CAPÍTULO XIX. CLEOPATRA

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Mi estancia en La Terrasse se prolongó quince días más cuando las vacaciones llegaron a su término. La señora Bretton se las ingenió para procurarme ese descanso. Después de que su hijo dictaminara un día que «Lucy no estaba aún lo bastante fuerte para volver al pensionnat», mi madrina se dirigió a la rue Fossette, tuvo una entrevista con la directora y consiguió su permiso, con el pretexto de que el reposo y el cambio eran necesarios para mi completo restablecimiento. A esto siguió, sin embargo, un acto de cortesía del que yo habría podido gustosamente prescindir; a saber: la visita de madame Beck.

Esta dama llegó un hermoso día al château en un coche de punto. Supongo que había decidido ver qué clase de lugar habitaba el doctor John. Según parece, el bonito emplazamiento y la elegante decoración interior superaron sus expectativas; madame Beck elogió todo lo que vio, declaró que el salón azul era «une pièce magnifique», me felicitó efusivamente por la adquisición de unos amigos «tellement dignes, aimables, et respectables», me dedicó, asimismo, algunos cumplidos y, cuando llegó el doctor John, corrió a saludarlo radiante, abriendo al mismo tiempo un fuego de atropelladas palabras, en las que se mezclaban felicitaciones y comentarios sobre su «château» y «madame samère, la digne châtelaine» (Una pieza magnífica [...] tan atentos, dignos y respetables [...] su mansión campestre y su noble madre, la señora de la casa.), y también sobre su buen aspecto, al que sin duda favorecía la sonrisa bondadosa y divertida con la que siempre escuchaba el francés fluido y exuberante de madame. En pocas palabras, madame brilló en todo su esplendor aquel día, y entró y salió como una verdadera girándula de cumplidos, alegría y afabilidad. Con el fin de hacerle unas preguntas sobre el internado, la seguí hasta el carruaje y miré en su interior cuando ella tomó asiento y la portezuela estuvo cerrada.

En aquella fracción de segundo, ¡qué cambio había experimentado! Unos instantes antes todo eran risas y animación; ahora se mostraba más severa que un juez y más grave que un sabio. ¡Qué mujer tan extraña! Regresé a la casa y me burlé del doctor John por la devoción que inspiraba en madame. ¡Se desternillaba de risa! ¡Cuánto alborozo reflejaban sus ojos mientras recordaba sus mejores frases y las repetía, imitando su locuacidad! Tenía un gran sentido del humor y era la mejor compañía del mundo... cuando lograba olvidar a la señorita Fanshawe.

«Sentarse al dulce y apacible sol» dicen que es excelente para las personas débiles y enfermas; les proporciona fuerza vital. Cuando la pequeña Georgette Beck se hallaba convaleciente, yo solía cogerla en brazos y pasear con ella por el jardín; y me sentaba con ella bajo una parra que el sol del mediodía hacía madurar: y sus rayos acariciaban el pálido cuerpecito de la niña con la misma sabiduría que endulzaban y engordaban los racimos de uvas. Hay temperamentos alegres, entusiastas, afables, cuya influencia resulta tan beneficiosa para los pobres de espíritu como la luz del sol para los más frágiles. Entre esas naturalezas superiores estaban sin duda el doctor Bretton y su madre. A los dos les gustaba contagiar su felicidad, al igual que otros disfrutan causando sufrimiento; y lo hacían de forma instintiva, sin el menor alboroto y, en apariencia, sin ser demasiado conscientes: complacían a los demás espontáneamente. Mientras estuve con ellos, todos los días propusieron algún pequeño plan que resultó de lo más placentero. Aunque el doctor John estaba muy ocupado, se las arreglaba para acompañarnos en nuestras pequeñas excursiones. No sé cómo atendía sus compromisos; eran muy numerosos, pero, gracias a su buena organización,conseguía tener unas horas libres todos los días. A menudo le vi trabajar duramente, pero sus esfuerzos rara vez eran sobrehumanos; y jamás estaba irritado, confundido o agobiado. Hacía cualquier cosa con la facilidad y la elegancia de quien posee fuerza suficiente para todo; con el inmenso regocijo de una energía inagotable.

Dejándome guiar por ellos, conocí, durante aquella feliz quincena, más cosas de Villette, de sus alrededores y de sus habitantes que en los ocho meses que llevaba en la ciudad. Graham me enseñó los lugares de interés, cuyos nombres ni siquiera había oído mencionar; y con inteligencia y entusiasmo me informó de cuanto debía saber. No parecía costarle nada hablar conmigo, y yo siempre disfruté escuchándolo. No trataba los temas vaga o fríamente; rara vez generalizaba, jamás resultaba aburrido.

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