VILLETTE

Von DorissRojas

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Lucy Snowe, sin familia, sin dinero, sin posición, entra a trabajar en un internado en una ciudad extranjera... Mehr

NOTA
CAPÍTULO I. BRETTON
CAPÍTULO II. PAULINA
CAPÍTULO III. LOS COMPAÑEROS DE JUEGOS
CAPÍTULO IV. LA SEÑORITA MARCHMONT
CAPÍTULO V. PASANDO PÁGINA
CAPÍTULO VI. LONDRES
CAPÍTULO VII. VILLETTE
CAPÍTULO VIII. MADAME BECK
CAPÍTULO IX. ISIDORE
CAPÍTULO X. EL DOCTOR JOHN
CAPÍTULO XI. EL CUARTITO DE LA PORTERA
CAPÍTULO XII. EL COFRECILLO
CAPÍTULO XIII. UN ESTORNUDO A DESTIEMPO
CAPÍTULO XIV. LA FÊTE
CAPÍTULO XV. LAS LARGAS VACACIONES
CAPÍTULO XVI. LOS DÍAS DE ANTAÑO
CAPÍTULO XVII. LA TERRAZA
CAPÍTULO XVIII. DISCUTIMOS
CAPÍTULO XIX. CLEOPATRA
CAPÍTULO XX. EL CONCIERTO
CAPÍTULO XXI. REACCIÓN
CAPÍTULO XXII. LA CARTA
CAPÍTULO XXIV. MONSEIUR DE BASSOMPIERRE
CAPÍTULO XXV. LA PEQUEÑA CONDESA
CAPÍTULO XXVI. UN ENTIERRO
CAPÍTULO XXVII. EL HOTEL CRÉCY
CAPÍTULO XVIII. LA LEONTINA
CAPÍTULO XXIX. LA FÊTE DE MONSIEUR
CAPÍTULO XXX. MONSIEUR PAUL
CAPÍTULO XXXI. LA DRÍADE
CAPÍTULO XXXII. LA PRIMERA CARTA
CAPÍTULO XXXIII. MONSIEUR PAUL CUMPLE SU PROMESA
CAPÍTULO XXXIV. MALÉVOLA
CAPÍTULO XXXV. FRATERNIDAD
CAPÍTULO XXXVI. LA MANZANA DE LA DISCORDIA
CAPÍTULO XXXVII. BRILLA EL SOL
CAPÍTULO XXXVIII. NUBES
CAPÍTULO XXXIX. VIEJOS Y NUEVOS CONOCIDOS
CAPÍTULO XL. LA PAREJA FELIZ
CAPÍTULO XLI. FAUBOURG CLOTILDE
CAPÍTULO XLII. FINIS
SOBRE LA AUTORA

CAPÍTULO XXIII. VASTÍ

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Von DorissRojas


¿He dicho que me preguntaba tristemente? No; una nueva influencia empezó a cambiar mi vida,

poniendo freno a la tristeza durante algún tiempo. Imagina, lector, una profunda hondonada, envuelta

en nieblas y penumbras, en el rincón más secreto del bosque; su hierba es húmeda, y su vegetación

pálida y fría. Una tormenta o un hacha abre un surco de gran anchura entre los robles; la brisa penetra

en él; el sol lo calienta con sus rayos; la triste y fría hondonada se transforma en una copa profunda y

brillante; el verano derrama sobre ella el esplendor azul y la luz dorada de su hermoso cielo, que la

hambrienta depresión del terreno no ha visto jamás.

Abracé un nuevo credo... la fe en la felicidad.

Habían pasado tres semanas desde la aventura del desván, y yo guardaba en la cajita, el pequeño

cofre y el cajón del piso superior cuatro compañeras de esa primera carta, escritas con la misma

pluma, selladas con el mismo lacre, llenas del mismo aliento vital; o eso me parecía entonces. He

vuelto a leerlas años después; eran cartas risueñas y amables, pues las había escrito una persona

alegre; en las dos últimas, había tres o cuatro líneas de despedida medio festivas, medio tiernas,

«teñidas, pero no dominadas, por el sentimiento». El tiempo, querido lector, acabó convirtiéndolas en esa dulce bebida, pero cuando probé por primera vez su elixir, recién salido de un manantial tan

venerado, me pareció el zumo de una cosecha divina: un néctar que Hebe podría servir, y los

mismos dioses ensalzar.

Recordando lo escrito algunas páginas atrás, ¿le interesa saber al lector cómo respondí a esas

cartas: bajo el seco e implacable control de la Razón u obedeciendo al vívido y generoso impulso del

Sentimiento?

A decir verdad, compaginé ambos; serví a dos amos: me postré en el templo de Rimón, y sentí

cómo mi corazón se enardecía ante un altar diferente. Escribí dos respuestas a esas cartas: una para

desahogarme, otra para que Graham la leyera.

En primer lugar, el Sentimiento y yo expulsábamos a la Razón, y cerrábamos a cal y canto la

puerta de mi corazón. Luego nos sentábamos, extendíamos el papel, mojábamos la impaciente pluma

en el tintero y, con enorme placer, dejábamos que mi corazón se sincerase. Cuando terminábamos de

hacerlo... cuando llenábamos dos hojas con palabras desbordantes de cariño y gratitud (de una vez

para siempre, quisiera negar en este paréntesis, con el mayor desdén, cualquier malévola sospecha de

lo que llaman «sentimientos apasionados»: las mujeres no albergan esa clase de sentimientos cuando,

desde el comienzo, y a lo largo de una amistad, han tenido siempre el convencimiento de que hacerlo

sería cometer un terrible disparate; nadie se arroja en brazos del Amor hasta que ha visto, o ha soñado

ver, la estrella de la Esperanza elevándose por encima de las turbulentas aguas del Amor), cuando,

como iba diciendo, había expresado mi afecto incondicional y profundamente respetuoso —un afecto

que quería atraer para sí y soportar cuanto hubiera de doloroso en el destino del ser querido, y que, de

haber podido, habría absorbido y alejado las tormentas y los rayos de una existencia contemplada con

entrega y solicitud—, justo en ese instante, se abrían de par en par las puertas de mi corazón, e

irrumpía la Razón, poderosa y vengativa, me arrebataba la carta, la leía, la miraba con desprecio, la

rompía, volvía a redactarla, la doblaba, la sellaba, escribía el nombre y la dirección del destinatario, y

le enviaba una escueta misiva de una hoja. Hacía bien.Yo no vivía solamente de cartas: recibía visitas, se preocupaban de mí; una vez a la semana me

invitaban a La Terrasse, donde siempre me recibían con cariño. El doctor Bretton no dejó de

explicarme por qué se mostraba tan amable conmigo: «Para que la monja siga lejos», afirmó. Estaba

decidido a disputar con ella su presa. Según me dijo, le profesaba una feroz antipatía, sobre todo

debido al velo blanco y a sus fríos ojos grises. En cuanto se enteró de esos odiosos detalles, aseguró,

una profunda aversión le empujó a enfrentarse a ella; estaba decidido a averiguar quién era el más

listo de los dos, y lo único que deseaba era que ella volviera a visitarme en su presencia. Pero la monja

nunca lo hizo. En pocas palabras, me observaba científicamente, como a un paciente, y, al mismo

tiempo que ejercía su profesión, satisfacía su bondad natural con un tratamiento atento y cordial.

Un atardecer, el uno de diciembre, paseaba a solas por el carré; eran las seis en punto; las puertas

de la classe estaban cerradas, pero, en su interior, las alumnas aprovechaban el desbarajuste del recreo

para organizar un pequeño caos. El carré estaba sumido en la penumbra, si exceptuamos la luz rojiza

que rodeaba la estufa; las enormes puertas de cristal y los altos ventanales estaban cubiertos de

escarcha; el centelleo de las estrellas que, aquí y allá, salpicaban de luces el blanco velo invernal y

atravesaban con sus destellos la palidez de aquel bordado, ponía de manifiesto que la noche era clara,

a pesar de no tener luna. El hecho de que osara quedarme a solas, en medio de la oscuridad,

evidenciaba que mi nerviosismo se había mitigado: me acordaba de la monja, pero apenas me

inspiraba miedo; aunque la escalera que conducía, a través de la negra y tenebrosa noche, desde el

descansillo hasta el grenier embrujado estaba a mis espaldas. Sin embargo, reconozco que me latió el

corazón y me tembló el pulso cuando de repente oí una respiración y un frufrú y, dándome media

vuelta, divisé en la penumbra de los escalones una sombra aún más oscura... una silueta que se movía

y descendía por ellos. Se detuvo unos instantes en la puerta de la classe, y luego se deslizó por delante

de mí. Simultáneamente, se oyó el estruendo de la lejana campanilla de entrada. Los sonidos reales

alejan las sensaciones irreales: aquella figura era demasiado rechoncha para ser mi delgada y adusta

monja; no era más que madame Beck haciendo su trabajo.

—¡Mademoiselle Lucy! —gritó Rosine, entrando bruscamente, lámpara en mano, desde el pasillo—. On est là pour vous au salon. (La esperan en el salón.)

Madame me vio, yo vi a madame, Rosine nos vio a las dos; pero tanto ella como yo fingimos lo

contrario. Fui directamente al salón. Confieso que encontré a quien esperaba... al doctor Bretton; pero vestía de etiqueta.

—El carruaje está en la puerta —exclamó—; mi madre lo ha enviado para que me acompañe al

teatro; pensaba ir ella, pero se lo ha impedido una visita. En seguida me ha dicho: «Lleva a Lucy en mi

lugar». ¿Desea ir?

—¿En este instante? No estoy arreglada —respondí, mirando con desesperación mi oscuro traje de

lana.

—Tiene media hora para vestirse. La habría avisado antes, pero no tomé la decisión de ir hasta las

cinco, cuando me enteré de que iba a ser un auténtico régal(placer) la presencia de una gran actriz.

Y dijo un nombre que me emocionó... un nombre que en aquellos tiempos emocionaba a Europa.

Ahora nadie habla de él: sus ecos, antes agitados, han enmudecido; la mujer que lo llevaba descansa

para siempre: hace mucho que la noche y el olvido cayeron sobre ella; pero entonces su estrella —la

estrella de Sirius — brillaba ardiente y luminosa en lo más alto del cielo.

—Le acompañaré; estaré lista en diez minutos —prometí.

Y eché a correr, sin que se me ocurriera pensar lo que tal vez estés pensando, lector: que ir a

cualquier lugar con Graham y sin la señora Bretton podía resultar censurable. Yo habría sido incapazde concebir, y mucho menos de transmitir a Graham esa idea... ese escrúpulo... sin correr el riesgo de

despreciarme sin piedad; de encender en mi interior un fuego de vergüenza tan abrasador y tan terrible

que muy pronto habría destruido la vida que corría por mis venas. Además, mi madrina, conociendo a

su hijo y conociéndome a mí, habría encontrado tan absurdo hacer de carabina con un par de hermanos

como vigilar con inquietud nuestras idas y venidas.

No me pareció oportuno engalanarme demasiado; mi traje de crepé color pardo sería suficiente, y

lo busqué en el gran armario de roble del dormitorio, donde colgaban al menos cuarenta vestidos. Pero

había habido cambios y reformas, y alguna mano innovadora había hecho limpieza en el guardarropa y

se había llevado diversos trajes al grenier... entre otros, el mío de crepé. Tenía que ir a buscarlo. Cogí

la llave y empecé a subir sin miedo, casi maquinalmente. Abrí la puerta y entré bruscamente. No sé si

el lector me creerá, pero el desván no estaba tan oscuro como debería haber estado: en un rincón

brillaba una luz esplendorosa, como una estrella de gran tamaño. Resplandecía de tal modo que

iluminaba el profundo hueco donde colgaba una parte de la descolorida cortina escarlata. Instantánea y

silenciosamente, la luz desapareció, al igual que el hueco y la cortina: todo aquel extremo del desván

se volvió negro como la noche. No me atreví a investigar; no tenía tiempo ni ganas de hacerlo;

agarrando mi vestido, que colgaba en la pared, por fortuna cerca de la puerta, salí deprisa y corriendo,

cerré atropelladamente la puerta y bajé como una flecha hasta el dormitorio.

Pero temblaba demasiado para vestirme; era incapaz de peinarme o de abrocharme los corchetes,

así que llamé a Rosine y le ofrecí una propina si me ayudaba. A Rosine le encantaban los pequeños

sobornos, de modo que trabajó con esmero; alisó y trenzó mi pelo tan bien como un coiffeur(peluquero), colocó

el cuello de encaje exactamente en su sitio, ató a la perfección la cinta del cuello: en resumen,

cumplió con sus tareas como la hacendosa Phillis que podía ser cuando quería. Después de darme el

pañuelo y los guantes, cogió una vela y me guió por las escaleras. Como había olvidado mi chal,

corrió a buscarlo; y yo me quedé con el doctor John, esperando en el vestíbulo.

—¿Qué ocurre, Lucy? —preguntó Graham, clavando su mirada en mí—. Percibo el viejo

nerviosismo. ¿La monja de nuevo?

Pero yo lo negué rotundamente: me molestaba ser sospechosa de una segunda alucinación. Él se

mostró escéptico.

—Ha vuelto, estoy seguro —prosiguió—; cuando esa figura se cruza con sus ojos, Lucy, deja en

ellos un brillo peculiar y una expresión inconfundible.

—No, no ha vuelto —insistí, pues lo cierto es que no mentía al negar su aparición.

—Los síntomas se repiten —afirmó—; una extraña palidez, y lo que en Escocia llaman un aire de

«resucitada».

Era tan obstinado que preferí decirle lo que había visto en realidad. Por supuesto, decidió que era

otro efecto de la misma causa: todo era una ilusión óptica, una enfermedad nerviosa... Yo no le creí;

pero tampoco osé contradecirle: los médicos son tan presuntuosos, y sus opiniones, sarcásticas y

materialistas, tan inflexibles.

Rosine trajo mi chal y me metieron a empujones en el carruaje.

El teatro estaba abarrotado... lleno hasta los topes; reyes y nobles se encontraban allí; palacios y

mansiones se hallaban desiertos, y sus habitantes atestaban aquellas gradas silenciosas. Me sentí un

ser privilegiado por tener un asiento delante del escenario; estaba impaciente por ver a una mujer cuyo

prestigio me había hecho albergar las más curiosas expectativas. Me preguntaba si justificaría su

fama: aguardé con extraña curiosidad, con severo y austero sentimiento, pero con enorme interés.Jamás había visto un modelo de esa naturaleza: un planeta nuevo y gigantesco; pero ¿cómo sería?

Esperé a que saliera.

Salió aquella noche de diciembre, a las nueve: la vi aparecer en el horizonte. Brillaba todavía con

pálida grandiosidad; pero aquella estrella estaba a las puertas del Día del Juicio. De cerca, era un caos:

el rostro demacrado, los ojos hundidos; una órbita declinando o casi moribunda... mitad lava, mitad

resplandor.

Había oído decir que era una mujer «poco agraciada», y esperaba un físico esquelético y adusto:

alguien grande, de facciones angulosas y tez cetrina. Lo que vi fue la sombra de la majestuosa Vastí :

una reina, antaño hermosa como el día, y ahora pálida como el ocaso y consumida como la cera bajo la

llama.

Durante un rato —un largo rato— pensé que sólo era una mujer, aunque una mujer única, que se

movía con gracia y autoridad ante aquella multitud. No tardé en reconocer mi error. Percibí algo en

ella que no era propio de un hombre ni de una mujer: en cada uno de sus ojos había un demonio.

Aquellas fuerzas maléficas la empujaban hacia la tragedia, y sostenían sus escasas energías, pues no

era más que una frágil criatura; y, a medida que la acción avanzaba y la agitación crecía, ¡con qué

violencia se desataban en ella sus pasiones infernales! Escribían INFIERNO en su frente despejada y

altiva. Afinaban su voz con una nota atormentada. Deformaban su regio rostro hasta convertirlo en un máscara demoníaca. Y allí estaba la encarnación del Odio, del Asesinato y de la Locura.

Era una visión maravillosa: una formidable revelación.

Era un espectáculo mezquino, horrible, inmoral.

Hombres atravesando a sus enemigos con la espada, y muriendo ahogados en su propia sangre en

el campo de batalla; toros corneando caballos destripados... un aderezo más suave para el paladar

humano que siete demonios despedazando a Vastí: demonios que gritaban furibundos y destrozaban la

casa en la que habitaban, pero que seguían negándose a ser exorcizados.

El sufrimiento había golpeado a aquella emperatriz de la escena; y Vastí aparecía ante su público

sin ceder ante el dolor, ni soportarlo, ni, en cierta medida, resentirse de él: atrapada en la lucha, rígida

en la resistencia. No iba vestida, sino envuelta en unos pliegues pálidos y venerables, largos y

regulares como los de una escultura. El fondo, el entorno y el suelo, del más oscuro color carmesí,

hacían resaltar su figura, blanca como el alabastro... como la plata: será mejor decir como la Muerte.

¿Dónde estaba el pintor de Cleopatra? Que viniera y se sentara a estudiar esa visión tan diferente.

Que buscase allí la poderosa musculatura, la sangre abundante, las carnes rollizas que veneraba: que todos los materialistas se acercaran a mirar.

He dicho que no se resentía del dolor. No; esa palabra es demasiado débil, sería una mentira. Para

ella, el sufrimiento tiene vida propia, y lo considera algo que se puede atacar, suprimir, despedazar.

Ella es casi insubstancial, pero se aferra al conflicto con abstracciones. Ante la calamidad es una

tigresa; desgarra sus infortunios, y los hace temblar de convulso horror. Los padecimientos, en su

opinión, no llevan consigo el bien; las lágrimas no riegan una cosecha de sabiduría; y contempla la

enfermedad y la muerte con ojos de rebelde. Quizá sea perversa, pero también fuerte; y su fuerza ha

conquistado la Belleza, se ha apoderado de la Gracia, y ha conseguido atarlas a su lado, cautivas de

incomparable hermosura, tan dóciles como bellas. Incluso en el instante de mayor frenesí, cada

movimiento de ménade resulta regio, solemne, majestuoso. Sus cabellos, ondeando al viento en la

diversión o en la guerra, siguen siendo los de un ángel, esplendorosos bajo la aureola. Caída,

insurgente, desterrada, Vastí recuerda el cielo contra el que se rebeló. La luz del paraíso, siguiendo su exilio, atraviesa todos los confines y revela su funesta lejanía.Coloca ahora a Cleopatra, o a cualquier otra holgazana, delante de ella como si fuera un obstáculo,

y verás cómo se abre camino entre la masa carnosa, al igual que hizo la cimitarra de Saladino a

través de los almohadones caídos. Que Petrus Paulus Rubens se levante de entre los muertos, salga de

su mortaja y traiga ante Vastí todo el ejército de sus rollizas mujeres. Los poderes mágicos o el don de

profecía de la vara de Moisés podrían, de repente, separar y volver a unir un mar, aplastando al

poderoso ejército con las murallas de agua.

Vastí no era buena, según me contaron; y ya he dicho que tampoco lo parecía: era un espíritu, pero

venido de Tófet. Pues bien, si tanta fuerza impura consigue elevarse desde las profundidades, ¿no

puede un efluvio similar de esencia sagrada descender un día de las alturas?

¿Qué pensaba el doctor Graham de aquella criatura?

Durante largos intervalos me olvidé de mirar su expresión, o de preguntarle qué le parecía. El

intenso magnetismo del genio alejó mi corazón de su órbita habitual; el girasol se volvió desde el sur

hacia una luz más brillante, que no procedía del sol: una luz rojiza, de cometa... que quemaba los ojos

y los sentidos. No era la primera vez que asistía a una representación, pero jamás había visto actuar

así: de un modo que asombraba a la Esperanza y silenciaba al Deseo; que tomaba la delantera al

Impulso y hacía palidecer a la Concepción; que, en lugar de limitarse a irritar la imaginación con la

idea de lo que podía hacerse, crispando al mismo tiempo los nervios porque no se hacía, revelaba una

fuerza semejante a la de un profundo y caudaloso río invernal que llevara el alma, como si fuera una

hoja, por la violenta y acerada corriente de sus atronadoras cataratas.

La señorita Fanshawe, con su acostumbrada madurez, afirmaba que el doctor Bretton era un

hombre serio y apasionado, demasiado severo y demasiado impresionable. Nunca me pareció así: no

podía achacarle esos defectos. Su actitud natural no era reflexiva, ni su temperamento sentimental; era

tan sensible como el agua ondulante, aunque, al igual que el agua, podía ser también muy insensible:

la brisa, el sol, le conmovían; ni el metal ni el fuego dejaban su huella en él.

El doctor John podía pensar, y lo hacía con inteligencia, pero era más un hombre de acción que un

pensador; podía sentir, y, a su manera, sentía vívidamente, pero a su corazón le faltaban los acordes

del entusiasmo: a las influencias brillantes, suaves y dulces, sus ojos y sus labios les daban una

bienvenida brillante, suave y dulce, tan hermosa para la vista como el color rosa, plata, perla y púrpura

de las nubes veraniegas; pero lo que pertenecía a la tempestad, lo que era salvaje e intenso, peligroso,

repentino, violento, no le inspiraba la menor simpatía, ni podía comulgar con él. Cuando en un

momento de descanso decidí mirarlo, me divirtió y ayudó a comprender ciertas cosas descubrir que no

observaba a aquella siniestra y soberana Vastí con asombro, adoración o disgusto, sino simplemente

con intensa curiosidad. Su desesperación no le apenaba, sus violentos gemidos —peores que un

alarido— no le conmovían; su furia le inspiraba repulsión, pero no llegaba a horrorizarle. ¡Frío y

joven britano! Los blancos acantilados de su propia Inglaterra no contemplan las mareas del Canal con más calma que él al mirar la pítica  inspiración de aquella noche.

Examinando su rostro, deseé conocer con exactitud su opinión y acabé haciéndole una pregunta

para descubrirla. Al oír mi voz, pareció despertar de un sueño; pues había estado enfrascado, muy

enfrascado, en sus pensamientos.

—¿Le gusta Vastí? —quise saber.

—¡Um! —fue su primera y apenas articulada, pero expresiva respuesta.

Y una sonrisa extraña se dibujó en sus labios... una sonrisa crítica, ¡casi despiadada! Supongo que

esa clase de naturalezas no despertaban en él la menor simpatía. En pocas palabras, me dijo lo que

pensaba de aquella actriz; no la juzgaba como artista sino como mujer: y su juicio era infamante.Aquella noche quedó marcada en el libro de mi vida con una cruz que no era blanca sino de un rojo

encendido. Pero todavía no había llegado a su fin; y otros recuerdos estaban destinados a grabarse en

mi memoria con tinta indeleble.

Hacia la medianoche, cuando la tragedia llegaba a su clímax con la escena de la muerte, y todos

contenían el aliento, e incluso Graham se mordía el labio inferior, fruncía el ceño y se quedaba

paralizado en su butaca; cuando todo el teatro guardaba silencio, y todas las miradas estaban

pendientes de un solo punto, y todos los oídos del mismo lugar... y no se veía nada más que una forma

blanca, hundida en un asiento, luchando temblorosa contra su último, más odiado y victorioso

enemigo... y no se oía nada más que su agonía, sus estertores indómitos, sus jadeos aún desafiantes;

cuando una voluntad inquebrantable sacudía un cuerpo moribundo, y le empujaba a luchar contra el

destino y la muerte, a pelear por cada pulgada de terreno, a vender cara cada gota de sangre, a resistir

hasta el final el expolio de cada facultad, deseando ver, oír, respirar, vivir... más allá del instante en

que la muerte dice a nuestros sentidos y a nuestro ser:

—¡Aquí ha terminado todo!

Justo en ese momento, se oyó un revuelo cargado de presagios entre bastidores... el sonido de

unos pies que corrían, de unas voces que hablaban. Todo el mundo se preguntó qué ocurría. Unas

llamas y el olor a humo sirvieron de respuesta.

—¡Fuego! —gritaron en la galería.

—¡Fuego! —repitieron una y otra vez.

Y entonces, en menos tiempo del que necesita la pluma para escribirlo, se desató el pánico, y

empezaron las carreras, los empujones... un caos ciego, egoísta, cruel.

¿Y el doctor John? Todavía me parece estar viéndolo, con su aire tranquilo y animoso.

—Lucy se quedará sentada, lo sé —dijo, mirándome con la misma serena bondad y tranquila

firmeza que le había visto cuando me sentaba a su lado en la calma segura de la casa de su madre.

Sí, creo que para atender su ruego habría seguido inmóvil bajo un alud de rocas; si bien es cierto

que, en aquellas circunstancias, mi instinto me pedía seguir sentada; y, aunque me hubiera costado la

vida, no me habría movido para estorbarle, contrariar su voluntad o atraer su atención. Estábamos en

el patio de butacas y, durante unos minutos, tuvimos que soportar los más terribles y violentos

empujones.

—¡Qué aterrorizadas están las mujeres! —exclamó—. Pero, si los hombres no lo estuvieran

también, se podría mantener el orden. Es un espectáculo lamentable: en este instante veo a cincuenta

bestias egoístas que tiraría al suelo si estuvieran a mi lado. Algunas mujeres son mucho más valientes

que algunos hombres. Hay una allí... ¡Válgame Dios!

Mientras Graham decía esto, una joven que estaba silenciosamente agarrada a un caballero,

delante de nosotros, fue arrancada súbitamente del brazo de su protector por un corpulento y brutal

desconocido, y arrojada a los pies de la multitud. Su desaparición no duró ni dos segundos. Graham

corrió hacia ella; él y el caballero, un hombre robusto, aunque de pelo gris, unieron sus fuerzas para

apartar a la muchedumbre; la joven parecía inconsciente: su cabeza y su larga cabellera caían hacia

atrás.

—Déjela en mis manos; soy médico —dijo el doctor John.

—Está bien, si no le acompaña ninguna dama... —respondió el caballero—. Cójala y yo abriré

paso; tenemos que sacarla al aire libre.

—Hay una dama conmigo —señaló Graham—, pero no será ningún estorbo.

Me llamó con los ojos, pues estábamos separados. Decidida, no obstante, a ir con él, penetré en labarrera viviente, y me arrastré por debajo cuando no encontré mejor manera de avanzar.

—Agárrese a mí, y no deje que nadie la separe —exclamó el doctor John; y yo le obedecí.

Nuestro guía hizo gala de fuerza y habilidad; se abrió paso como una cuña entre la densa

muchedumbre; y, con paciencia y esfuerzo, logró atravesar aquella roca de carne y de sangre —tan

sólida, caliente y sofocante— y nos condujo hasta el aire fresco y la noche helada.

—¡Es usted inglés! —dijo el caballero, volviéndose bruscamente hacia el doctor Bretton cuando

estuvimos en la calle.

—Sí, soy inglés. ¿Acaso estoy hablando con un compatriota? —replicó Graham.

—En efecto. Tenga la bondad de esperar dos minutos mientras busco mi carruaje.

—Papá, no estoy herida —musitó una voz infantil—. ¿Estoy con papá?

—Está usted con un amigo, y su padre se encuentra muy cerca.

—Dígale que no estoy herida; únicamente en el hombro. ¡Ay, mi hombro! Lo han pisado.

—Quizá lo tenga dislocado —murmuró el doctor John—. Esperemos que no tenga nada peor.

Lucy, écheme una mano.

Y le ayudé a colocar mejor el vestido y a cambiar la postura de su dolorida carga. Ella reprimió un

quejido, y siguió en sus brazos, silenciosa y paciente.

—Qué poco pesa —dijo Graham—, ¡igual que una niña! —¿Es una niña, Lucy? —me preguntó al oído—. ¿Se ha fijado en su edad?

—No soy una niña. Tengo diecisiete años —protestó su paciente con modestia y dignidad, antes de añadir—: Dígale a papá que venga; estoy preocupada.

El carruaje se detuvo junto a ellos; el caballero relevó a Graham; pero, al cambiar de brazos, la

joven se hizo daño y gimió de nuevo.

—¡Querida! —exclamó el padre con ternura; y, volviéndose hacia Graham, agregó—: ¿Ha dicho

usted que era médico?

—Sí, soy el doctor Bretton, de La Terrasse.

—Bien. ¿Quiere subir a mi carruaje?

—El mío está muy cerca: iré a buscarlo y le acompañaré.

—Le ruego, entonces, que nos siga —y le dio su dirección—: Hôtel Crécy, en la rue Crécy.

Fuimos tras ellos; el carruaje avanzaba muy deprisa, y Graham y yo apenas hablamos. Aquello

parecía una aventura.

Como perdimos algún tiempo buscando nuestro équipage(carruaje) , llegamos al Hôtel de Crécy unos diez

minutos más tarde que aquellos desconocidos. No se trataba de una posada, sino de lo que los

extranjeros llaman hotel: un elegante edificio de gran altura con varias viviendas en su interior; tenía

un arco gigantesco en la entrada, que conducía a través de un camino abovedado hasta un patio central.

Nos apeamos del carruaje, subimos una hermosa escalinata y nos detuvimos en el segundo piso,

ante el Número 2; según me informó Graham, la primera planta la ocupaba no sé qué prince ruse. Al

tocar la campanilla en una segunda puerta, de considerable tamaño, nos invitaron a entrar en una serie

de estancias bellamente decoradas. Después de ser anunciados por un criado de librea, entramos en un

salón en cuya chimenea ardía un fuego inglés y en cuyas paredes resplandecían varios espejos

extranjeros. Cerca de la lumbre, había un pequeño grupo: una figura menuda hundida en un sillón, una

o dos mujeres atendiéndola, y el caballero de pelo gris plomizo mirándola preocupado.

—¿Dónde está Harriet? Me gustaría que viniera Harriet —musitó la voz infantil.

—¿Dónde está la señora Hurst? —preguntó el caballero con impaciencia, dirigiéndose con ciertaseveridad al criado que nos había dejado entrar.

—Lamento decirle que está fuera de la ciudad, señor; la señorita le dio permiso para que se

ausentara hasta mañana.

—Sí... es cierto... lo hice. Ha ido a visitar a su hermana; le dije que podía ir, ahora lo recuerdo —

exclamó la joven—; pero lo siento muchísimo, pues Manon y Louison no entienden una sola palabra

de lo que digo y, sin querer, me hacen daño.

El doctor John y el caballero se saludaron; mientras conversaban unos minutos, me acerqué al

sillón y, comprendiendo lo que la débil muchacha deseaba, me apresuré a ayudarla.

Seguía atendiendo sus indicaciones cuando Graham se aproximó; era tan buen cirujano como

médico y, después de reconocer a la paciente, decidió que no era necesario consultar con nadie más

para tratar aquel caso. Ordenó que llevaran a la joven a su habitación, y me dijo al oído:

—Vaya con las mujeres, Lucy; parecen bastante inútiles; por lo menos puede dirigir sus

movimientos y ahorrar un poco de sufrimiento a la joven. Hay que tratarla con mucha delicadeza.

El dormitorio era una estancia sombría, con cortinajes azul pálido de vaporosa muselina; la cama

me pareció de niebla y copos de nieve: inmaculada, suave, etérea. Impidiendo que las mujeres se

acercaran, desvestí a la muchacha sin su bienintencionada pero torpe ayuda. Yo no estaba lo bastante

serena para observar con todo detalle las prendas que le quitaba, pero tuve una impresión general de

refinamiento y delicadeza; cuando lo recordé más tarde, me pareció un singular contraste con los

atavíos de la señorita Ginevra Fanshawe.

La joven era una criatura pequeña y delicada, pero con una figura perfecta. Le eché hacia atrás su

abundante y fina cabellera, tan brillante y sedosa, tan exquisitamente cuidada, y tuve ante mí un rostro

juvenil, pálido, cansado, pero de gran nobleza. La frente era ancha y despejada; las cejas, suaves y

bien dibujadas, se convertían en una mera línea al acercarse a las sienes; los ojos, un maravilloso

regalo de la naturaleza —hermosos y expresivos, grandes, profundos—, parecían dominar los demás

rasgos de la cara y ser capaces, probablemente, de reflejar mucho más en otros instantes y en otras

circunstancias, aunque ahora mirasen lánguidos y doloridos. Su tez era muy blanca, las pequeñas

venas de su cuello y de sus manos recordaban a los pétalos de una flor. El fino barniz de hielo del

orgullo daba brillo a ese delicado exterior, y sus labios exhibían un gesto desdeñoso; no hay duda de

que era innato e inconsciente, pero, de haberlo visto por primera vez acompañado de salud y de

ostentación, me habría parecido injustificado, y habría demostrado que la pequeña dama tenía una

visión completamente equivocada de la vida y de su propia importancia.

La actitud que adoptó ante el doctor me hizo sonreír al principio: no era infantil, más bien podía

considerarse paciente y firme, pero un par de veces se dirigió a él con brusquedad, diciendo que le

hacía daño y que debía evitar causarle dolor; también vi sus grandes ojos clavados en el rostro de

Graham, los ojos serios y asombrados de una hermosa niña. No sé si él se percató: si lo hizo, tuvo la

cautela de disimularlo y de no devolverle la mirada. Creo que desempeñó su trabajo con sumo cuidado

y delicadeza, tratando de hacerle el menor daño posible; y, cuando hubo terminado, ella lo reconoció

con las palabras:

—Gracias, doctor, y buenas noches —pronunciadas con enorme gratitud.

Al decirlas, sin embargo, volvió a mirarle con aquellos ojos serios y llenos de franqueza, que me

sorprendieron por su madurez e intensidad.

Las heridas, al parecer, no eran graves: una aseveración que el padre recibió con una sonrisa de lo

más amistosa... ¡se sentía tan feliz y satisfecho! Luego expresó a Graham su agradecimiento con el

aire circunspecto de un inglés que se dirige a alguien que le ha prestado ayuda, pero que todavía noconoce; le pidió, asimismo, que regresara al día siguiente.

—Papá —dijo una voz, desde el lecho rodeado de cortinajes—, dele también las gracias a la

señorita. ¿Está ahí?

Abrí la cortina con una sonrisa y la miré. Yacía relativamente tranquila. A pesar de su palidez,

estaba muy bonita; aunque a primera vista pudiera resultar altivo, su rostro, delicadamente dibujado,

estaba lleno de dulzura.

—Le doy las gracias de todo corazón, señorita —exclamó el caballero—. Ha sido muy amable con

mi hija. No creo que nos atrevamos a decir a la señora Hurst quién la ha sustituido y ha hecho su

trabajo; se sentirá avergonzada y celosa.

Y así, del modo más amistoso, se intercambiaron los saludos de despedida; y, después de que nos

ofrecieran hospitalariamente algo de beber, y de que nosotros rehusáramos por ser muy tarde,

abandonamos el Hôtel Crécy.

En el trayecto de vuelta, pasamos por el teatro. Todo era silencio y oscuridad: la muchedumbre

que gritaba y corría había desaparecido; las farolas, al igual que el incipiente fuego, estaban apagadas

y olvidadas. Al día siguiente, los periódicos explicaron que apenas habían ardido unos cortinajes; una

chispa había iniciado el fuego, que en unos instantes se había sofocado.

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