Lo que el hielo ocultó: Espera.

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Cinco años después...

Nunca había sentido un sol tan fuerte en Alemania como el que sentía ahí. Me quemaba la piel. Los rayos candentes se adherían a mí y después salían en forma líquida y pegajosa, pero no molestosa, que recorría mi cuerpo mientras yo cerraba los ojos.

Cerrar los ojos no me llevaba a ninguna parte. Aun con ellos cerrados podía ver el sol obstruir mi vista oscura. Y aunque debía estar seca estaba mojada. Bañada en mi propio sudor.

—Te traje jugo de limón. —Sentí a Bea sentarse junto a mi silla de playa.

A veces, si cerraba mis ojos muy fuerte perdía de vista al sol. Y todo era oscuro y frio. Todos mis sentidos se alertaban sintiendo que estaba en peligro.

Debajo del sol, ¿Qué se podía ocultar?, si todo es una luz candente y todos los caminos son mostrados, pero el hielo, el hielo es sinónimo de que falta el sol, que no hay luz, que todo es frio y oscuro, el hielo calla a todos y los pone a temblar.

Es por eso que me gustaba quemarme con el sol. Me borraba lo que estaba tallado en mí por dentro, me borraba la historia quitándome el frio psicológico que sentía a cada segundo de mi vida.

Estar muerto en vida por tantos meses marca un antes y después, ves la vida diferente.

El pequeño Luquitas solo tenía cinco años. Le gustaba jugar en la arena, y me aterrorizaba su amor a jugar en la orilla del mar. Cuando jugaba a taclear a sus amiguitos debajo de su cuerpo pequeño y hundir sus cabezas en la arena, me imaginaba cosas, cosas que me ponían los pelos de punta. Y miraba sus ojitos, casi amarillos, como los de su padre, y veía sus mejillas rosadas, su piel lastimada por el sol, y me preguntaba, ¿crecería siendo amable?, ¿amaría siempre a su madre? Y quien me devolvía la vista era pura inocencia, era un ángel, un pequeño querubín.

Mi mamá decía, antes de volver allá, que Lucas sería la luz de mi vida, y no se equivocaba. Tener un hijo a tan temprana edad te frustra los planes, un poco. ¿Tenía yo planes, en primer lugar?

Nuestro primer sustento consistió en el dinero de vacaciones que le habían dado a mi mamá para poder establecerme unos meses, pero no estábamos tan bien. Ahí entraba Bea, ella tenía veintiocho años y era madre soltera, como yo, ella parecía nuestro ángel de la guardia, cuidándonos a los dos siempre que podía.

Mi mamá estaba con Herman todavía, en Friburgo. Se fue con él porque en realidad lo amaba, porque no tenía que cuidarme ya, yo estaba grande. Porque, aunque me doliera admitir, se dio cuenta que era tiempo de dejarme ir, dejar que yo vuele sola, yo le quería decir que no se fuera, que yo no podría volar sin alas y más si cargaba a alguien conmigo.

Me decía por teléfono: tu caso se quedó en el olvido o encontraron las pruebas que lo culpan, pero no a él.

Eso me llenaba de miedo, que no sepan dónde estaba él.

—¿Dónde está Luquitas? —preguntó Bea y abrí mis ojos.

—Está jugando con Patricia. —Me levanté de la silla para comprobar lo que había dicho. Estaba descalza y podía sentir la arena caliente entre mis dedos.

Lo busqué con la vista y lo encontré en la orilla del mar, construyendo montañas de arena junto a la pequeña niña hija de Bea. A su lado un niño de diez años que los cuida a ambos. Solté la respiración y volví a mi sitio.

—Mira allí —dijo Bea—. Ese tipo te está echando la mirada. Cuando te paraste a mirar al niño no quitó sus ojos de ti.

Miré al muchacho, era un joven de más o menos mi edad, cabello marrón brillante y cuerpo bronceado. Me estaba mirando directo a los ojos, me volví a recostar en la silla de playa, cerré mis ojos.

—¿Tampoco te interesa?

—No.

El miedo palpitaba en mi corazón, en cada momento. Era como si mi cuerpo, o inconscientemente mi mente, cada vez que un hombre mostraba interés en mi lo veía como una señal de peligro. No quería ser lastimada otra vez. Y ya no era solo yo, Luquitas estaba ahí.

Me puse las gafas del sol sin abrir los ojos.

—Lauren eres como extraña. Creo que el padre de Luquitas te dejó traumada, cuenta, ¿qué tiene él que no encuentras en ningún hombre lo que quieres? ¡Tienes a penas veintitrés años!, eres tan joven. No puedes dedicarte al celibato.

—Bea, con respeto, ¿Qué sabes tú sí estoy en celibato o no?

—Espero que no lo estés lindura. —Una voz liviana comentó.

Me quité las gafas y miré al muchacho que me miraba. Sentí mi corazón acelerarse, le tenía terror a la atención masculina.

—Hola. —Bea le saludó.

—¿Y bien? —pregunta él ante mi notable silencio.

Me levanté nerviosa y les dejé solos. Me dirigí a buscar a Lucas. Ellos se quedaron hablando, no sabía lo que decían y no podía interesarme menos.

Muy a lo profundo sabía que Roger volvería por su hijo y tal vez por mí, y la espera me estremecía todo el cuerpo. Era una clase de chiste con humor negro. Estar esperando por él, así, en calma, aunque deseando con todas mis fuerzas que desapareciera de la tierra.


Lo que el hielo ocultóWhere stories live. Discover now