CAPÍTULO IX. ISIDORE

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 Mis ocupaciones pasaron a ser muchas y muy provechosas. Entre enseñar a los demás y estudiar
con ahínco, apenas me quedaba un momento libre. Era muy placentero. Sentía que progresaba; en
lugar de ser la presa aletargada del moho y la herrumbre, estaba puliendo mis facultades y
aguzándolas gracias al uso constante. Ante mí se abrían nuevas experiencias, y no a pequeña escala.
Villette es una ciudad cosmopolita, y en aquel colegio estudiaban jóvenes de casi todas las naciones
europeas, y de diferentes clases sociales. La igualdad se practicaba a todas horas en Labassecour;
aunque no republicana en la forma, casi podía decirse que lo era en el fondo, y en los pupitres del
centro de madame Beck, la joven condesa y la joven burguesa se sentaban codo a codo. No siempre
era fácil saber, por la apariencia, cuál era noble y cuál plebeya; si exceptuamos que la segunda solía
tener unos modales más francos y corteses, mientras que la primera salía victoriosa por su difícil y
delicada combinación de hipocresía e insolencia. En la primera se mezclaba a menudo la impulsiva
sangre francesa con la flema de las marismas: lamento decir que el efecto de aquel vivaz fluido se
manifestaba principalmente en la verbosidad acaramelada con que la adulación y la mentira asomaban
a sus labios, y en una conducta más frívola y alegre, pero completamente falsa y cruel.
Para hacer justicia a todos, las verdaderas nativas de Labassecour también eran hipócritas; pero de
un modo menos sutil, que a casi nadie engañaba. Siempre que les resultaba ventajoso mentir, lo hacían
tranquilamente, sin que se les alterara la respiración ni les remordiera la conciencia. No había nadie en
casa de madame Beck, desde la fregona hasta la mismísima directora, que se avergonzara de una
mentira; les parecía algo sin importancia; no es que inventar fuera precisamente una virtud, pero sí la
más venial de las faltas. «J'ai menti plusieurs fois»(He mentido varias veces), repetían mujeres y niñas en su confesión mensual: el sacerdote las escuchaba sin sorprenderse y les daba de buen grado la absolución. Muy diferente era no asistir a misa o leer un capítulo de una novela: esos pecados no se libraban de un sermón o de una penitencia.
Mientras no fui realmente consciente de ese estado de cosas e ignoré sus consecuencias, me las
arreglé muy bien en mi nuevo entorno. Después de las difíciles primeras clases, impartidas en medio
del peligro y al borde de un volcán moral que, rugiendo bajo mis pies, arrojaba chispas y ardientes
humaredas a mis ojos, el espíritu indómito de las alumnas pareció apaciguarse, al menos en lo que a
mí concierne. Estaba decidida a salir victoriosa: no podía soportar la idea de fracasar en mi primer
intento por salir adelante por culpa de su exacerbada hostilidad y de su desenfrenada rebeldía. Pasaba despierta muchas horas de la noche, ideando el mejor modo de dominar a aquellas amotinadas, y de
ejercer una influencia permanente sobre aquella obstinada tribu. Lo primero que comprendí con
claridad es que no podía esperar la menor ayuda de madame: lo único que le importaba era conservar
intacta su popularidad entre las alumnas, incluso en detrimento de la justicia o del bienestar de los
profesores. Si alguno de éstos buscaba su apoyo en una crisis de insubordinación, tenía asegurado el
despido. En la relación con las alumnas, madame sólo reclamaba para ella lo cordial, placentero y
loable, exigiendo a sus lugartenientes capacidad para solucionar cualquier crisis enojosa en la que
actuar con la debida prontitud equivaliera a hacerse impopular. Así que tenía que arreglármelas sola.
En primer lugar, estaba tan claro como la luz del día que aquella infame multitud de jovencitas no
podía gobernarse por la fuerza. Había que seguirles la corriente y armarse de paciencia con ellas: unos
modales corteses y serenos las impresionaban; alguna pequeña broma de vez en cuando también era de su agrado. No podían, o no querían, que sus mentes trabajaran de un modo riguroso y continuado; y se negaban en rotundo a ejercitar la memoria, el raciocinio o la atención. Mientras que una joven inglesade inteligencia y docilidad medianas redactaba calladamente un trabajo, esforzándose por
comprenderlo y dominarlo, una nativa de Labassecour se reía en tu cara y exclamaba rechazándolo:
Dieu que c'est difficile! Je n'en veux pas. Cela m'ennuie trop (Dios mío! Qué difícil es. No quiero hacerlo).
Un profesor que conociera bien su trabajo se apresuraba a coger el ejercicio, sin vacilar, protestar
o discutir, y hacía cuanto estaba en sus manos por reducir las dificultades del tema y volverlo
comprensible para las jóvenes; después se lo entregaba de nuevo así modificado, con alguna frase
sarcástica y cruel. Las muchachas notaban el aguijonazo, es posible que hicieran un gesto de dolor,
pero no guardaban rencor a esta clase de ataques, siempre que el comentario no fuera amargo sino
gracioso, y les mostrara con claridad y en letra negrita —para que pudieran leerlo de corrido — su
incapacidad, ignorancia y pereza. Se amotinaban cuando un profesor añadía tres líneas a una lección,
jamás cuando éste hería su dignidad: les habían enseñado a aplastar lo poco que tenían de esa
cualidad, que parecía ver con buenos ojos que la pisotearan.
Poco a poco, a medida que yo iba adquiriendo fluidez y soltura en su lengua, y podía emplear las
expresiones más enérgicas cuando la ocasión lo requería, las jovencitas más maduras e inteligentes
comenzaron a apreciarme, a su manera. Comprendí que cuando se excitaba el amor propio de una
alumna o se despertaba en ella una vergüenza sincera, era fácil ganarse su estima. Si lograba, aunque
sólo fuera una vez, que les ardieran las orejas (normalmente grandes) bajo su espesa y brillante
cabellera, todo marchaba relativamente bien.
Al poco tiempo, empezaron a aparecer ramilletes de flores sobre mi mesa por las mañanas; y yo,
para agradecer esa pequeña gentileza extranjera, paseaba en ocasiones con unas pocas elegidas durante
el recreo. En el curso de nuestras conversaciones intenté dos o tres veces, sin la menor premeditación,
corregir alguno de sus singulares y distorsionados principios, y les expuse sobre todo mi opinión sobre
el mal y la vileza de una mentira. En un momento de descuido, acerté a decir que, de los dos pecados,
me parecía más grave la mentira que una falta ocasional a misa. Las pobres niñas habían sido
aleccionadas para repetir ante oídos católicos lo que dijera un profesor protestante. La consecuencia
fue edificante. Algo indefinido e invisible, algo difícil de describir, se interpuso entre mis mejores
alumnas y yo: seguían regalándome ramilletes de flores, pero la conversación se volvió desde
entonces impracticable. Cuando paseaba por el jardín o me sentaba a la sombra del berceau, siempre
que una alumna se colocaba a mi derecha, un profesor aparecía a mi izquierda, como por arte de
magia. Y por extraño que pueda parecer, los zapatos de silencio de madame Beck se encontraban
continuamente a mis espaldas, tan sigilosos, rápidos e inesperados como un céfiro errante.
En cierta ocasión, la opinión de los católicos sobre mis perspectivas espirituales me fue
comunicada con bastante ingenuidad. Una alumna interna a la que había hecho algún pequeño favor
exclamó un día que estaba sentada a mi lado:
—Mademoiselle, ¡ qué pena que sea protestante!
—¿Por qué, Isabelle?
Parce que quand vous serez morte, vous brûlerez tout de suite dans l'Enfer. (Porque cuando muera arderá en seguida en el infierno)
Croyez-vous?(¿Eso crees?)
Certainement que j'y crois: tout le monde le sait; et d'ailleurs le prêtre me l'a dit. (Por supuesto, todo el mundo lo sabe, y además me lo ha dicho el sacerdote).
Isabelle era una jovencita singular que no tenía pelos en la lengua.
Pour assurer votre salut là-haut, on ferait bien de vous brûler toute vive ici-bas (Para asegurar su salvación allá arriba, sería mejor quemarla aquí abajo) —añadió, sotto voce.
Me reí, ya que era imposible hacer otra cosa.
¿Ha olvidado el lector a la señorita Ginevra Fanshawe? En ese caso, permíteme que vuelva a
presentarla como una de las florecientes alumnas de madame Beck, pues en efecto lo era. A su llegada
a la rue Fossette, dos o tres días después de que yo me instalará allí súbitamente, apenas le causó
extrañeza tropezarse conmigo. Debía de correr la mejor sangre por sus venas, pues jamás una duquesa
se mostró tan perfecta, radical y sinceramente nonchalante(fría e indiferente) como ella; de la sensación de asombro,
apenas podía despertarse un débil y fugaz destello en su interior. Y casi todas sus facultades parecían
hallarse en un estado igualmente precario: sus simpatías y antipatías, su amor y su odio, eran tan
endebles como los hilos de una telaraña; mas había algo fuerte y duradero en ella: su egoísmo.
No podía decirse que fuera orgullosa; a pesar de ser yo una bonne d'enfants, me habría convertido
en seguida en una especie de confidente o amiga. Me importunaba con mil quejas pueriles sobre las
peleas escolares y la economía doméstica: no le gustaba la cocina del país; despreciaba a cuantos la
rodeaban, profesores y alumnas, porque eran extranjeros. Yo aguanté durante algún tiempo con
paciencia sus improperios contra el pescado salado y los huevos duros de los viernes, sus invectivas
contra la sopa, el pan, el café; pero finalmente, cansada de su insistencia, me enfadé con ella y le paré
los pies, algo que debería haber hecho desde el principio, pues una buena reprimenda siempre le
sentaba bien.
Me vi obligada a soportar mucho más tiempo sus peticiones de ayuda en algunas tareas. Su
guardarropa, en lo que se refiere a artículos de uso externo, estaba bien surtido y era muy elegante;
pero no andaba sobrada de otras prendas, y las que tenía necesitaban continuamente arreglos. Ella
detestaba las labores de aguja y me traía montones de medias y otras piezas para que se las remendara.
Después de contentarla varias semanas, aquello amenazó con convertirse en una carga intolerable, así
que le dije claramente que se remendara su propia ropa. Ginevra rompió a llorar, y me acusó de haber
dejado de ser su amiga; pero no di mi brazo a torcer, y esperé a que se le pasara el histerismo.
A pesar de estas flaquezas y de otras que no es necesario mencionar —pero que no eran propias de
un carácter exquisito o elevado—, ¡ qué hermosa era! ¡ Resultaba tan encantadora cuando bajaba en las
soleadas mañanas de domingo, elegantemente vestida y de buen humor, con un traje de seda de color
lila muy pálido, y los largos bucles rubios reposando en sus blancos hombros! Pasaba los domingos en
casa de unos amigos que residían en la ciudad; y en seguida me dio a entender que, entre ellos, había
uno que estaría encantado de ser algo más. Adiviné por sus insinuaciones, su alegría y el brillo de su
mirada que era objeto de una ardiente admiración, tal vez de un verdadero amor. Ginevra llamaba
«Isidore» a su pretendiente, pero me explicó que no era su verdadero nombre, sino el elegido por ella,
ya que, según insinuó, el suyo no era «muy bonito». Cierta ocasión en que había estado presumiendo
de la vehemencia del amor de Isidore, le pregunté si ella le correspondía.
Comme cela —contestó—; es muy apuesto y me ama con locura, así que me resulta divertido.
Ça suffit.(Así, así...con eso basta)
Al ver que aquella historia duraba más de lo que yo había previsto, dado su carácter veleidoso,
decidí preguntarle seriamente si ese caballero contaría con el beneplácito de sus padres, y
especialmente de su tío, de quien ella, al parecer, dependía. La joven reconoció que tenía sus dudas,
pues no creía que «Isidore» fuera rico.
—¿Y sigue usted alentándolo? —inquirí.
Furieusement, a veces —repuso.
—¿Sin tener la certeza de que le dejarán casarse con él?
—¡Oh, qué aburrida es usted! No quiero casarme. Soy demasiado joven.
—Pero si él la ama tanto como dice, y todo termina en nada, sufrirá mucho.
—Por supuesto que se le romperá el corazón. Me sorprendería y me decepcionaría que no fuera
así.
—Me gustaría saber si ese señor Isidore está loco —dije.
—Sí, está loco por mí; pero en otras cuestiones es muy sensato, à ce qu'on dit(Por lo que dicen). La señorita
Cholmondeley lo considera extraordinariamente inteligente, y está convencida de que se abrirá
camino gracias a su talento; sólo sé que no hace más que suspirar en mi presencia, y que puedo
manejarlo con el dedo meñique.
Deseando tener una idea más precisa de su enamorado, aquel monsieur Isidore, cuya situación me
parecía de lo más insegura, le rogué que me lo describiera; mas ella fue incapaz: le faltaban las
palabras y no sabía unirlas para formar frases que tuvieran sentido. Daba la impresión de que no se
había fijado realmente en él: ninguno de sus rasgos, ni de sus cambios de expresión, parecía haberla
conmovido o haberse grabado en su memoria. Lo único que podía afirmar es que era «beau, mais
plutôt bel homme, que joli garçon»(Apuesto, pero más bien un hombre atractivo que un chico guapo). De no haber sido por una cosa, mi interés habría decaído y mi
paciencia se habría agotado con frecuencia al escucharla. Todos los comentarios que hacía, todos los
detalles que daba, mostraban inconscientemente, en mi opinión, que monsieur Isidore le profesaba su
admiración con enorme delicadeza y respeto. Le dije con toda sinceridad que me parecía demasiado
bueno para ella, y añadí con idéntica franqueza que se comportaba como una coqueta. Ella rompió a
reír, se apartó los rizos de los ojos y se alejó bailando como si le hubiera hecho un cumplido.
Los estudios de la señorita Ginevra eran poco más que nominales; sólo había tres cosas que
practicaba con seriedad, a saber, música, canto y baile; también bordaba los delicados pañuelos de
batista que no podía permitirse comprar. En cuanto a nimiedades como los deberes de historia,
geografía, gramática y aritmética, los dejaba sin hacer o conseguía que otros se los hicieran. Pasaba
mucho tiempo visitando a sus amistades. Madame sabía que su estancia en el colegio se limitaría a un
período determinado que no se prolongaría hiciera o no progresos, de modo que, en ese sentido, le
permitía una gran libertad. La señora Cholmondeley, su chaperon(Carabina), una dama elegante y jovial,
requería su presencia siempre que tenía invitados, y a veces la llevaba consigo a las fiestas de sus
conocidos. A Ginevra le encantaba este modo de proceder; sólo veía en él un inconveniente: se veía
obligada a vestir con elegancia y no tenía dinero para comprar tantas prendas. Este problema parecía
ocupar todos sus pensamientos; y ella se afanaba por encontrar el mejor modo de solucionarlo. Era
asombroso presenciar la actividad de su cerebro, tan indolente para otras cosas, y ver cómo la
necesidad y el deseo de brillar la empujaban a exhibir un audaz atrevimiento.
Tenía el descaro de aprovecharse de la señora Cholmondeley... el descaro, he dicho. En lugar de
avergonzarse, le hablaba en este tono:
—Mi querida señora C., no tengo nada que ponerme para su fiesta de la semana que viene; tiene
que prestarme un vestido de muselina, y también una ceinture bleu celeste (Un cinturón azul celeste), por favor... ¡es usted un
ángel! ¿Lo hará?
La querida señora C. cedió al principio; pero, al descubrir que las exigencias de Ginevra
aumentaban a medida que ella las satisfacía, no tardó en verse obligada, como todos los amigos de la
señorita Fanshawe, a ofrecer resistencia a tanto abuso. Pasado algún tiempo, dejé de oír hablar de los
regalos de la señora Cholmondeley; pero continuaron las visitas de Ginevra, y siguieron apareciendo
los vestidos necesarios, además de otros muchos, pequeños y caros etcéteras: guantes, ramilletes,
incluso baratijas. En contra de su costumbre, e incluso de su naturaleza (pues no era nada reservada),
ocultó todo aquello durante algún tiempo; pero una noche en que iba a una gran fiesta para la que
debía vestirse con especial esmero y elegancia, cedió a la tentación de venir a mi cuarto y exhibirse en
todo su esplendor.
Estaba muy hermosa: tan joven, tan lozana, con esa delicadeza en la piel y esa elasticidad en la
figura que resultan tan inglesas y que no están entre los encantos de la mujer continental. Llevaba un
vestido nuevo, caro, perfecto. Con sólo echarle un vistazo, me di cuenta de que no le faltaba ninguno
de esos detalles tan costosos que dan al conjunto un aire de perfección y refinamiento.
La miré de pies a cabeza. Se dio graciosamente la vuelta para que yo pudiera contemplarla.
Consciente de su atractivo, su humor era inmejorable: sus ojos azules, bastante pequeños, brillaban de
alegría; cuando se disponía a darme un beso, un modo infantil de mostrar el placer que sentía, la
detuve diciendo:
—¡Calma! Mantengamos la calma, analicemos la situación y descubramos el significado de tanta
magnificencia —y la empujé a cierta distancia para someterla a una inspección más reposada.
—¿Quedaré bien? —preguntó.
—¿Bien? —exclamé—. Hay muchas maneras de quedar bien, y le aseguro que no entiendo la suya.
—Pero ¿cómo estoy?
—Muy bien vestida.
Aquel elogio no le pareció suficientemente caluroso, y procedió a enseñarme todos los adornos de
su vestimenta.
—Mire esta parure(Juego de alhajas) —dijo—. El broche, los pendientes, las pulseras: nadie en el colegio tiene un
conjunto semejante... ni siquiera madame.
—Ya lo veo —contesté, haciendo una pausa—. ¿Le ha regalado estas joyas monsieur de
Bassompierre?
—Mi tío no sabe nada de ellas.
—¿Son un obsequio de la señora Cholmondeley?
—Por supuesto que no. La señora Cholmondeley es un ser miserable y tacaño; ya no me regala
nunca nada.
Preferí no hacer más preguntas, pero me aparté con brusquedad.
—Vamos, vieja Cascarrabias... viejo Diógenes (que eran los apodos que me daba cuando no
estábamos de acuerdo), ¿qué pasa ahora?
—Será mejor que se vaya. No me agrada verla, ni a usted ni a su parure.
Por un instante, pareció sorprendida.
—¿Qué le ocurre, Madre Sabiduría? No he contraído ninguna deuda... me refiero a las joyas, a los
guantes, al ramillete. Es cierto que mi vestido no está pagado, pero mi tío de Bassompierre abonará la
factura: nunca se fija en los distintos artículos, sólo mira el total; y es tan rico que no es necesario
preocuparse por unas cuantas guineas de más o de menos.
—¿Quiere salir? Voy a cerrar la puerta... Ginevra, es posible que la gente le diga que está muy
hermosa con ese vestido de noche, pero para mí nunca estará más bonita que el día en que la conocí,
con aquel traje de algodón a cuadros y aquel sencillo sombrero de paja.
—No todo el mundo tiene un gusto tan puritano como el suyo —respondió enojada—. Además, no
creo que tenga derecho a sermonearme.
—¡Ya lo sé! Pero tampoco lo tiene usted para entrar revoloteando en mi dormitorio... como un
arrendajo con plumas prestadas. No siento el menor respeto por sus plumas, señorita Fanshawe;
especialmente por esos ocelos de pavo real que usted llama parure: objetos muy hermosos si los
hubiera comprado con su dinero, de haberlo tenido, pero sin ninguna belleza en las circunstancias
actuales.
—¡On est là pour Mademoiselle Fanshawe! (¡Esperan a Mademoiselle Fanshawe!) —anunció la portera, y Ginevra se marchó corriendo.
El pequeño misterio de la parure no se resolvió hasta dos o tres días después, cuando la joven vino
a verme para contármelo todo.
—No tiene por qué estar enfadada conmigo —empezó a decir—, convencida de que estoy llenando
de deudas a papá o a monsieur de Bassompierre. Le aseguro que todo está pagado, excepto los pocos
vestidos que he comprado últimamente. Lo demás está en orden.
«Ahí está el misterio —pensé yo—, teniendo en cuenta que no se los ha regalado la señora
Cholmondeley, y que sólo dispone de unos pocos chelines que gasta con sumo cuidado.»
Écoutez! —prosiguió, acercándose a mí y adoptando su tono más confidencial y persuasivo, ya
que mi «enfado» no le convenía: le gustaba que hablara con ella y la escuchase, aunque sólo fuera para
reprenderla o burlarme de ella—. Écoutez, chère grogneuse! (¡Escuche, querida gruñona!) Se lo contaré con toda clase de detalles;
y entonces no sólo verá que no hay nada incorrecto en este asunto, sino también la habilidad con que
he sabido manejarlo. En primer lugar, tengo que salir. Mi propio padre expresó su deseo de que yo
viera algo de mundo, y comentó a la señora Cholmondeley que, aunque yo era una criatura muy dulce,
tenía un aire de colegiala del que quería especialmente verme libre, presentándome aquí en sociedad,
antes de hacer mi verdadero début en Inglaterra. Pues bien, si debo salir, tengo que vestirme. La
señora Cholmondeley se ha vuelto muy tacaña y no quiere darme nada más; sería abusar de mi tío
obligarle a pagar todo lo que necesito: eso no puede negarlo... es algo que está de acuerdo con lo que
usted predica. Verá, el caso es que ALGUIEN me oyó (por casualidad, se lo aseguro) quejarme a la
señora Cholmondeley de mis estrecheces, y de los apuros que pasaba para conseguir una o dos
fruslerías: y ese alguien, lejos de escatimar un obsequio, se mostró encantado ante la idea de poder
regalar alguna tontería. Debería haber visto su cara de blanc-bec(Atontado) la primera vez que lo mencionó:
cómo dudaba y enrojecía, e incluso temblaba temiendo que me negara.
—Basta ya, señorita Fanshawe. Supongo que debo entender que monsieur Isidore es su benefactor:
que es de él de quien ha aceptado usted esa costosa parure; que es él quien le regala los ramilletes y
los guantes.
—Se expresa usted de un modo tan desagradable —dijo ella— que apenas sé qué contestar; lo que
quiero decir es que, de vez en cuando, concedo a Isidore el placer y el honor de obsequiarme alguna
bagatela.
—Da lo mismo... Ginevra, para ser sincera, no sé mucho de estas cosas, pero creo que está
obrando muy mal... terriblemente mal. Sin embargo, quizá tenga la certeza de poder casarse con
monsieur Isidore... ¿ha obtenido ya el consentimiento de sus padres y de su tío? ¿Le ama usted sin
reservas?
Mais pas du tout! (siempre recurría al francés para decir algo especialmente cruel o perverso).
Je suis sa reine, mais il n'est pas mon roi(En absoluto,...yo soy su reina pero él no es mi rey).
—Perdone, pero creo que sus palabras no reflejan más que necedad y coquetería. No hay nada
admirable en usted; sin embargo, no duda en aprovecharse de la bondad y del bolsillo de un hombre
por el que siente una total indiferencia. Monsieur Isidore le gusta mucho más de lo que piensa, o de lo
que desea admitir.
—No. La otra noche bailé con un joven oficial que me gusta mil veces más que él. A menudo me
pregunto por qué Isidore me inspira tanta frialdad, pues todo el mundo dice que es muy guapo, y otras
damas lo admiran; pero, por algún motivo, me aburre: déjeme pensar por qué...
Y pareció esforzarse por reflexionar. Yo la animé a hacerlo.
—¡Sí! —dije—. Intente aclarar el estado de sus pensamientos. Parecen muy confusos... tan
caóticos como un cajón de sastre.
—Es algo así —exclamó poco después—: Isidore es un hombre demasiado romántico y leal, y
espera más de mí de lo que yo considero conveniente. Cree que soy perfecta; ve en mí maravillosas
cualidades y sólidas virtudes, que nunca he tenido ni pretendo tener. Pero una no puede evitar, en su
presencia, tratar de justificar su buena opinión; y es tan cansado ser modosa y hablar con sensatez...
porque él está convencido de que soy sensata. Me siento mucho más cómoda con usted, mi vieja y
querida cascarrabias, que adivina lo peor de mí y sabe que soy coqueta, ignorante, presumida,
caprichosa, necia, egoísta y todas las demás lindezas que usted y yo hemos acordado que conforman
mi carácter.
—Todo eso está muy bien —señalé, haciendo un esfuerzo sobrehumano por conservar la gravedad
y la severidad que corrían el riesgo de flaquear con su juguetona franqueza—, pero no cambia en
absoluto ese desdichado asunto de los regalos. Empaquételos de nuevo, Ginevra, como una muchacha
buena y honrada, y devuélvaselos.
—Me niego a hacerlo —contestó con firmeza.
—Entonces está usted engañando a monsieur Isidore. Al aceptar sus regalos le está dando a
entender que algún día recibirá su equivalente en cariño...
—Nada de eso —le interrumpió—: El placer de ver cómo los luzco es su recompensa... resulta
más que suficiente para él: no es más que un burgués.
Esta frase, con su necia arrogancia, me curó por completo de la debilidad momentánea que me
había empujado a suavizar mi tono y mi actitud. Ella seguía parloteando:
—Lo que deseo ahora es disfrutar de la juventud, y no encadenarme, con promesas o juramentos, a
ningún hombre. Cuando conocí a Isidore, creí que me ayudaría a pasarlo bien. Creí que se conformaría
con que yo fuera una muchacha bonita; y que nos encontraríamos y separaríamos revoloteando como
dos mariposas, y que seríamos dichosos. Pero ¡ quién lo iba a decir! , a veces es tan severo como un
juez, y muy serio y profundo. ¡Bah! Les penseurs, les hommes profonds et passionnés, ne sont pas à
mon goût. El coronel Alfred de Hamal me agrada mucho más. Va pour les beaux fats et les jolis
fripons! Vive les joies et les plaisirs! À bas les grandes passions et les sévères vertus! (Los pensadores, los hombre profundos y apasionados, no son de mi gusto.[...] ¡Arriba los guapos petimetres y los apuestos bribones! ¡Vivan los placeres y la diversión! ¡Abajo las grandes pasiones y las virtudes severas!)

Esperó una respuesta a esta diatriba. No le di ninguna.

J'aime mon beau colonel —prosiguió—: Je n'aimerai jamais son rival! Je ne serai jamais
femme de bourgeois, moi! (Amo a mi guapo coronel [...]: Jamás amaré a su rival. ¡Jamás seré la mujer de un burgués!)

Le señalé que quería ver mi habitación libre del honor de su presencia. Ginevra se marchó riendo.


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