Treinta y cuatro [I]

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A veces me sentía tan pequeña en este mundo que me asustaba -y no es porque fuese al lado de Ricardo-. Veía el amanecer por la ventanilla del avión, tapada con una manta. Siempre me dejaba sorprender por las cosas bellas que me ofrecía la vida. Valoraba cada amanecer y cada atardecer visto, le sacaba siempre una foto como si fuera la primera vez que veía uno. Los colores rosados y anaranjados me hacían sonreír y sentirme bien, viva.

En este mes había llegado a pensar que no lo estaba. Que todo lo que quedaba dentro de mí se había ido. Había olvidado -encerrada en esas cuatro paredes- lo que era respirar aire libre, correr y observar las pequeñas cosas que nos daba la naturaleza. O la vida.

Sin mi madre aquí, me sentía tan perdida que no sabía a lo que aferrarme. No tenía ninguna frase de superación que ella me hubiera dicho, nada a lo que mi memoria pudiera abrazar para sentirse mejor. Lo único que recordaba era que lo estaba haciendo bien. No servía de nada estar haciéndolo bien si ella no estaba aquí para verlo.

Siempre habíamos hablado de cuando tuviera hijos y lo mala madre que sería y que los niños estarían deseando ver a su abuela. Los niños no eran mi fuerte y ella lo sabía.

Me había dicho que viviera, y eso iba a hacer. Nunca sabes cuando la vida tiene pensado quitarte del mapa, y yo no iba a quedarme sentada esperando el momento.

El calor de México me recibió y tuve que quitarme la chaqueta mientras caminaba por el aeropuerto al lado de Ricardo.

No estaba acostumbrada a que la gente hiciera cosas por mí, y que alguien llevara mi maleta me hacía sentir incómoda porque yo podía hacerlo. Supe que tenía que dejarme llevar y dejar de pensar tanto. A Justin le resultaba muy fácil hacerlo, ¿Por qué a mí no?

Nunca había visto Monterrey y dudaba que fuera hacerlo hoy. Así que me dediqué a mirar por la ventanilla todo el trayecto hasta el estadio. Pasamos la seguridad y no tardamos en aparcar. Me bajé del coche y me até la chaqueta a la cintura. Miré a través de mis gafas de sol como había chicos jugando al baloncesto allí en medio. Una canasta colgaba de la pared y el de blanco -mi novio- estaba encestando para después celebrarlo. Caminé un par de pasos para dirigirme hacia él y su mirada no tardó en encontrarse con la mía. Le pasó la pelota a uno de los bailarines y me sonrió. Le sonreí de vuelta y empezó a caminar hacia mí para encontrarnos.

Mis brazos no tardaron en rodear su cuello y sus brazos mi cintura. Apretándome contra él. Cerré los ojos, sintiendo el calor de su abrazo. Me alzó y se movió de lado a lado. Lo había echado de menos, aunque nos venía bien estar separados un tiempo. A veces estar días y días encerrados en cualquier sitio solo hacía que viéramos con más claridad los defectos del otro y discutiéramos por quién le ha quitado las pilas al mando de la televisión -que siempre era mi hermano-, o por quien había cogido el collar que había dejado en la mesa -que casualmente era en el suelo-. Esther, tenía una extraña obsesión por guardar en su escondite cosas que veía por medio, collares, calcetines, zapatos...

- Te he echado de menos -susurró.

- Yo también.

Me bajó y puso sus manos en mis mejillas para besarme. - ¿Cómo te ha ido el vuelo?

- Bien -contesté-. ¿Puedo jugar con ustedes?

Justin alzó una ceja. - ¿Quieres jugar?

- Sí, me vendría bien.

Justin sonrió abiertamente y cogió mi mano. Me descolgué el bolso y lo dejé en el suelo.

- Mi chica juega -avisó-. Esta vez formaremos equipo, juntos.

Recordé la primera vez que jugué con Justin al baloncesto, cuando viajé a por mí móvil. Hice equipo con Tyler y Za y acabamos perdiendo.

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Undercover // Justin Bieber Donde viven las historias. Descúbrelo ahora