CAPÍTULO XXXIX. VIEJOS Y NUEVOS CONOCIDOS

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Tan fascinada como si hubiera visto un basilisco de tres cabezas, fui incapaz de dejar a aquella

camarilla; el suelo parecía aferrarse a mis pies. El dosel que formaban las ramas entrelazadas me

sumía en las sombras, la noche susurraba promesas de amparo, y una servicial farola, antes de

extinguirse, arrojó un rayo de luz y me mostró un asiento seguro en la oscuridad. Déjame, lector, que

te cuente ahora en pocas palabras los rumores que en las dos semanas anteriores había recogido

silenciosamente sobre el origen y el objeto del viaje de monsieur Emanuel. La historia es breve y nada

nueva: su alfa es el Dinero y su omega, el Interés.

Si madame Walravens era tan horrible como un ídolo hindú, parecía tener, también, la misma

importancia que éste para sus devotos. El hecho es que había sido rica, muy rica; y, aunque en aquel

momento no dispusiera de dinero, era muy probable que volviera a nadar en la abundancia. En

Basseterre, Guadalupe, poseía una enorme plantación que había recibido como dote al contraer

matrimonio, sesenta años antes, y que le habían embargado tras la bancarrota de su marido; ahora se

suponía libre de reclamaciones y, si un administrador íntegro y competente se ocupaba debidamente

de ella, en poco tiempo podría ser muy productiva.

A père Silas le preocupaban aquellas posibles mejoras por el bien de la religión y de la iglesia, de

las que Magloire Walravens era hija devota. Madame Beck, parienta lejana de la jorobada, consciente

de que no tenía herederos, no dejaba de dar vueltas a aquella contingencia con su calculada previsión

maternal, y, a pesar de la desconsideración con que la trataba madame Walravens, jamás cesaba de

hacerle la corte para ver si sacaba partido. Madame Beck y el sacerdote estaban, así, sincera e

igualmente interesados, por razones de dinero, en que se cuidara la propiedad de las Indias

Occidentales.

Pero la distancia era grande y el clima, peligroso. El administrador recto y competente que

necesitaban debía ser una persona devota. Hacía veinte años que madame Walravens tenía un hombre

así a su servicio, destrozando primero su vida, y viviendo después a costa de él como un viejo hongo;

père Silas se había encargado de su educación, y lo había atado a él con los lazos de la gratitud, de la

costumbre y de la fe; madame Beck lo conocía bien, y podía, en cierto modo, ejercer su influencia. «Si

mi discípulo continúa en Europa —decía père Silas—, corre el riesgo de caer en la apostasía, pues se

siente muy unido a una hereje.» Madame Beck hizo también algunos comentarios en privado, pero

prefirió guardar en secreto el motivo que la empujaba a ambicionar su expatriación. Lo que ella no

podía obtener, no deseaba que nadie lo ganara; antes lo destruiría. En cuanto a madame Walravens,

quería su dinero y sus tierras; y sabía que, si accedía, Paul sería el mejor y más leal de los

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