CAPÍTULO XIV. LA FÊTE

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 Tan pronto como Georgette estuvo recuperada, madame la envió al campo. Yo lo lamenté; quería a la niña, y su pérdida me entristeció aún más. Pero no debo quejarme. Vivía en una casa llena de vida; podía haber tenido compañía y elegí la soledad. Todas las profesoras trataron en algún momento de intimar conmigo; yo las puse a prueba. Una resultó ser una mujer honrada, pero estrecha de miras, egoísta y de sentimientos vulgares. La segunda era una parisina, aparentemente refinada, pero de corazón corrompido, sin creencias, principios ni sentimientos: bajo la respetable corteza de su naturaleza, había un cenagal. Sentía verdadera pasión por los regalos; y, en ese aspecto, la tercera profesora —una persona insignificante y sin carácter— se parecía mucho a ella. Esta última tenía también otro rasgo distintivo: la avaricia. El amor al dinero por el dinero la dominaba. Ante la visión de una moneda de oro, sus ojos despedían un fulgor verde, digno de verse. En una ocasión, como si fuera un enorme privilegio, me llevó al piso de arriba y, abriendo un cajón secreto, me enseñó el tesoro que tenía escondido: un montón de piezas, grandes y pesadas... unas quince guineas, en monedas de cinco francos. Amaba aquel tesoro como un pájaro ama sus huevos. Eran sus ahorros. Se acercaba a hablarme de ellos con una devoción tenaz y delirante, insólita en una persona que aún no había cumplido veinticinco años. La parisina, por otra parte, era derrochadora y libertina (no sé sus actos, pero sus palabras así lo evidenciaban). Mostraba su verdadera naturaleza con mucha cautela. Parecía una extraña clase de reptil, aunque sólo me enseñó una vez su cabeza de serpiente, según pude ver, escudriñándome; aquello despertó mi curiosidad: si ella lo hubiese hecho descaradamente, es muy posible que yo, adoptando una postura filosófica, hubiera contemplado impasible su larga silueta, desde la lengua bífida hasta la punta escamosa de la cola; pero sólo pareció deslizarse entre las páginas de una mala novela; y, al encontrarse con un inoportuno arrebato de ira, retrocedió y desapareció, siseando. Me odió desde ese día. Aquella parisina estaba siempre endeudada; gastaba su sueldo antes de cobrarlo, no sólo en vestidos, sino en perfumes, cosméticos, golosinas y condimentos. ¡Qué mujer tan sibarita, fría e insensible! Es como si la estuviera viendo. Delgada de figura y semblante, con la tez cetrina, facciones regulares, dientes perfectos, labios finos como un hilo, barbilla grande y prominente, y ojos grandes pero gélidos, con una expresión ávida e ingrata al mismo tiempo. Odiaba mortalmente trabajar, y vivía fascinada por lo que ella consideraba placer; que sólo era una pérdida de tiempo insulsa, cruel y estúpida. Madame Beck conocía a la perfección el carácter de aquella mujer. En una ocasión me habló de ella, con una extraña mezcla de perspicacia, indiferencia y antipatía. Le pregunté por qué no la echaba. Me dijo sin rodeos que «porque no convenía a sus intereses»; y señaló algo que yo ya había advertido, a saber, que mademoiselle St Pierre no tenía rival a la hora de mantener el orden entre las filas de sus indisciplinadas alumnas. Era como si su presencia paralizara a los demás: sin exaltación, ruido ni violencia, contenía a aquellas jovencitas como el aire helado detiene un impetuoso arroyo. Apenas servía para transmitir conocimientos, pero no tenía precio para vigilar e imponer una disciplina. —Je sais bien qu'elle n'a pas de principes, ni, peut-être, de moeurs —admitió madame con franqueza; pero añadió con filosofía—: son maintien en classe est toujours convenable et rempli même d'une certaine dignité: c'est tout ce qu'il faut. Ni les élèves, ni les parents ne regardent plus loin; ni, par conséquent, moi non plus.(Sé bien que no tiene principios, y quizá tampoco moral [...]: pero su actitud en clase es siempre intachable, y no carece de cierta dignidad; es todo cuanto se necesita. Ni las alumnas, ni los padres quieren más; y, en consecuencia, yo tampoco.)

¡Qué pequeño mundo tan extraño, alocado y bullicioso era aquel internado! Se hacían grandes esfuerzos por ocultar las cadenas tras las flores; una sutil esencia de catolicismo impregnaba todas sus disposiciones: una considerable indulgencia con los sentidos (por así decirlo) contrarrestaba las rígidas restricciones espirituales. Las mentes crecían en la esclavitud; pero, para impedir que alguien meditara sobre esto, se aprovechaba al máximo cualquier pretexto para el esparcimiento físico. Allí, como en todas partes, la IGLESIA luchaba por educar a sus hijos robustos de cuerpo y débiles de alma, gordos, rubicundos, fuertes, alegres, ignorantes, irreflexivos, incondicionales. «¡Comed, bebed y vivid! —decía—. Ocupaos de vuestro cuerpo; dejadme a mí el cuidado de vuestras almas. Yo me encargaré de curarlas... y guiaré sus pasos: yo garantizo su destino final.» Un acuerdo que todo católico convencido encuentra ventajoso. Lucifer ofrece exactamente lo mismo: «Te daré todo el poder y la gloria de estos reinos; porque me los han entregado a mí, y yo se los doy a quien quiero. Si me adoras, serán todos tuyos». Por aquella época —los días más esplendorosos del verano— la casa de madame Beck se convirtió en el colegio más alegre que uno pueda imaginar. Durante toda la jornada, las grandes puertas plegables y las ventanas de doble hoja se abrían de par de par: el sol parecía formar parte de la atmósfera; las nubes se hallaban lejos, navegando hasta los confines del mar, descansando, sin duda, alrededor de islas como Inglaterra —esa querida tierra de brumas—, pero a una gran distancia del continente, siempre más seco. Pasábamos mucho más tiempo en el jardín que bajo techo: las clases se impartían y las comidas se tomaban bajo el grand berceau(el gran cenador). Además, la cercanía de las vacaciones casi convertía la libertad en libertinaje. Sólo faltaban dos meses para las largas vacaciones de otoño; pero antes de eso, se esperaba un gran día: la celebración de una importante ceremonia, la fête de madame. Los preparativos de esta fiesta recaían principalmente en mademoiselle St Pierre; se suponía que madame se hallaba al margen, despreocupada e ignorante de cuanto pudiera organizarse en su honor. Lo que especialmente parecía desconocer o siquiera sospechar era que todos los años se recaudaba dinero en el colegio para comprarle un bonito regalo. La delicadeza exquisita del lector hará caso omiso de una consulta muy breve y confidencial al respecto en el dormitorio de madame: —¿Qué le gustaría este año? —quiso saber su lugarteniente parisina. —¡Oh, qué más da! Olvídelo. No les quite a las pobres niñas sus francos —contestó madame, con expresión modesta y benévola. La señorita St Pierre sacó la barbilla; conocía muy bien a madame; sus aires de bonté no eran más que des grimaces(muecas) para ella. Jamás le inspiraban el menor respeto. —Vîte! —exclamó fríamente—. Dígame lo qué desea. ¿Alguna joya o porcelana, alguna prenda de vestir o plata? —¡Está bien! Deux ou trois cuillers et autant de fourchettes en argent.(Dos o tres cucharas y otros tantos tenedores de plata.) Y el resultado fue un hermoso estuche que contenía trescientos francos en cubiertos de plata. El programa del día de fiesta era el siguiente: entrega del regalo, refrigerio en el jardín, representación de una obra teatral (en la que actuaban alumnas y profesores), baile y cena. Recuerdo que todo me parecía maravilloso. Zélie St Pierre sabía lo que hacía y lo organizaba hábilmente. La obra de teatro era lo más importante; de ahí que los preparativos empezaran con un mes de antelación. La elección de los actores exigía sabiduría y cautela; después venían las clases de dicción, de interpretación, y, por último, los fatigosos e innumerables ensayos. Mademoiselle St Pierre, como es lógico, no podía encargarse de todo: se necesitaba otra autoridad, otros conocimientos que los suyos. Y éstos los proporcionaba monsieur Paul Emanuel, el profesor de literatura. Nunca había tenido ocasión de asistir a una de las histriónicas disertaciones de monsieur Paul, pero lo veía a menudo cuando atravesaba el carré (un vestíbulo cuadrado entre la vivienda de madame y el internado). También lo oía en las tardes calurosas, cuando daba clase con la puerta abierta, y su nombre, y las anécdotas sobre él, se multiplicaban. Especialmente nuestra antigua conocida, la señorita Ginevra Fanshawe, elegida para interpretar un papel destacado en la obra, al pasar conmigo gran parte de su tiempo libre, solía salpicar su discurso con alusiones frecuentes a lo que hacía y decía este profesor. Ella lo consideraba terriblemente descortés, y afirmaba sentirse aterrorizada, muy cercana a la histeria, cuando oía sus pasos o su voz. Es cierto que era un hombre menudo y moreno; austero y mordaz. Incluso a mí se me antojaba una aparición severa, con su cabeza de cabellos cortos y negros, su frente ancha y cetrina, sus delgadas mejillas, sus anchos y temblorosos orificios nasales, su mirada perspicaz y sus ademanes apresurados. Se enojaba con facilidad; era ostensible cuando apostrofaba con vehemencia al torpe grupo que tenía a sus órdenes. A veces, aquellas actrices novatas e ignorantes agotaban su paciencia por la falsedad de sus juicios, la frialdad de sus emociones, la debilidad de su interpretación. —Écoutez! —gritaba; y entonces su voz resonaba como una trompeta por todo el edificio. Y cuando, imitándola, se oía la vocecita de una Ginevra, una Mathilde o una Blanche, era fácil entender por qué un gruñido ahogado de desprecio o un violento bufido de rabia contestaban al eco insustancial. —Vous n'êtes donc que des poupées? —le oía rugir—. Vous n'avez pas de passions — vous autres? Vous ne sentez donc rien? Votre chair est de neige, votre sang de glace? Moi, je veux que tout cela s'allume, qu'il ait une vie, une âme!(Entonces, ¿no sois más que muñecas? [...] ¿Acaso no tenéis pasiones? ¿No sentís nada? ¿Vuestra carne es de nieve y vuestra sangre de hielo? ¡Quiero que todo eso se inflame, que tenga vida, que tenga alma) ¡Vana determinación! Y cuando finalmente descubrió lo inútiles que eran sus esfuerzos, echó abajo el proyecto. Hasta ese momento había estado enseñándoles una gran tragedia; pero la rompió en pedazos y llegó al día siguiente con una pequeña y divertida bagatela. A las alumnas les gustó más; y, a pesar de su torpeza, él consiguió que la aprendieran. Mademoiselle St Pierre presidía siempre las clases de monsieur Emanuel y, según me dijeron, sus modales refinados, su aparente atención, su tacto y su gracia, causaban muy buena impresión en ese caballero. Poseía, sin duda, el arte de agradar durante cierto tiempo a quien ella deseara; pero se trataba de un sentimiento efímero: al cabo de una hora se secaba como el rocío, se desvanecía como una telaraña. La víspera de la fête de madame fue un día tan festivo como el de su cumpleaños. Lo dedicamos a ordenar, limpiar, arreglar y adornar las tres aulas. En el interior, reinaba un alegre bullicio; no había ningún rincón, ni siquiera en el piso de arriba, donde una persona solitaria pudiera hallar descanso para las plantas de sus pies; por ese motivo, me refugié en el jardín. Pasé allí toda la jornada, encontrando calor bajo el sol, cobijo entre los árboles, y una especie de compañía en mis propios pensamientos. Recuerdo muy bien que, en todo el día, sólo intercambié dos frases con un ser viviente: y no es que me sintiera sola; me alegraba de estar en silencio. Para un espectador, bastaba con pasar por las habitaciones un par de veces, observar los cambios que se estaban realizando, ver cómo se instalaba un camerino y un vestuario, cómo se montaba un pequeño escenario con su decorado, cómo monsieur Paul Emanuel, en colaboración con mademoiselle St Pierre, lo dirigía todo, y cómo un ilusionado grupo de alumnas, entre las que estaba Ginevra Fanshawe, trabajaban alegremente a sus órdenes.

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