Capítulo XXVI

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Charlie recorrió todo el pueblo, a lo largo de calles como las suyas, pasando entre los niños como él y los adultos con sus hábitos dominicales. La ciudad parecía un domingo y también olía a domingo, con la chimenea de la fábrica en silencio, sin salir humo de ella, y de vez en cuando el olor de la cena asándose. El día era luminoso y seco y Charlie pasó junto a unos niños que pateaban hojas en las nubes y otros que venían del parque. Detrás de ellos, hojeando las páginas de un periódico, o chupando una pipa, habría un padre. A Charlie le parecía que todos los niños del pueblo, excepto él, tenían un padre detrás. Mientras corría ponía una cara feroz para que nadie pensara que le importaba.

Annie era lo más parecido a una hermana que tenía Charlie y la había echado de menos estos dos últimos meses. Había cuatro preciosos tarros de miel en el alféizar de su ventana y uno de ellos era para ella. Pero ya no iban a comer a casa de Pam los domingos, él y su madre; y Annie tampoco veía a visitarlos. Eso era por culpa de George. Al menos, eso decía su madre. Así que este domingo había hecho un plan. Incluso lo había escrito en un trozo de papel, muy pequeño, y lo había enrollado y metido debajo del zócalo de su habitación, donde la madera estaba partida.

Quería darle a Annie le tarro de miel y contarle todo lo que había hecho para la cosecha de miel, pero no iba a cruzar el pueblo con un tarro en la mano, así que tendría que esperar un poco más. En su lugar, se guardó una foto en el bolsillo para enseñársela. El amigo de la Dra. Markham la había tomado el día de la cosecha: Charlie con su traje de abeja, de pie junto a una colmena. Luego giró el pomo de la puerta principal hasta el final para que no hiciera ruido al cerrarse y se puso en marcha.

Charlie corrió como si su vida dependiera de ello, y sólo se detuvo para recuperar el aliento junto al descampado de la cabecera de la calle, y para recoger algunos guijarros. Tres chicos estaban de pie bajo los árboles de un lado. Podía ser los mismo tres chicos que había visto hace unos meses con el gato, la última vez que fueron a casa de Pam, cuando su padre no se quedó para el Trifle. Pero si lo eran, parecían más jóvenes que antes, y no daban miedo en absoluto. Parecían chicos con padre que pronto se irían a casa a comer la cena del domingo.

Charlie iba a lanzar guijarros a la ventana de Annie desde el patio trasero. Ese era su plan. Lanzaría los guijarros; Annie se asomaría para ver qué era, lo vería y bajaría. De alguna manera, ello lo metería en su habitación. Todavía no había elaborado esa parte del plan; supuso que tendrían que improvisar esa parte. Eso era algo que su padre siempre decía.

Luego, una vez que estuviera en el dormitorio de Annie, ella le traería un gran plato con patatas asadas, carne, col y salsa. Quería ver a Annie, pero también tenía hambre. Su madre estaba enferma en la cama desde el día anterior. Hoy le había tocado la frente, pero todavía seguía demasiado caliente y ella no haría de comer. O si lo hacía, no serían patatas asadas con salsa espesa. Así que era un buen plan. Pensó que era un buen plan, aunque ahora que estaba aquí con los guijarros en la mano, tenía mariposas en el estómago.

El callejón olía a pescado viejo. Los gatos escarbaban en una pila de periódicos. Charlie bajó al patio trasero de Pam. Hoy había estado leyendo una de las novelas de suspense de su madre y ahora se pavoneaba un poco, con las manos en los bolsillos. Era Johnnie Delaney, que estaba investigando el territorio en el centro de Chicago. Investigando la zona antes de poner en peligro a un posible delincuente. Pensó que su tía Pam sería un buen matón. Podía dar bastante miedo.

Con cautela, Charlie levantó el pestillo de la puerta. No estaba cerrado. Se limpió la frente del sudo imaginario y empujó. La puerta se abrió sin hacer ruido. Hasta aquí todo bien. El patio estaba vacío y no había nadie en la ventana de la cocina. Se agachó detrás del cobertizo del carbón, rebuscó en su bolsillo una piedra y luego salió, con los ojos puestos en la ventana de Annie. Podía verla a través del cristal; su silueta le resultaba familiar, tranquilizadora. Sujetando el guijarro con los dedos, puso la ventana en su punto de mira y retiró el brazo para lanzarlo.

Tell it to the bees (TRADUCCIÓN)Where stories live. Discover now