Capítulo XXII

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A veces, por la noche, Charlie se despertaba de repente y se incorporaba. Esperaba un rato en la oscuridad, escuchando, y finalmente se tumbaba de nuevo y se dormía.

Charlie llevaba semanas sin ver a su padre. Tenía un tarro de miel etiquetado para él, y una lista en su cabeza de cosas para decirle. Pero su padre nunca lo visitaba y Charlie empezó a preguntarse si había hecho una lista de cosas equivocadas, y empezó una nueva lista, de cosas que estaba seguro que le gustarían a su padre. La nueva lista no era del todo cierta. Charlie no podía hacer diez flexiones y no había sido elegido para el quipo de fútbol. Pero pensó que, si atraía a su padre a la casa, no importaría las cosas inventadas y, de todos modos, siempre podría cambiar la lista en el último momento.

"No tenía nada que ver contigo", le dijo su madre. "Nada. Él te quiere, Charlie".

Pero Charlie no le creyó. Por eso la lista era tan importante. Por eso escuchaba con tanta insistencia en la noche, porque cada vez estaba seguro de que oiría de nuevo la voz de su padre.

Charlie estaba en un callejón sin salida, los últimos días del verano. Intentó ir al parque, pero ya no había chicos anudados alrededor del monumento y el estanque estaba gris. El fin del buen tiempo había llegado con fuerza y rapidez, con lluvia, viento y cielos cerrados. Charlie se había acurrucado bajo el gran haya y observaba cómo el jardín de la Dra. Markham abandonaba su gloria por este año. Las primeras hojas otoñales se esparcían en la hierba y las flores desnudas agachaban la cabeza en señal de disculpa, con su pétalos aplastados y opacos sobre el suelo húmedo. Las abejas estaban tan ocupadas como el tiempo lo permitía, aprovisionándose para el invierno, pero no tenían tiempo para hacer sus bailes ahora y si hubieran podido hablar con él, Charlie estaba seguro de que le habrían dicho que se fuera a casa y se preparara para el cierre.

Charlie sabía que su madre estaba ocupada. Sabía que estaba muy preocupada, aunque no lo dijera. Ella trabajaba largos turnos en la fábrica. A menudo, él hacía las compras por ella y tenía la verdura raspada antes de que ella llegara a casa. Cuando llegaba, se ponía a limpiar, o a arreglar cosas, y a cantar para sí misma melodías ferozmente. Estaba así desde que cambió el tiempo y él se alegraba de que no llorara tanto, pero deseaba que se detuviera a jugar con él, o que le dejara leerle.

A veces leía para sí mismo los libros de detectives de Lydia, cogiendo uno de la pila junto a su cama y abriéndolo al azar:

Pero ahí me equivoqué. Mi coche se deslizó por el seto como si fuera mantequilla, y luego dio un repentino salto hacia adelante. Vi lo que se avecinaba, salté sobre el asiento y habría saltado. Pero una rama de espino me dio en el pecho, me levantó y me sostuvo, mientras una tonelada o dos de metal caro se deslizaba por debajo de mí, se sacudía y cabeceaba, y luego caía con un tremendo golpe de quince metros hasta el lecho del arroyo.

A Charlie le gustaban este tipo de historias, en las que los coches caían por los acantilados y los héroes se lanzaban a vacío; y le gustaban las historias con detectives gumshoe que se pasean por la ciudad con pistolas en los bolsillos, en busca de encapuchados.

Probaba algunos fragmentos de la jerga, imaginándose a sí mismo como un detective duro. "Si quiero atrapar a esos matones, hoy tengo que ser muy duro", murmuraba mientras bajaba a desayunar y se palpaba la cintura como si quisiera tocar su pistola. "Mata a la caldera, chiflado", decía, haciendo que la bicicleta de Lydia se detuviera en la calle.

El domingo antes de que empezara el colegio, fueron al cine y se sentaron en las butacas de tres chelines con palomitas, y después ella le cocinó su favorito, el sapo en el agujero. Pero cuando él hablaba de la película – de cómo deseaba que su director fuera como Alastair Sim y de que la señorita Gossage se merecía un buen marido -, ella parecía no oírle y él le tenía que decir las cosas dos veces, lo que no era lo mismo. Él no sabía si ella estaba feliz o triste, porque no estaba allí.

Tumbado en la cama, Charlie intentaba calcular cuántas abejas se necesitaban para hacer un tarro de miel.

"Media cucharadita por abeja", le había dicho la Dra. Markham. Ella había echado una cucharadita en el tarro de miel y había mirado lo poco que era. Más de una vida de trabajo por menos de un bocado de miel. Imaginó que miles y miles de abejas llenaban su dormitorio, un enjambre que cubría la pantalla de la lámpara, luego las paredes y el techo, moviéndose y desplazándose, golpeando el aire y llenando su cabeza con el tambor de sus zumbidos.

Charlie no había visto a Bobby desde que se fue a la playa. Pero el día anterior a la vuelta al colegio, Bobby llamó a la puerta principal. Llevaba un palo de piedra con la palabra "mar" escrita de rabo a rabo.

"Lo traje para ti", dijo. "El agua estaba helada, habría llevado dos pares de bañadores si hubiera podido".

Charlie sonrió al verlo.

"Puedo superarte", dijo.

Hizo pasar a Bobby y le mostró la miel: seis tarros dorados y llenos en una fila sobre la mesa con etiquetas de papel marrón.

"Yo escribí las etiquetas de todos los frascos. Pero estos son míos".

Bobby apoyó los codos en la mesa y los miró fijamente.

"¿De dónde lo has sacado?", dijo.

"Fuera de las colmenas".

"¿Lo sacaste de las colmenas?"

Charlie asintió.

"Uno tiene tu nombre", dijo sacando un frasco.

"Pero, ¿no te han picado?", dijo Bobby, y Charlie asintió y levantó siete dedos.

"¡Siete veces!"

Los ojos abiertos de Bobby hicieron que Charlie se sintiera orgulloso y seguro. "Yo tengo un traje de abeja y guanteletes", dijo, "pero aún así te llevas unos cuantos".



-AJ

Tell it to the bees (TRADUCCIÓN)Όπου ζουν οι ιστορίες. Ανακάλυψε τώρα