Capítulo XXIV

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Lydia nunca había tenido tanta hambre. Nunca había sentido ese clamor, esa necesidad. En las semanas transcurridas desde aquel paseo nocturno, se abría paso entre sus días con un constante fastidio que tiraba de sus pensamientos y marcaba el tiempo que faltaba para volver a ver a Jean. Deseaba a esa mujer. Quería estar desnuda ante ella, sentir las manos de Jean en su piel, quería que Jean la besara; no sólo su boca y su cara y su cuello, sino más allá, y más fuerte. Sentada en la cadena de montaje, haciendo las compras, cocinando, jugando a las cartas con Charlie o haciéndoles de chivo expiatorio y, sobre todo, cuando se acostaba para dormir, su anhelo amorataba sus ojos y enrojecía su piel.

"No estás escuchando, mamá", oía decir a Charlie, y ella sacudía la cabeza para despejarla, ruborizándose como si él pudiera ver lo que había estado pensando, y le pedía que lo repitiera. En el trabajo sentía como si un muro invisible la separara de las demás mujeres. Podía ver sus labios moviéndose, sus manos gesticulando, podía ver sus cabezas retroceder cuando soltaban una carcajada, pero sonaban como si estuvieran en una habitación diferente a la suya.

Cuando se encontraron, Lydia y Jean hablaron con el mismo hambre con el que se besaron, con urgencia, como si quisieran recuperar el tiempo perdido. Cada una quería saber lo que la otra había vivido: lo que sentía, lo que pensaba, lo que odiaba, lo que deseaba.

"Tuvimos un gato callejero durante un tiempo", dijo Lydia. "Mi madre le dio de comer y se instaló en mi casa. Dormía en mi cama. Pero a mi padre no le gustó y desapareció. Dijo que lo habían atropellado, pero creo que la ahogó."

"Eso es horrible."

"Así es él. Siempre pone fuera de la vista las cosas que no le gustan. Las mata, si puede. ¿Y tú?"

"Teníamos gatos y perros, y yo amaba especialmente a los perros. Barney y Bruno. Pasaron por mi infancia. Vivían en el exterior y les daban de comer en la puerta de la cocina. Cada dos semanas la cocinera hervía una cabeza de oveja, que apestaba por todo el pasillo trasero."

"Cabeza de oveja. Pero sólo para los perros, seguramente."

Jean se rio. "Sí, para los perros. Pero cuando éramos niños nos daban de comer en la cocina, y si la cocinera había estado hirviendo la cabeza ese día, el olor me provocaba arcadas."

"¿No comías con tus padres?"

"No hasta que tuve unos quince años. Todavía preferiría haberme quedado en la cocina."

"¿Es por eso que comes ahí ahora?" dijo Lydia.

"Quizás", dijo Jean. Pasó su dedo por la mejilla de Lydia. Ven a comer allí conmigo pronto. Te prepararé mi plato único. La inventé cuando era estudiante de medicina y no tenía dinero para nada. Pero es deliciosa."

Lydia asintió, atenta a cualquier ruido – Charlie llevaba mucho tiempo arropado, pero debían tener cuidado – y entonces acarició el cabello de Jean.

"Lo haré", dijo ella.

A veces su conversación tomaba un giro diferente, y una u otra hablaba de su miedo. ¿Y si alguien los descubría? ¿Qué entonces?

"Pero sólo nos hemos besado", dijo Lydia.

"Cuando era estudiante de medicina, leí libros que decían que lo que hemos hecho es el signo de una condición, o una enfermedad."

"¿Algo que pillar?" A pesar de su consternación, Lydia se rio.

Jean asintió. "O algo con lo que se nace, como un pie de palo."

Tell it to the bees (TRADUCCIÓN)Where stories live. Discover now