CAPÍTULO XXXVII. BRILLA EL SOL

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Paulina obró muy bien al negarse a mantener correspondencia con Graham hasta que su padre
aprobara la relación, pero, viviendo a menos de una legua del Hôtel Crécy, el doctor Bretton se las
arreglaba para visitar con frecuencia a sus amigos. Estoy convencida de que los dos enamorados
tenían al principio la intención de guardar las distancias; y, aunque cumplieron su propósito no
exteriorizando su cariño, lo cierto es que sus corazones se sentían cada día más próximos.
Todo lo mejor de Graham buscaba a Paulina; cuanto había en él de noble parecía despertar y crecer
en su presencia. Supongo que el intelecto apenas tuvo que ver con su pasada admiración por Ginevra
Fanshawe, pero ahora no sólo el intelecto sino también sus gustos más elevados entraban en juego.
Éstos, como el resto de sus facultades, eran activos, necesitaban alimento, y eran sensibles a la
recompensa cuando ésta llegaba.
No puedo decir que Paulina, intencionadamente, le empujara a hablar de libros, o se propusiera
formalmente en algún momento la tarea de ganarlo para la meditación, o planease el
perfeccionamiento de su espíritu, o imaginara que él pudiese mejorar en algún sentido. Lo consideraba
perfecto; fue el propio Graham quien, al principio, por mera casualidad, mencionó un libro que había
estado leyendo y, como en la respuesta de la joven percibió una gran afinidad en sus gustos, y esto le
resultó muy placentero, siguió hablando más y mejor, quizá, de lo que nunca había hablado sobre esos
temas. Ella le escuchaba complacida, y le contestaba con animación. En cada nueva respuesta, Graham
oía una música más y más melodiosa para sus oídos; y un tono evocador, persuasivo y mágico que
abría un tesoro apenas conocido en su interior, y le descubría un poder insospechado en su espíritu y,
lo que era aún mejor, una bondad latente en su corazón. Los dos amaban el modo en que el otro se
expresaba; la voz, la dicción, la expresión les satisfacían; ambos saboreaban con entusiasmo el
ingenio que el otro desplegaba; adivinaban el sentido de sus palabras con extraña rapidez, y sus
pensamientos a menudo coincidían como dos perlas cuidadosamente elegidas. Graham rebosaba
alegría por naturaleza; Paulina no poseía ese caudal de vitalidad —si nadie la alentaba, tendía a
mostrarse seria y pensativa—, pero ahora estaba radiante; en presencia de su afable enamorado,
brillaba con una luz suave y risueña. No es fácil describir su hermosura cuando se sentía feliz, pero me
maravillaba contemplarla. En cuanto a aquella capa de hielo, aquella reserva que manifestaba, ¿dónde estaba ahora? ¡Ah! Graham no la hubiera soportado mucho tiempo; traía consigo un influjo generoso que no tardaba en deshacer la timidez y las restricciones voluntarias.
Hablaron de los días de Bretton; quizá sin ilación al principio, sonrientes y con cierta turbación,
pero luego con total franqueza y una confianza cada vez mayor. Graham había encontrado una
oportunidad mucho mejor que la que había deseado que yo le brindara; ya no necesitaba la ayuda que la desagradable Lucy le había negado; todos sus recuerdos de la «pequeña Polly» brotaban dulcemente de sus hermosos labios; ¡cuánto mejor que si los hubiera sugerido yo!
En más de una ocasión, cuando estábamos a solas, Paulina me contaba lo extraño y maravilloso
que era descubrir la riqueza y exactitud de la memoria de Graham en aquel asunto. Y cómo, al
contemplar a la joven, los recuerdos se agolpaban en su cerebro. El doctor Bretton se acordaba de una vez en que la niña le había abrazado y, acariciando sus cabellos leoninos, había exclamado: «¡Graham, te quiero mucho!». Le explicaba cómo ella colocaba un escabel a su lado y, con ayuda del muchacho, trepaba hasta sus rodillas. Decía que no había olvidado la sensación de sus manitas acariciándole las mejillas o hundiéndose en su espesa melena. Recordaba el tacto de su pequeño dedo índice apoyado, con una mezcla de miedo y de curiosidad, en la hendidura de su barbilla... y el ceceo, el aire con que hablaba de su «lindo hoyuelo», y la forma en que buscaba sus ojos y le preguntaba por qué eran tan penetrantes, al tiempo que decía que su rostro era hermoso y extraño; mucho más hermoso, mucho más extraño que el de la señora Bretton o Lucy Snowe.
—Me sorprende que, siendo tan pequeña, fuera tan atrevida —comentaba Paulina—. Graham me
parece hoy algo tan sagrado... Sus rizos son inaccesibles, y, Lucy, me invade una especie de temor
cuando observo su barbilla firme y marmórea, y sus perfectas facciones griegas. Califican de bellas a
las mujeres, Lucy; él no es una mujer, así que supongo que no es hermoso, pero entonces ¿qué es? Me
gustaría saber si los demás lo ven del mismo modo que yo. ¿Le parece apuesto, Lucy?
—Le contaré cuál es mi proceder, Paulina —repuse en una ocasión a sus numerosas preguntas—.
Nunca veo a Graham. Le miré dos o tres veces hace aproximadamente un año, antes de que me
reconociera, y luego cerré los ojos; y, aunque se cruzara conmigo doce veces al día, de no ser por la
memoria, apenas sabría describir su figura.
—¿Qué significan sus palabras, Lucy? —musitó ella.
—Significan que concedo un gran valor a la vista, y me da miedo quedarme ciega.
Era mejor darle una respuesta firme y callar para siempre las tiernas y apasionadas confidencias
que brotaban de sus labios, dulces como la miel, y en ocasiones llegaban a mis oídos, como plomo
fundido. No volvió a comentar conmigo la belleza de su enamorado.
Pero siguió hablándome de él; algunas veces tímidamente, con frases breves y apacibles; otras,
con una cadencia tierna y una música exquisita que, sin embargo, me irritaban y llenaban de tristeza;
sé que entonces le lanzaba miradas y palabras muy severas; pero, a pesar de su lucidez, tanta felicidad la había deslumbrado, y ella sólo consideraba a Lucy... caprichosa.
—¡Muchacha espartana! ¡ Orgullosa Lucy! —decía, sonriéndome—. Graham asegura que es usted
la mujercita más caprichosa y peculiar que conoce; pero es usted excelente; los dos lo pensamos.
—No tienen ni idea —exclamaba yo—. Les ruego que hablen y piensen lo menos posible en mí.
Tengo una vida aparte de la de ustedes dos.
—Pero la nuestra, Lucy, es una vida hermosa, o lo será; y usted debe compartirla con nosotros.
—No compartiré la vida de ningún hombre o mujer en este mundo, tal como entiende usted ese
concepto. Creo que tengo un amigo, pero no estoy segura; y hasta que lo esté, viviré sola.
—Pero la soledad es tristeza.
—Sí, es tristeza. La vida, sin embargo, tiene desgracias peores. El desengaño es peor que la
melancolía.
—Me pregunto, Lucy, si alguien llegará a comprenderla por completo.
Existe en los enamorados cierta pasión irracional por el egotismo; quieren tener un testigo de su
felicidad, sin importarles el precio que ese testigo deba pagar por ello. Paulina había prohibido las
cartas, pero el doctor Bretton escribía; ella estaba decidida a no contestarle, pero lo hacía, aunque
fuese únicamente para reprenderlo. Me mostró esas misivas; con algo de la obstinación de niña
mimada, y de la altivez de rica heredera, me obligó a leerlas. Al ver las palabras de Graham, apenas
me extrañé de su exacción, y comprendí su orgullo: eran cartas magníficas, varoniles y cariñosas,
modestas y galantes. Las de Paulina debieron de parecerle a él maravillosas. No las había escrito para
mostrar su talento; y menos aún, en mi opinión, para expresar su amor. Al contrario, parecía haberse
impuesto la tarea de ocultar ese sentimiento, y refrenar el ardor de su enamorado. Pero ¿cómo iban
semejantes misivas a servir para semejante propósito? Quería a Graham como a su propia vida; el
joven la atraía como un poderoso imán. Todo lo que él decía, escribía, pensaba o miraba ejercía sobre
ella una influencia indescriptible. Esa confesión inconfesada resplandecía en sus cartas; parecía
encenderlas desde el encabezamiento hasta la despedida.
—Me gustaría que papá lo supiera; ¡ojalá lo supiera! —repetía entre dientes, inquieta—. Lo deseo
y, sin embargo, lo temo. Me cuesta impedir que Graham se lo diga. No hay nada que desee más que
arreglar este asunto... y hablar con franqueza; pero me aterroriza la crisis. Sé con certeza que papá se
enfadará al principio; tengo miedo de que casi me odie; le parecerá algo indigno; será una sorpresa, un
golpe; apenas puedo prever el efecto que causará en él.
Lo cierto es que su padre empezaba a despertar de un largo ensueño: una luz inoportuna empezaba
a disipar su larga ceguera.
A ella no le dijo nada; pero, cuando la joven no le miraba o tal vez pensaba en él, reparé en cómo
la observaba y meditaba.
Un atardecer en que Paulina estaba en su vestidor, supongo que escribiendo a Graham, y me había
dejado leyendo en la biblioteca, vi entrar a monsieur de Bassompierre; se sentó: cuando me disponía a
retirarme, me pidió que me quedara... amablemente, aunque de un modo que reflejaba el deseo de ser
obedecido. Se había sentado cerca de la ventana, a cierta distancia de mí; abrió un escritorio; sacó de
él lo que parecía un memorándum; estudió varios minutos algunas de sus anotaciones.
—Señorita Snowe —exclamó, dejando el cuaderno a un lado—, ¿sabe qué edad tiene mi hija?
—Unos dieciocho años, ¿no es así, señor?
—Eso parece. Esta vieja libreta me dice que nació el cinco de mayo de mil ochocientos..., hace
dieciocho años. Es extraño; había perdido la cuenta de su edad. La veía como una niña de doce...
catorce años... una fecha indefinida; pero me parecía una chiquilla.
—Tiene casi dieciocho años —repetí—. Es adulta; no crecerá más.
—¡Mi pequeña joya! —dijo monsieur de Bassompierre, en un tono tan conmovedor como algunas
palabras de su hija.
Se quedó muy pensativo.
—No debe entristecerse, señor —exclamé; pues adivinaba sus sentimientos, aunque no los
expresara.
—Ella es mi única perla —respondió—; y ahora otros descubrirán su pureza y su valor, y la
codiciarán.
No contesté. Graham Bretton había cenado con nosotros ese día; y había brillado tanto por su
conversación como por su encanto: no sé qué clase de entusiasmo aumentaba su atractivo y
dulcificaba su trato. Bajo el estímulo de una ardiente esperanza, había algo en su actitud que llamaba
poderosamente la atención. Creo que había planeado comunicar aquella tarde el origen de sus anhelos
y el objetivo de sus ambiciones. Monsieur de Bassompierre se había visto obligado, en cierto modo, a
percibir la situación y a captar la naturaleza de sus atenciones. Por muy lento que fuera a la hora de
observar, sus razonamientos estaban llenos de lógica; y, cuando hubo cogido el hilo, éste le guió a lo
largo de un interminable laberinto.
—¿Dónde está Paulina? —quiso saber.
—En el piso de arriba.
—¿Qué hace?
—Está escribiendo.
—¿De veras? Entonces ¿recibe cartas?
—Ninguna que no pueda enseñarme. Y... señor... ella... ellos... llevan mucho tiempo queriendo
decírselo.
—¡Bah! Ni se acuerdan de mí... ¡el anciano padre! Soy un estorbo.
—Ah, monsieur de Bassompierre... no diga eso... ¡ de ningún modo! Pero es Paulina quien debe
hablar con usted; y el doctor Bretton quien debe defenderse a sí mismo.
—Un poco tarde. Parece que el asunto ha llegado lejos.
—Señor, no harán nada sin su aprobación... Únicamente se quieren.
—¡Únicamente! —repitió.
Obligada por el destino a jugar el papel de confidente y mediadora, no tuve más remedio que
continuar:
—El doctor Bretton ha estado a punto de pedírselo cientos de veces, señor; pero, a pesar de su
valor, usted le inspira mucho miedo.
—Y hace bien... hace bien en temerme. Se ha acercado a lo más precioso que tengo. Si hubiera
dejado en paz a mi hija, habría seguido siendo una niña todavía unos años. Y ¿están ya prometidos?
—¿Cómo iban a estarlo sin su permiso?
—Me parece muy bien, señorita Snowe, que piense y hable con la propiedad que la caracteriza;
pero este asunto es muy doloroso para mí; Polly era lo único que poseía; no tengo otras hijas, ni un
hijo; Bretton podría haber buscado en otra parte; estoy seguro de que hay una veintena de mujeres
ricas y hermosas a las que él les gustaría; es atractivo, sabe comportarse y está bien relacionado.
¿Acaso mi Polly es la única que le satisface?
—Si nunca hubiera conocido a Polly, le habrían gustado otras mujeres; su sobrina Ginevra, por
ejemplo.
—¡Ah! Le habría dado a Ginevra con todo el corazón; ¡ pero Polly! No puedo permitir que sea
suya. No... no puedo. Él no está a su altura —afirmó con bastante brusquedad—. ¿En qué puede
compararse con ella? ¡Hablan de dinero! No soy un hombre avaricioso ni interesado, pero el mundo
piensa en esas cosas... y Polly tendrá una fortuna.
—Sí, nadie lo ignora —repliqué—: Todo Villette sabe que es una rica heredera.
—¿Eso es lo que dicen de mi hija?
—En efecto, señor.
Mi anfitrión se quedó pensativo. Me aventuré a decir:
—¿Cree usted, señor, que hay alguien a la altura de Paulina? ¿Preferiría otros al doctor Bretton?
¿Piensa que una posición social más elevada o una mayor riqueza cambiarían sus sentimientos hacia
un futuro yerno?
—Pone usted el dedo en la llaga —exclamó.
—Mire a los aristócratas de Villette, ¿acaso le gustaría alguno, señor?
—No... ningún duc, baron o vicomte que yo conozca.
—Sé que muchos de esos caballeros piensan en ella, señor —proseguí, armándome de valor al ver
que despertaba su atención y no su repulsa—. Así que vendrán otros pretendientes si rechaza al doctor Bretton. Supongo que, dondequiera que vaya, no le faltarán aspirantes. Además de ser una rica
heredera, tengo la impresión de que Paulina cautiva a casi todo el mundo que la conoce.
—¿De veras? ¿Cómo? Mi pequeña no es considerada ninguna belleza.
—La señorita de Bassompierre es muy hermosa, señor.
—¡Qué tontería! Discúlpeme, señorita Snowe, pero no es usted nada objetiva. Me gusta Polly: me
gusta su forma de ser y su físico, pero soy su padre; y ni siquiera a se me ha ocurrido pensar que
fuera guapa. Es graciosa, parece un elfo, resulta interesante; pero creo que se equivoca al juzgarla
hermosa.
—Es muy atractiva, señor; y seguiría siéndolo sin las ventajas de su fortuna y de su posición.
—¡Mi fortuna y mi posición! ¿Acaso son un cebo para Graham? Si lo creyera así...
—El doctor Bretton conoce perfectamente esos detalles, como bien sabe usted, monsieur de
Bassompierre, y los valora como haría un caballero —al igual que habría hecho usted en sus
circunstancias—, pero no son ningún cebo para él. Ama profundamente a su hija; percibe sus
maravillosas cualidades, y éstas ejercen una influencia muy beneficiosa sobre él.
—¿Cómo? ¿Mi pequeño tesoro posee «maravillosas cualidades»?
—¡Ah, señor! ¿No observó a Paulina aquella noche en que tantos hombres importantes y eruditos
cenaron en su casa?
—Es cierto que aquel día me sorprendió y me impresionó su forma de comportarse; su feminidad
me hizo sonreír.
—¿Y no vio cómo la rodeaban aquellos refinados franceses en el salón?
—Sí; pero pensé que era para distraerse un poco... del mismo modo que uno se divierte con un
precioso niño.
—Ella se condujo con distinción; y oí decir a los caballeros franceses que su hija estaba «pétrie
d'esprit et de graces»(Era un dechado de gracias y de inteligencia). El doctor Bretton pensó lo mismo.

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