C a p í t u l o C a t o r c e

506 52 17
                                    

Carlee Ainsworth.

 

[Octubre 30, 2017]

—Entonces —miré a Odette que se me acercaba con un tazón de fruta picada—, ¿debería saber algo antes de meterme en la rara aventura de conocer a estos amigos tuyos?

—Pues nada que no te haya dicho antes.

Se desplomó en el sillón a mi lado y alargó la mano para coger una de las revistas sobre la mesa. No era su tipo de lectura: tendencias de Octubre 2017, pero era lo que había junto a otra pila de media docena con títulos similares que Davy había dejado una vez llegó.

Había sido el primero en presentarse, lo que tenía sentido considerando dos cosas: uno, él con frecuencia aparecía en mi casa a tempranas horas; dos, la idea de reunirnos en mi casa le pertenecía. Nos lo pidió esa misma tarde, en el almuerzo, cuando las paredes de la preparatoria Bowell estaban cubiertas de carteles que anunciaban la fiesta de Halloween como uno de los eventos exclusivos que se celebraban al año. A él lo ponía eufórico.

—Odie, siempre he tenido curiosidad, ¿Madchen no hace su propia fiesta de noche de brujas? —le preguntó él desde el sillón de tres plazas, lo ocupaba solito.

 —Si. Si es que una cena en el salón de eventos con la falda del uniforme hasta las rodillas, el cabello recogido y unas palabras de la perfecta presidenta cuentan como fiesta —enarcó una ceja con hastío—. Prefiero ir a Bowell donde no conozco a nadie, estarán ustedes y puedo familiarizarme antes de continuar mi segundo año allí.

—¿Empezarás en Enero?

Ella asintió.

—No más miradas juzgadoras, no más pisoteos, no más humillación colectiva… mi ingreso a la libertad.

—Desde mi experiencia —intervino Davy—, no esperes mucho de Bowell. Tenías a Madison Reynolds pero nosotros tenemos a Andrés Cooper. No es que haya diferencia; a ambos les parece fascinante pisotear a los demás.

Ella cerró los ojos y reacomodó la cabeza entre los cojines, el cabello rubio se le alborotó.

—Son unos idiotas, nada más y nada menos.

—O cobardes. Siempre he creído que solo tienen miedo y su única manera de enfrentarse al mundo es fingiendo que asustan mucho más. Me dan pena —suspiró él. 

Yo, que me había quedado callada desde que habían empezado esa conversación, me crucé de brazos y opiné:

—Nada justifica que lastimen a otros. Cobardes o no, todos tenemos miedo.

Los tres soltamos un suspiro a la vez. Nos quedamos allí con las manos en el regazo y mirando la pared blanquecina con un cuadro de un paisaje que mi madre le había comprado a un vendedor callejero. Creo que estábamos perezosos todos y como que nos aburría esperar a partes iguales. Miré el reloj: 17:47hrs. Luego sonó un teléfono medio amortiguado.

—Es el mío —dijo Odette cuando ambos la miramos—, ¿dónde está?

Miró por encima el mueble.

—Lo tienes en la mano, cerebrito —canturreó Davy.

—Mierda, si —lo alzó y descolgó—. Volveré después.

Cuando ella dio la vuelta al pasillo, él soltó un suspiro sonoro.

—A veces me cuesta entender que esa chica tan lista pueda ser, en ocasiones, tan despistada.

Un corazón para sanarWhere stories live. Discover now