Nasty (A la venta en Amazon)

By lizquo_

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¿Alguna vez te enamoraste de quien no debías, y todos te acusaron de tonta por hacerlo? Nasty es un libro que... More

El color del infierno
Primera parte: Los genios se van al infierno.
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Segunda parte: Los ángeles son terrenales
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
Capítulo 34
Capítulo 35
Capítulo 36
Capítulo 37
Capítulo 38
Capítulo 39
Capítulo 40
Capítulo 41
Capítulo 42
Capítulo 43
Capítulo 44
Capítulo 45
Capítulo 46
Capítulo 47

Capítulo 48

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By lizquo_





En multimedia: Colony House - This beautiful life.

Capítulo final. 






Recibí una noticia ayer; fue como dar por sentado el hecho de que los cobardes no se acabarán nunca. Eíza Singh consiguió una libertad que nadie puede explicarse. El fiscal a cargo alcanzó una orden de alejamiento e, insomne, descubrí que no le tenía miedo. Lo vi durante un careo; con él, me enfrenté a la peor de mis realidades. Sus facciones eran horriblemente parecidas a las de Nash. Sin embargo, el distanciamiento entre ambos era muy notorio.

Quizás logró evadir a la justicia —gracias al poder de su familia—, pero las sombras lo acabaron esta mañana. Uno de sus empleados lo encontró en su despacho, con un tiro de bala directo en su sien izquierda. Cuando Dary me lo contó, antes de marcharse a su trabajo, le llamé a mi madre para tranquilizarla.

Después comencé a preparar mi equipaje; me iba a mudar al departamento de Siloh y, como Sam estaba de visita para mi cumpleaños, que había sido hacía dos semanas, aprovechamos para vaciar la habitación en el campus (la que contenía cosas mías aún) y la que usé en la casa de renta de mamá.

Tomé otra decisión importante y eso fue mucho antes de saber lo ocurrido en la familia Singh. Por supuesto, los demás integrantes de tan oscuro seno de parientes, no se materializaron; logré ver a un par de hombres en las noticias locales: pero no dijeron mucho. No es un secreto para nadie que, luego de la muerte de un ser como Eíza, la comunidad entera se pregunta si debe sentir lástima o gusto. En mi caso, preferí quedarme en mitad de un sentimiento y otro.

Dudé de que un día pudiera saber lo que era amar realmente a una persona. Y, si de verdad amó a su hijo, su suicidio solo comprobó que nunca aceptó el daño que le hizo. Lo hubiera dicho en la corte; pero, en cambio, todo lo que dijo fue que yo había tenido la culpa; me llamó puta, ofrecida y un sinfín de cosas más para justificar el hecho de que quería tener a Nash como a un prisionero dentro de su vida.

La pena me embargó unos instantes, pero al siguiente escuché el aporreo de un puño sobre mi puerta. De inmediato, oí las voces de Sam y Siloh, que entraban con el resto de mis cosas; las iba acomodar en mi nueva habitación.

Después de todo, no iba a tomar el máster en California. Quería continuar pendiente en aquella universidad; tomaría los seminarios de verano y los que necesitaba para el doctorado; no se lo conté más que a Sam y Siloh: si Upsilon volvía a tomar entre sus garras a alguna chica becada, por mi cuenta corría que saliera a la luz.

Aida se unió a mí una mañana de enero; antes de que yo dejase Stiles Hall, me ofreció su palma para indicar que estaba de mi lado. La acepté de buena gana: de todos modos, su papá iba a ganar la gubernatura.

—Es todo, Penny —dijo Siloh, tras dejar una caja junto a la cama nueva.

Eché un vistazo hacia ellos. Sam iba vestido con desgarbo; acababa de llegar tan solo hacía seis horas. Su pelo estaba tan despeinado que no conseguí evitar reírme y aproximarme hasta él para estirar la mano, y pronto sujetar sus hebras entre mis dedos.

Se agachó, negando y evitó seguirme el juego. Su mirada auguraba una de sus pláticas serias —la verdad era que a Sam se le había dado siempre la seriedad, pero yo tardaba mucho en acostumbrarme a ella—. Se quitó el suéter, dejó a un lado un pañuelo y arrojó su móvil y su cartera sobre la cama —sin edredón.

—Suéltalo —le exigí—. No te hagas el interesante.

Me crucé de brazos. Él negó con la cabeza de nuevo, pero se limitó a darme un beso en la coronilla. Últimamente estaba extraño... mucho. Hablábamos demasiado todos los días mientras él se iba a California. Aun sí, me era insuficiente.

—Dary me contó —dijo.

—Ah, no ahora, por favor —lo silencié—. Esto de hacer un desastre y arreglarlo todo de nuevo es mucho mejor que la terapia.

Cuando me giré en los talones para abrir una de mis maletas, la sonrisa que había esbozado se esfumó por completo. La sensación de déjà vu hizo que mis intestinos se revolvieran. Había un dolor agudo en mi cerebro, previo a la jaqueca.

Sin que Sam me viera tomé un poco de aire, rascándome la frente para ignorar el aturdimiento.

—Yo no te pido que lo olvides. Sé que es algo duro, pero habla conmigo, Pen —dijo Sam, a mis espaldas.

Sonaba desesperanzado. Por mi culpa.

Sonaba como sonaban Daryel, mi madre y Siloh. Esta última, con menos frecuencia, me exigía resultados; hablábamos de mis sentimientos, de mis fallos, de mi falta de concentración y de los somníferos que me habían prescrito para que pudiera dormir.

Ninguno me culpaba por nada, pero estaban preocupados y yo los entendía.

—Hablamos mucho, tonto —dije.

—Sabes a lo que me refiero —refutó él—. Lo que hizo Eíza...

—¡Que no quiero mencionarlo! —grité—. ¿Por qué, con un demonio, es tan difícil que lo entiendan?

Me di la vuelta para enfrentarlo. Siloh entró de golpe en la habitación en ese momento, se cruzó de brazos y me hizo una seña. Abandoné la pieza sin pensármelo dos veces.

Comprobé que no estaba dispuesta a charlar sobre nada que residiera en mi interior; no porque ellos no me importaran, sino porque... porque decirlo, repetirlo, pensarlo... era como volver a estar presente.

Oí cómo Siloh reprendía a su hermano por ser tan torpe, y oí también cómo Sam se disculpaba. Me metí en el baño y pegué la espalda en la puerta. Mientras me deslizaba hacia el suelo, cubriéndome la cara con las dos manos, contuve el aire para que mi cuerpo, al menos por un segundo, dejase de sentir.

Cuando necesité de oxígeno, ya tenía el rostro cubierto de lágrimas.

*

Fui la prueba tangible de que el mundo no te ayudará a resolver tus errores; fui mi propia manera de comprobar que la soledad es tu mejor amiga para encontrarte. También me sentí la mejor de las razones por las cuales uno debe de enfrentar la realidad.

Algo entró en mis pulmones cuando vine a dormir esta noche, luego de que se hiciera totalmente pública la noticia sobre la impunidad en el castigo de Eíza. Incluso habían salido a la luz sus antiguas cargas, las que también quedaron a la deriva.

—Destrucción deliberada —dije, para mis adentros, y escribí lo mismo en mi portátil.

Tenía que entregar mi propuesta la semana entrante. Curiosamente, la misma semana en la que Sam se marchaba. Teníamos planeado pasarlo en el chalet de sus tíos, en Brandford Point.

Miré el reloj de mi computadora, preguntándome si él todavía estaría despierto; el departamento constaba de tres habitaciones y un tercer cuarto, más pequeño que los otros, donde Siloh pensaba montar una pequeña biblioteca. Mi madre no estaba de acuerdo con que yo viviera bajo el mismo techo que mis amigos (no quería aceptarlo, pero era cuestión de ego). Le prometí que era temporal. Omití decirle que Siloh era una de las tres personas con las que me sentía cómoda.

Sam no era ni la primera ni la segunda. A su lado me sentía patética. No dejaba de imaginar una realidad paralela en la que él se olvidaba de mí y lograba tener una vida digna de sus decisiones. Sin manchas. Sin dificultades.

Me mordí el labio inferior tras comprobar que eran casi las dos, y abandoné la cama, descalza, segura de que a Sam no le molestaría si interrumpía su sueño; como había hecho un par de veces en estos días, me metí a hurtadillas en su habitación y luego en su cama. A comparación de las mías, sus sábanas eran tan tibias que mi piel se relajó al instante de envolverme en ellas. Él se despertó con un movimiento de sorpresa, aunque me agradó pensar que estaba esperándome.

Después de la semana pasada, no había vuelto a mencionar mi silencio.

—Hay algo que necesito pedirte —le dije, una vez que recargué la mejilla en su torso, recubierto por la camisa de algodón que conformaba su pijama. Él emitió un gruñido—. Sé que es complicado comprender por qué no les digo nada. A ti y a nadie —susurré—. Así que esta semana quiero dedicarlo a explicarte, pero en silencios.

—Loca —musitó Sam, con la voz más ronca por el sueño—. Continúa.

—Resulta que hace tres días que no he tomado somníferos. Y es, gracias al cielo, porque abrí un poco los ojos cuando supe lo que hizo el cobarde de Eiza. Le debo el hecho de que no puedo confiar en el sistema de justicia de este país...

—Del mundo —me corrigió Sam.

Sonreí en contra de su pecho, apretándome contra él. Era tan cálido que el frío de febrero se me escurrió por las piernas, como si estuviera huyendo.

Cerré los ojos, acunándome en sus brazos, y respiré profundo su olor.

—Bueno, del mundo —concordé—. Pero también sé que no puedo hacer justicia por mi propia mano. —Sam hizo una inspiración muy honda. Al tiempo que ponía su palma derecha en mi espalda, para afianzar su agarre en mi cuerpo, mi vientre sufrió un espasmo lleno de violencia—. Quiero intentar hablar con Linda sobre ello.

—Me alegro mucho —dijo él.

—Ahora sí, aquí viene la parte dolorosa —reí. Levanté la cabeza y, en la penumbra de la habitación, busqué la mirada de Sam. Sus ojos estaban oscuros dentro de la falta de luz. Me bastó con saber que estábamos muy cerca. Sus dedos acariciaron mi mejilla—. No tienes que esperar por mí ni ser paciente. Puedes hacer tu vida. Enamorarte. Casarte. Qué sé yo. Vivir.

Una sonrisa triste se dibujó en sus labios.

Me comprendía.

Él sabía por qué lo estaba diciendo.

—Pen... —protestó.

Le puse los dedos en los labios, porque sabía que iba a negarse. Pero aquello formaba parte de mi decisión.

Lo primero es aceptar que esto no es justo para él desde ningún ángulo.

—Estoy tratando de dejarte ir —dije, en un sonido lastimero.

Al negar con la cabeza, e incorporándose junto conmigo, sentí que acunaba mi rostro entre sus manos. Me arrodillé, presa del pánico que se me venía encima muy seguido. Nadie lo entendía.

Y yo no tenía manera de explicarlo.

—El apoyo que yo quiero darte no depende de si me correspondes o no; es una decisión que tomé: porque soy tu amigo, aunque no haya nada más. ¿En qué mundo un amigo abandona a otro en situaciones como estas?

Intenté volver a la cama para hacerme una bolita, temerosa de ponerme a llorar otra vez, por enésima, en aquella semana. Tenía mucha suerte; en las clases los episodios reminiscentes casi no se presentaban. Probablemente mi concentración y voluntad tenían que ver, pero, delante de Sam...

Cuando hablaba con él o lo tenía cerca, quería ser la mejor persona del mundo.

—Vamos a tratar una cosa —propuso, acostándose y mirándome. Me acomodó el cabello a los lados del rostro. Desde mi postura, vi que se relamía los labios—. Ahora que me vaya, voy a intentar salir con alguien. Si eso te dará la certeza de que no estoy en pausa por tu culpa.

Salir con alguien.

Con otra.

Tragué saliva. Un sentimiento de ardor se formó en mi garganta. Estaba celosa de una propuesta. Celosa de un futuro que podría no ser el mío.

—Suena horrible si lo dices así, Samuel.

—Porque es horrible, Penélope —suspiró él—. No quiero buscar ser paciente con nadie más. Quiero ser paciente contigo. —Frotó la punta de mi nariz con la suya—. Tampoco quiero enamorarme —susurró, su aliento tibio golpeando mis labios—. Ya estoy enamorado de ti —dijo, casi podía ver cómo chispeaban sus ojos, llenos de alborozo y seguridad. Apreté los párpados ante la inyección de alegría—. En cuanto a lo de casarme y el resto de tus sugerencias, ya veré sobre la marcha.

Dejé la mano en su nuca, en el nacimiento de su cabello lacio; era suave como una manta, calentito como una hoguera. Levanté un poco la cara y apoyé los labios en su boca. Saboreé la sensación de arrobo esparcirse por toda mi cara. Sam tardó un poco en responder.

En cuanto lo hizo, me di cuenta de que sus besos apaciguaban las mareas de mi océano interior.

La sesión de caricias en la oscuridad se prolongó por varios minutos; él era muy paciente, pero noté que le costaba mucho volver a recostarse y abrazarme simplemente para que nos quedáramos dormidos.

—No me merezco nada de esto —musité, al escuchar su respiración acompasada.

—Todos merecemos que nos amen —dijo él, repantigándose—. Hazme el favor de no jugar tanto con mi autodominio —gruñó, luego de acomodarse para no aplastarme—. Hace frío y tú eres pequeñita, tibia y muy suave. Me lo pones demasiado difícil.

Metí la mano derecha por debajo de su camiseta, para probar el terreno de sus músculos, en la espalda, en la cintura y su abdomen. Después escuché que, con mis caricias sobre su piel, se había quedado dormido.

Admiré varios instantes la oscuridad de la pieza, el silencio de Sam, el olor de su cercanía. Ninguna sombra se parecía a nada que me diera miedo; ningún recuerdo venía para causarme terror nocturno; ningún ente maligno acechó en los rincones mientras me repetía a mí misma que sobrevivir es la primera parte de la historia de amor eterno de la que todos debemos ser protagonistas.

Esto, las desgracias, son como estar en lo más profundo de una laguna sin saber nadar. Tu instinto te dice que te impulses hacia arriba —lejos de ellas—, que busques la luz y que abandones la presión del agua que te oprime el pecho; tus manos se mueven lento, tu cuerpo se niega a cooperar y tu mente comienza a nublarse.

Pero de pronto, después de no rendirte, llegas a la superficie y todo cobra sentido.

Incluso el dolor.

Empecé a conciliar el sueño con una idea rondándome la mente: yo me enamoré de Nash una vez. Fue un enamoramiento muy fugaz y enfermo. Era un amor como el de Hamlet y Ofelia; ese amor que te mata despacio, en cámara lenta. Y la verdad es que yo no quise morirme; ni entonces ni ahora. Quería vivir con todo y mis errores. No para demostrarle al mundo que iba a olvidarlo a él, sino para demostrarme a mí misma que estuvo a punto de destruirme. Pero que aprendí a nadar...

Y que no me ahogué a su lado. 

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