Nubes negras

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Ese día estaba lloviendo, recuerdo que cuando conocí a Roger Bernard estaba lloviendo como si las nubes negras nos avisaran que elegimos el peor día para ir a la consulta con el cirujano.

Era inicios de noviembre. Las calles de Múnich estaban mojadas por la lluvia y había ráfagas de viento que movían las solapas de nuestros abrigos. El sistema de drenado de la capital nos aseguraba que no hubiera agua estancada en ninguna parte de la ciudad, y nos permitió llegar sin los zapatos mojados al edificio del hospital.

Cuando vi por primera vez los ojos de Roger Bernard como por los cinco segundos que le tomó saludarme, yo me quedé sin habla. Sus ojos eran verdes, pero tan claros que parecían amarillos, supe que de alguna forma él revolucionaria toda mi vida.

¿Qué es una revolución? Cambiar todo lo que antes era por un sistema totalmente nuevo. Cambiar mi vida por una completamente diferente.

—Bienvenidas, tomen asiento.

No le respondí, quizá si respondía a su bienvenida él me volvería a mirar a los ojos, pero extrañamente el sacó lo tímido en mí; y yo no lo era. En ese entonces yo no sabía que había personas allá afuera que podían cambiar mi forma de ser.

Roger Bernard tenía ese aire de tranquilidad en el rostro y esa cara de que siempre había tenido de todo y que nada le había faltado. Sus ojos no se apartaron ni un segundo de los ojos de mi mamá mientras ella le explicaba lo de mis verrugas.

Esa misma tarde, Roger me pidió que fuera a la otra habitación y me acostara en la camilla del otro cuarto con la blusa levantada. Yo me levanté, y cuando entré allí sentí pánico, cosa poco creíble cuando desde hace meses tu cuerpo semidesnudo está siendo exhibido en el internet.

Me quedé quieta unos segundos meditando en eso. No duró mucho; los pensamientos volvieron a él.

Era como un tragaluz, de ese tipo que no se te olvida nunca, que te deja sin habla y con miedo a hacer el ridículo. Es que el cirujano me gustaba, yo no sabía nada de él, pero me gustaba. Y no quería mostrar esa parte de mi cuerpo que de unos meses hacia allá me daba asco.

A pesar de mi resistencia momentánea a mostrar mis costillas, me quité la blusa, aunque solo me pidió que la levantara, y me acosté en la camilla con solo mi pantalón y mi sujetador. Quería impresionarlo.

Él entró unos minutos después con guantes de latex. Me ofreció una sonrisa mientras se acercaba y en voz baja me dijo: —Bien, veamos esas cosas.

Sus dedos tocando mi piel no se sintió como nada, porque yo estaba incomoda. Además lo que sentía no era las fisuras de sus dedos, sino la goma del látex. Cuando reaccioné, ya me pedía que me levantara, que pudiera irme.

Siendo honesta, nunca me habían molestado antes las verrugas, las tenía desde bebé, de lejos parecían lunares, pero cuando las personas que vieron mi video filtrado las empezaron a ligar con una enfermedad de transmisión sexual, comenzó a molestarme al punto de ponerme incomoda.

Una semana después de esa consulta me sometí a crioterapia, y con otra, el tejido muerto cayó.

Solo teníamos tres semanas viviendo en Múnich. Ese fue el único sitio en que podíamos empezar de nuevo y poder dejar atrás a Friburgo, y con ello, mi antigua escuela y la academia de patinaje artístico en la que me encontraba. Mis sueños y mis oportunidades de hacer lo que amaba se quedaron allí.

No conocíamos a nadie en Múnich, pero tampoco teníamos más familia en Alemania. La razón por la que la elegimos fue porque la empresa para la cual mi mamá trabajaba tenía sede allí y pudieron transferirla, la opción de volver al país donde mi mamá había nacido era tan lejana e inverosímil como drástica.

Lo que el hielo ocultóWhere stories live. Discover now