C a p í t u l o C i n c u e n t a Y U n o

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[Marzo 07, 2018]
 
Carlee Ainsworth.
 
 
—No quiero levantarme de la cama —mi voz suena ronca y rasposa, a pesar de que desperté hace casi una hora—. ¿Qué te parece si me cuentas una de esas raras pero lindas historias de cuando eras niño? 
 
Del otro lado de la línea, dónde permanece Colin desde hace cuarenta minutos, puedo escuchar el ruido del agua correr en el lavabo. 
 
—Creo que ya te lo he contando todo —me responde después de un rato. 
 
—Debe haber algo más —insisto, poniéndome bocarriba—. Aún tenemos tiempo, ¿no? 
 
En realidad, sé que no es así, porque estoy al tanto del día tan ocupado que le espera, a él y a sus hermanos, con esta tarea de desocupar y pintar el estudio de su madre. Aún así, en el fondo de mí mente hay una partecita ingenua que está cruzando los dedos porque generosamente Casper le haya ofrecido encargarse de todo para que él pueda quedarse al teléfono conmigo toda la mañana. 
 
Obviamente eso no puede ser más que una falsa ilusión. 
 
—Sabes que quisiera quedarme hablando contigo —me miro las cutículas, sintiendo la decepción—. Pero tengo este compromiso con mi mamá, y tú tienes los tuyos con tus padres. 
 
Si, es justo eso lo que quiero evitar. 
 
Pero no tengo otra opción que balbucear una torpe respuesta fingiendo que entiendo y que todo estará bien, aunque ni siquiera sé por qué finjo, no debo ser adivina para saber que Colin nota el nivel elevado de mi frustración por mis planes impuestos para este día: Mi segunda visita con al psicólogo. 
 
Honestamente, no me sorprendió que Jackson lo mencionara casualmente ayer en la cena, como si fuese lo más normal soltar que me habían agendado una cita con otro terapeuta después de pedirme la sal. Me contuve de preguntarle "¿Está vez quien es?", porque mi consumo de alcohol en la fiesta de Davy estaba pasándome factura. Sin embargo, no puedo evitar la pregunta cuando bajo media hora después, aún en pijama y con los restos de pasta de dientes en mi barbilla, que noté demasiado tarde para limpiarlo. 
 
—¿Por qué no me dijeron que iría de nuevo? 
 
Jenn está en el comedor, con un catálogo de ventas que seguramente debe revisar para el trabajo. Tiene este aspecto de mujer relajada, una ama de casa como en esas películas, con pantalones de yoga y camisas de algodón. Pero es Jackson el que está doblando la ropa desde la mesa, con un aspecto igual de despreocupado que también lo hace lucir como un amo de casa.
 
—Buenos días, cariño —dicen ambos, al unísono. 
 
—¿Es esa una manera de evadirme, o realmente creen que debo saludarlos cuando nuevamente están actuando a mis espaldas? 
 
Permanezco de pie en la entrada de la cocina, con los brazos cruzados y maldiciendo por no haberme puesto un par de calcetines. 
 
—Creo que nunca mencionamos desistir con tus idas al terapeuta —es ella quien me responde, con la voz calmada, sin apartar la vista de la revista—. Por cierto, deberías comer algo, saldremos en un par de horas y no quiero que estés en la calle con el estómago vacío. 
 
Me planteo que tan estúpido sería hacer una huelga de hambre en contra de esta absurda visita, pero entonces el estómago me está gruñendo, y recuerdo que después del aviso de Jackson la noche anterior, apenas pude tocar mi plato de pasta. Suelto un suspiro y veo como algo razonable sentarme a comer, tampoco es que tenga otra opción.
 
—No estoy segura de querer ir —retomo el tema, masticando los huevos revueltos que dejaron para mí. Cómo ninguno de ellos me da una respuesta, vuelvo a hablar—: Oigan, evadirme me parece desagradable y poco justo, ¿pero ignorarme? 
 
—Creo que quien está practicando aquí la evasión es alguien más.
 
Jackson lo dice en un tono bajo, como si no pretendiese ser escuchado, o más bien, como si fuese eso justo lo que quiere, porque logro entenderle sin ningún problema.
 
—¿Quieres decirme que significa eso? 
 
De repente no me apetece el desayuno. 
 
—Tal vez estoy hablando de este comportamiento raro que estás teniendo —me responde sin problema, empujando una de sus camisas dobladas en la canasta sobre otro montón. No me mira—. Y sé que sabes de qué estoy hablando. 
 
No sé a qué quieren llegar ellos con toda esta tranquilidad, toda esa tonta calma con la que están sobrellevando las cosas. Me pregunto si realmente no sienten miedo, dudas, intranquilidad, o si esta actitud de todomevalemierda es su nueva manera de hacerle frente a las circunstancias, y eso porque me niego a creer que todo esto les haya dejado de interesar. 
 
—¿A que me embriagué en la fiesta de Davy? —me sorprende el desinterés con el que suelto las palabras—. Me pareció ver que no les importó mucho cuando llegué la mañana siguiente —no obtengo nada, ni una reacción, ni un parpadeo—: Casi me hacen querer saber qué pasaría si un día me siento aquí y les digo, no sé, que me embaracé a los diecisiete. 
 
Demonios, no sé por qué lo digo. Me arrepiento en cuanto las palabras salen de mi boca, porque eso fue justo lo que mi madre biológica hizo, y lo último que quiero en este momento es hacerles recordar las cientos de formas en las que puedo parecerme a ella, las otras miles que pueden esperar de mí. No obstante, ese pensamiento temeroso se evapora en mi cabeza a causa del golpe seco que hace la palma de Jackson contra la madera. 
 
—Jack —pronuncia mi madre en advertencia, poniéndose rígida en su lugar, y luego le mira a mí—. Si lo que quieres escuchar es un cuan decepcionados nos dejaste esa mañana, pues entonces te diré que mucho, porque no fue esa la manera en la que creí que mi hija lidiaría con los problemas. ¿Querías tu espacio? Te lo dimos. ¿Querías planearle una fiesta a tu mejor amigo? Pues te presté mi tarjeta de crédito. ¿Llegar a la casa horas después de lo acordado, apestando a alcohol? Me parece intolerable, Carlee. Esa no es la jovencita que crie. 
 
Las palabras que quería decirle, los reclamos que pensé en hacerles, todos se hacen polvo en mi boca dejando una amargura en mi lengua. Sé que ellos lo notan, porque la pesadez que siento en los ojos es tanta que se me hace imposible de ignorar. 
 
—¿Por qué parecía que les había importado una mierda? —inquiero entre dientes, y sé que hacen un verdadero trabajo en ignorar mi vocabulario.
 
—Tal vez porque somos lo suficientemente estúpidos como para elegir las peores maneras de hacerte las cosas más simples —masculla Jackson en respuesta, aún con su palma abierta sobre la mesa—. Pero parece que sólo logramos ponerte en nuestra contra. 
 
—No estoy en contra de nadie. 
 
Simplemente siento que no puedo con esto, con esa atmósfera fastidiosa a nuestra alrededor. Así que me levanto con el plato hasta el fregadero, aún manteniéndome en la misma habitación que ellos. 
 
—¿Entonces que es lo que estás reclamando, Carlee? ¿Que es lo que quieres de nosotros? 
 
Que no me vean como a ella.
 
—Hay muchas maneras en la que puedo responder a esa pregunta, papá. 
 
No soy ella, no soy como ella.
 
—Pues dilo de una vez —demanda con severidad, desespero—. Si tanto fallamos en ayudarte, entonces dinos cómo ser unos mejores padres para ti. 
 
—¡Yo soy el problema! —no lo contengo, dejo ir las palabras antes de que pueda experimentar el arrepentimiento—, ¿de acuerdo? Soy yo quien los está destrozando, es mi maldito pasado el que va a arruinar a está familia y a todos a mi alrededor. Y lamento, lamento mucho ser tan egoísta como para aún querer estar aquí. 
 
Sólo soy capaz de cerrar el grifo antes de que las lágrimas incontenibles broten de mis ojos como si tuviesen vida propia. Me cubro con las manos, y segundos después siento los brazos de Jackson rodearme hasta que estoy contra su pecho. No lloro desesperadamente como lo hice con Colin, pero eso no significa que no esté cansada de este bucle en dónde creo que todo mejora, y luego acabo de esta manera.
 
—Sus vidas serían más sencillas si yo no estuviera… 
 
—No —siento un tirón en mi brazo que viene de Jenn, ella me gira el rostro hasta que estoy viendo a sus ojos verdes—. No quiero que lo pienses ni por un segundo, Carlee, jamás lo hagas —ahora es ella quien me abraza—. Nuestras vidas estarían incompletas sin ti, ¿me escuchas? Porque, tal vez fue un poco tarde, pero debías estar con nosotros. Siempre debió ser así. 
 
No conocía la necesidad de escuchar esas palabras, hasta que ella las pronuncia. Entonces me hundo más en su pecho, respiro su aroma a cítricos y me siento cálida cuando Jackson se une, dejándome en medio de ellos. Sé que quieren durar así el tiempo necesario para que yo comprenda el lugar que tengo en esta familia; sin embargo, no puedo desaparecer esta sensación de culpa porque, aunque desee no hacerlo, sé que todo sería más sencillo sin mi. 
 
  ****
 
La atmósfera en el auto es silenciosa, mayormente tranquila, pero con una ligera y notable sensación de ansiedad. Creo que nadie debe ser un genio para saber que convencer a mis padres de no asistir a esta cita con el psicoterapeuta es una perdida de tiempo. Lo que me lleva a cuestionarme quien realmente está equivocado. Para mis adentros, sonrío con ironía. Hace tres meses ni siquiera hubiera dudado al decir que no quiero seguir con esto, y esta mañana usé las palabras "No estoy segura". 
 
El tiempo no me parece más que una cómica transcendencia de sonrisa abierta y expresión burlesca. Casi lo puedo sentir a mi lado en los asientos traseros, riendo de mí desgracia. "Y dime, ¿qué se siente no saber siquiera lo que quieres?".
 
—Me preguntaba —la regla del silencio se rompe, con la voz de Jenn escuchándose sobre la música en un volumen suave—, que podríamos ir a almorzar en ese restaurante tailandés que reabrió la semana pasada. Fuimos allí cuando cumpliste dieciséis, ¿recuerdas, cariño? 
 
Si. Y odié los rollitos que me sirvieron. 
 
—Me parece bien —asiento, sin interés de participar en esa forzosa conversación que se aligera entre ellos dos, y el intrigante asunto sobre la quiebra del negocio hace medio año, del que lograron recuperarse hace poco menos de tres semanas. 
 
Un rato después, el auto se detiene frente a la acera de cinco edificios. Diré que cuatro de ellos lucen muy bien cuidados, modernos y lujosos. Pienso, por un segundo, que entraremos por las puertas en vidrio de cualquiera de esos. Sin embargo, y para mí absoluta sorpresa, tomamos la dirección del último y más pequeño edificio que no encaja; el aspecto es viejo y antiguo, pero no de manera desagradable. Más bien, me da la impresión de que hace unos cinco años un hombre mayor con el cabello canoso se negó a vender sus terrenos a la malvada y elegante constructora, inclinándose por el valor emocional y no unos buenos miles de dólares. Algo así como a lo Up: una aventura de altura.
 
—Sólo por curiosidad —les hablo, después de atravesar una gruesa y anticuada puerta de madera que da el paso a unas escaleras. Bueno, esto no tiene mala pinta, más bien, es algo vintage—. ¿Voy a estar la próxima hora encerrada con un hippie cuyo consultorio… o cuarto, va oler a hierbas? 
 
Es Jackson quien me mira sobre su hombro, esforzándose por no sonreír. 
 
—Fui hippie en los primeros años de la universidad, y no olía a hierbas —esa es su respuesta.
 
—Pues no sé si Charlie piense lo mismo —menciono al padre de Odette,  quien también es amigo del mío desde hace buenos años. Cuando terminamos de subir la escalera, me detengo—. ¿Por qué esto no luce tanto como, huh, Cobbs? 
 
Me parece ver a Jackson estremecerse cuando hablo de mi último intento con el psicoterapeuta. 
 
—Escucha —Jenn me aparta el cabello del rostro—. Nos hemos equivocado mucho últimamente, y lo aceptamos. Pero en esta familia aprendemos de nuestros errores, y es por eso que esta vez queremos hacerlo bien. 
 
—También quiero que salga bien —me hallo admitiendo. 
 
—Y lo hará —promete—. Esta es la manera correcta de ayudarte.
 
¿Lo es? ¿es lo que necesito?
 
Dejo las preguntas en el aire, me trago los nervios, y los sigo a ellos por una sala despejada. Descubro que, quien sea que dirija este lugar, tiene un gusto peculiar: paredes de un verde olivo; grandes ventanas lo que significa mucha luz natural; muebles ortopédicos de color mostaza; cuadros de paisajes; y, guao, en lugar de tener una pecera como cualquier consultorio normal, tiene dos jodidos hámsteres. 
 
¿Por qué siento tanta familiaridad? 
 
—Ey, adelante —dejo de ver a los roedores cuando el chico, de unos veintitantos, sentado detrás de un escritorio agita su mano hacía nosotros—. Ustedes deben ser los Ainsworth, ¿no es así? 
 
—Si —Jack avanza unos pasos—. Soy Jackson, el que llamó esta mañana.
 
—Yo soy el que atendió la llamada —alza una mano solemnemente, dándonos una sonrisa agradable—. Están a tiempo. El doctor me dijo que hiciera pasar a la chica… huh, ¿cual de las dos? 
 
—Yo —respondo con los nervios a flote, considerando seriamente que mis padres me trajeron con un hippie raro de las hierbas—, soy yo. 
 
—¿Carlee Pell? —asiento—. Acompáñame, al doctor no le gusta esperar mucho. Es un poco intenso con el tiempo. 
 
Genial, un hippie raro de hierbas, que además es un raro de la puntualidad. Eso podría darles una explicación a mis padres de la mirada interrogativa, casi gritando auxilio que les doy, mientras comienzo a caminar detrás del chico. Pero lucen tranquilos, nada perturbados, tanto que me hacen preguntar si están bajo un hechizo o algo. ¿Habrán usado hierbas en ellos? 
 
Descubro que "el pasillo" no es más que una pequeña extensión del piso que lo separa de la sala con una pared. En cinco pasos me detengo frente a una puerta marrón, con un vidrio grueso en la mitad superior que no deja ver mucho por la persiana. 
 
—Por cierto… —me giro hacia el muchacho de cabello negro, largo y ondulado—. Puede que esté un poco ocupado, ya sabes, se mudó a este edificio hace una semana y aún hay cosas que ordenar, e hizo este espacio en su agenda para ti, como eres una paciente especial.
 
—¿Por qué lo sería? —inquiero. 
 
Él me va a responder, pero antes de hacerlo, hay un ruido seco que nos sobresalta a ambos. Rarito número dos maldice, y con excusas torpes, menciona algo como tener que irse antes de ser el que limpie el desastre. Así que me quedo sola allí, con la mano en el picaporte de una puerta que por primera vez en varios años, me deja a la expectativa de un escenario desconocido. 
 
¿Habrá diplomas por toda la pared? Bueno, eso considerando que vine con un psicoterapeuta y no el raro hippie del tiempo. Tal vez no encuentre las habituales pancartas sobre la salud mental, ni la pecera de tamaño mediano sobre una mesita. Espera, ¿debería esperar que hayan más hámsteres? 
 
—Estoy algo intrigada —murmuro para mí misma, dándole vuelta al picaporte—. No puede ser malo, así que… 
 
Abro. De golpe y sin pensarlo. 
 
Lo primero que busco es un rincón de altar, ya sabes, con velas y muchas, muchas hierbas que impregnen el ambiente con su olor peculiar. Pero no lo encuentro, como tampoco encuentro al famoso doctor hippie. Sólo hay dos muebles visualmente cómodos en una esquina; dos ventanas, una que apunta a la calle, y otra a la sala de espera que tiene una gruesa persiana; un escritorio sencillo; una silla rodante; muebles con libros; cajas con más libros. 
 
—¡Auch! —me sobresalto por segunda vez cuando escucho una voz desde dentro de un armario pequeño—. Maldita repisa del…
 
—¿Hola? —me hago notar de inmediato—. Soy… su paciente, creo. El muchacho de la entrada me dijo que podía entrar, su asistente, me parece —escucho otro golpe—. Oiga, luce algo, como muy ocupado, creo que puedo irme y…
 
—No, no, no. Espera, Carlee. 
 
Me detengo cuando puedo escuchar más que quejidos del doctor, cuando escucho su voz. Y me paralizo, olvidando por completo lo enfurecida que estaba comenzando a sentirme, en el momento en que emerge de ese armario. Lo primero que me pasa por la cabeza: esto no puede ser posible. 
 
—Buscaba esto —continúa él, volviéndose más real, y no la ilusión que pensé comenzaba a tener por alguna hierba escondida—. Todo aquí es un desastre, pero mi hija fue muy insistente con querer que ponga esto en mi escritorio. Bueno, en realidad fue su mamá usando una voz boba en su lugar, pero es casi lo mismo —alza una placa rectangular en madera donde se lee su nombre—. ¿Cómo estás, vieja amiga? 
 
Mi cerebro no capta las palabras. Cómo si de repente se hubiese vuelto líquido, incapaz de pensar o de observar algo más que esas once letras que apuntan en mi dirección: Carter Bohem. 
 
Entonces, salgo de mi estupor con la duda menos importante que podría soltar en un momento como este. 
 
—¿H-hija? —titubeo vergonzosamente—, te casaste. 
 
El dueño de ese rostro de mi pasado esboza una sonrisa alegre, emotiva.
 
—No estoy casado aún, pero en efecto tengo una hija —lo veo avanzar unos pocos pasos, hasta que debo elevar mi rostro ligeramente para verlo—. El tiempo se siente como un puño en el estómago, ¿verdad? Sólo mira cuánto creciste, si ya eres toda una mujer. 
 
No me aguanto más y lo abrazo. Él me recibe, y no puedo evitar compararlo con la última vez, hace tres años cuando nos despedimos. Esto no se siente igual, porque aquella vez sentí miedo de perder a la primera persona a quien pude abrir la caja del pasado. En este momento, siento que recupero algo que no sabía cuánto extrañaba. 
 
—Lo siento —me limpio la humedad debajo de los ojos, apartándome—. Estoy arruinando tu profesionalismo con mi mierda sentimental.
 
—Oye, ya insultas —señala con una divertida emoción—. Y creo que esto perdió el profesionalismo desde que me llamaste por mi nombre de pila, o cuando me invitaste a esa micro fiesta de cumpleaños, o cuando fui a esa presentación en octavo grado con ese chico raro que siempre estaba tras de ti, ¿cómo era su nombre? 
 
—Davy, se llama Davy. 
 
—¿Aún es como una fastidiosa goma pegada en el cabello? 
 
—No tienes ni idea —respondo con una risita, dándole paso al silencio. 
 
Experimento un enorme y emotivo “guao, ¿qué demonio?” del que me cuesta salir durante unos minutos. De verdad, estoy en este estado de escepticismo, creyendo que en cualquier momento ese individuo de cabello caramelo, ojos grisáceos y metro setenta y nueve va esfumarse con la llegada del doctor hippie. Aunque, no hay mucha diferencia entre un hippie y Carter. 
 
—¿Por qué miras detrás de mí como si alguien fuese a aparecer? —ladea su cabeza. 
 
—Estoy esperando a que el raro de las hierbas irrumpa —continuo viendo al armario—. No puede ser que estés aquí. Yo, realmente debo estar mal de la cabeza para comenzar a tener ilusiones sobre ti —dos segundos, tres, cuatro, cinco…—, ¿por qué te quedas callado? 
 
Tiene los brazos cruzados sobre su cárdigan beige. 
 
—Estoy esperando a que termines con lo tuyo, para empezar con lo mío. 
 
De acuerdo, es él. No es una ilusión, realmente está aquí. 
 
Suelto el aire entre mis labios, mientras lo veo pasarme por un lado y lanzarse sobre uno de los reclinables ortopédicos, sin carpetas, ni notas, ni lentes de montura que por alguna razón me parecen intimidantes. En la mesita de la mitad, entre los dos muebles, hay una taza de café negro y una botella de té de durazno. Esto se siente como estar en casa. 
 
—¿Cuando… —avanzo hasta el otro reclinable, dudosamente me siento y trago queriendo ignorar el paso de los años—… cuando llegaste a la ciudad? ¿y como es eso de que tienes una hija? 
 
Lo veo estirarse hasta su taza humeante y tomarla. 
 
—Llegué hace un mes —le agradezco cuando señala la botella de mi té favorito—. Y si, treinta y siete años es una buena edad para ser padre, ¿sabes? Excepto cuando Debby quiere jugar con la pelota, ahí pienso que para tener una niña de un año, soy muy viejo. 
 
—Vaya, un año —le doy un sorbo a mi té—. ¿Y tu esposa…?
 
—Futura esposa —corrige. 
 
—Eso —asiento una vez—. ¿La conociste en España? 
 
Santo dios, ¿de verdad estoy aquí hablándole?
 
—Puede decirse que sí, pero en realidad Lauren es de Latinoamérica —se encoge de hombros cuando enarco una ceja. Eso es hacer un buen trabajo—. ¿Y qué me dices de ti? Jackson no mencionó mucho cuando hablamos hace unas semanas. 
 
Bajo la mirada a mis manos. 
 
—¿Y qué fue lo que mencionó? 
 
—Algunos nombres y cosas relevantes, huh, como el niño goma, unos hermanos, el amigo chino del niño goma, tu último año —da un sorbo de su café—, también un chico. 
 
Bien, vamos por ese camino. 
 
Lo que pasa con Bohem es que es de esos sujetos anti-tecnología. Cuando se mudó a España hace tres años, prometió hacer lo posible para mantenerse en contacto, eso fue al principio unas cuantas llamadas que se volvieron un problema por la diferencia horaria, después probamos con los mails pero mi correo vive en el abandono, así que esto se resumió a saludos con el contacto que mantuvo con Jack. Desde hace un año no supe más de él. 
 
—No es chino, es Japonés —suelto como si fuese relevante. 
 
—Me disculpo, entonces —me gusta esa sonrisa de incertidumbre que está provocando mi extenso silencio misterioso. Es agradable que esto sea como un encuentro con un viejo amigo—. Vamos, te dije sobre mi prometida, ¿no vas a hablarme tú sobre el romance en tu vida? 
 
—Por dios, Carter, para estar cerca de los cuarenta me pareces un muchacho intenso —vuelco los ojos, conteniendo mi sonrisa—. Ni siquiera estoy segura de cómo debo responder ese "también un chico". 
 
—Empieza por el nombre. 
 
Me quiero reír de esa emoción. Joder, aún no me lo creo.
 
—Colin, Colin Allard.
 
—Tiene un nombre impotente —menciona, pensativo—. Suena como el chico introvertido, de buena familia, tal vez como un hermano mayor responsable. Oh, y presiento que tiene este amor que no oculta por los animales.
 
—¡Demonios, mi padre te lo dijo todo! —estallo en una carcajada—. Por un minuto realmente pensé que estabas hablando en serio. 
 
Una sonrisa pequeña le alza la comisura de la boca. 
 
—Bueno, no me lo dijo todo, pero si lo más importante —repone, adoptando una seriedad calmada en su voz—. Cómo que de verdad te quiere. 
 
Sucede lo que siempre sucede cuando Colin viene a mi cabeza: mi ritmo cardíaco se acelera.
 
—Eso parece —murmuro con el borde de la botella en mi boca. 
 
—Jackson usó esas palabras, dijo "es bueno y… la quiere, es lo importante" —hace una mala imitación de su voz—. Él no diría eso de cualquier persona, menos de cualquier jovencito que se acerque a ti con intenciones más que amistosas.
 
Recargo mi cabeza contra mi puño.
 
—Si, estoy segura de que su papel de padre intimidante hubiese salido mejor de no ser por todo lo que está pasando —el aire abandona mis pulmones con brusquedad—. ¿Puedes creer que hasta he pasado la noche con él? 
 
—Caramba —chasquea la lengua—. ¿Ni siquiera le dio la mirada cuando te llevó a casa? 
 
Meneo la cabeza. 
 
—Estaba muy ocupado sintiendo la culpa por, ya sabes, mentirme horrorosamente en la cara durante varios meses —él no dice palabra alguna, sólo me da un asentimiento suave—. Sé que lo sabes, no tienes que ser misterioso. 
 
—No estoy siendo misterioso —aclara, sin apartar esa mirada analítica de mi, pero que de alguna forma no es intolerable, ni incómoda—. Quiero que seas tú la que me hables al respecto. Es tu historia, ¿no? No existe mejor narrador que el protagonista, casualmente, yo soy un oyente muy dedicado. 
 
Se pone cómodo en su sillón reclinable, con las piernas cruzadas y un cubo Rubik  al que le da vueltas en su mano sin tener intenciones de armarlo. Muy bien, esa es la señal. 
 
—¿Por qué tenía que regresar? —me miro las uñas—. Quiero decir, ¿no fue quien me dejó por un hombre? Generalmente las madres luchan por sus hijos, por salir adelante con ellos. No los abandonan creyendo que su vida será más simple. Y si lo hace, es porque quiere dejar de ser una mamá —cierro los ojos por un momento—. Yo ya tengo una familia. 
 
—¿Crees que quiera recuperarte? —su entrecejo se frunce, como si estuviese confundido. 
 
—No sé qué es lo que quiera, o por qué razón insista en hablar conmigo —me recuesto contra el reclinable—. Dice que tengo un hermano. 
 
No puedo ver su reacción, clavo la vista en el cielorraso. 
 
—¿Cómo que tuvo otro hijo con el tipo? 
 
—No he pensando en eso, si soy honesta —contesto sin aliento—. Me aterra pensar que esos dos pudieran haber traído otra vida a este mundo, pero no sé si me aterra más que sea sólo suyo con otro hombre. Um, tal vez ese nuevo hombre sea un padre de verdad, y no como el alcohólico misógino que me tocó a mí.
 
Escucho el cubo caer contra el suelo, y luego un rechinar como si lo estuviera recogiendo. 
 
—A veces pienso que un día ella despertó pensando que soy lo suficientemente feliz, tan feliz como no debería —estoy admitiendo en voz baja—. Lo peor es que lo está logrando. 
 
—¿Logrando qué? —le escucho preguntarme. 
 
Aprieto los ojos fuertemente. No quiero contener las palabras aunque, tampoco me creo capaz de hacerlo.
 
—Esto, arruinar lo que tengo hoy.
 
—¿Y qué es lo que crees que está arruinando? 
 
Me tomo un minuto para responder. 
 
—La confianza de mis padres, ellos… ellos dicen que nada ha cambiado, pero puedo sentirlo, ¿sabes? Creo que temen que me quiebre de nuevo, y que la próxima vez no pueda recuperarme —tamborileo los dedos en el brazo del mueble—. Yo no soy como ella. 
 
—No, no lo eres. 
 
—Quiero que ellos vean que no lo soy —un nudo se instala en mi garganta—. Joder, a veces quiero despertar por la mañana y que nada de esto haya pasado. Que sólo sea una pesadilla. 
 
—Como las que aún conservas —no respondo—. Carlee, una vez hace casi siete años te dije unas palabras que tal vez no recuerdes, pero yo si lo hago y las repetiré —lentamente, le dirijo la mirada—: La salud mental es importante, tan importante como lo es ir al médico por una gripa mal curada, o la amigdalitis. Pedir ayuda no te hace débil. Estar mal está bien. Lo que no lo está, es no aceptar que necesitas ayuda, porque no puedes iluminar todo un salón con la luz de una vela. 
 
Es paciente de esperarme hasta que le contesto.
 
—No quiero que ella cause este efecto en mí, quiero dormir en paz y… te juro que no quiero sentir miedo de encontrarla en cualquier lugar. 
 
Entonces Carter se endereza, el cubo queda sobre la mesita entre nosotros, y con las manos en el regazo, habla decidido:
 
—Y te prometo que estarás bien, Carlee. Lo lograste una vez, y lo lograrás de nuevo. 
 
 

Un corazón para sanarDonde viven las historias. Descúbrelo ahora