qué ha pasado con mi auténtica voz? 

— Este es el efecto del chicle: cambia la voz. Llévalos siempre contigo. Su efecto dura dos días, pero procura masticar uno cada día — me explicó.

— ¿Y si quisiera anular su efecto? — pregunté con mi nueva voz.

— Tan sólo basta con uno de estos caramelos — me puso una pequeña bolsa en la mano. 

Metí el frasco y la bolsa en una mochila que me dio Norbert y me condució a la puerta. Ya era la hora de partir. 

— Gracias, Norbert. Por todo. Siempre has sido como un segundo padre para mí — lo abracé con fuerza, mientras una lágrima asomaba de mis ojos. Jamás mi gratitud sería capaz de compensar todo lo que él había hecho por nosotros. 

— No llores. Los hombres no lloran — dijo mientras me secaba las lágrimas — A partir de ahora tienes que ser fuerte. Tienes que ser más fuerte que nunca. ¿Me lo prometes?

Simplemente asentí. 

— Adiós, pequeña guerrera — me susurró Norbert. Después me dejó ir y continué mi ruta por un camino, ya por las afueras de la tribu. 

A partir de hoy, ya no soy Christine Brown. Ahora soy una persona nueva. Ahora soy un hombre nuevo. 

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