CAPÍTULO XX. EL CONCIERTO

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Una mañana, la señora Bretton entró precipitadamente en mi cuarto y me pidió que abriera los

cajones y le enseñara mis vestidos; la obedecí en silencio.

—Está bien —dijo ella, después de inspeccionarlos—. Necesitas uno nuevo.

Salió de la casa y regresó en seguida con una modista. Le ordenó que me tomara las medidas.

—Voy a elegir un traje de mi gusto —exclamó—; obraré a mi antojo en este pequeño asunto.

Dos días después llegó a La Terrasse... ¡un vestido rosa!

—No es para mí —me apresuré a decir, sintiendo que sería casi como disfrazarme de dama china.

—¿Qué no es para ti? —repuso mi madrina, añadiendo con su firme determinación—: Ya verás

cómo te lo pones esta misma noche.

Pensé que no lo haría; pensé que ninguna fuerza humana lograría convencerme. ¡Un vestido rosa!

No lo reconocía como mío. Él no me reconocía como dueña. Ni siquiera me lo había probado.

Mi madrina decretó que aquella noche iría con ella y con Graham a un concierto: un importante

acontecimiento, según me explicó, que se celebraría en la gran sala de la principal sociedad musical

del país. Tocarían los mejores alumnos del Conservatorio, e iría seguido de una rifa au bénéfice des

pauvres; para coronarlo todo, el rey, la reina y el príncipe de Labassecour estarían presentes. Graham,

al enviar las entradas, había pedido que prestáramos la debida atención a nuestros atuendos, por

respeto a la realeza; nos recomendó, asimismo, que estuviéramos listas a las siete en punto.

Cerca de las seis me condujeron al piso de arriba. Sin que nadie me obligara, me vi guiada e

influida por una voluntad que no era la mía, que no me consultaba ni me persuadía, y a la que obedecía

con docilidad. En pocas palabras, me pusieron el vestido rosa, atenuado por unas cintas de encaje

negro. Me declararon en grande tenue(vestida de gala), y me rogaron que me mirara en el espejo. Lo hice temblando

de miedo; y, todavía más asustada, aparté la vista de él. El reloj dio las siete; el doctor Bretton había

llegado; mi madrina y yo bajamos. Ella llevaba un vestido de terciopelo marrón; mientras la seguía

protegida por su sombra, ¡cómo envidié los pliegues de su grave y oscura majestuosidad! Graham nos

aguardaba en el umbral del salón.

«Espero que no crea que me he arreglado así para llamar la atención», pensé con inquietud.

—Tome estas flores, Lucy —exclamó, dándome un ramillete.

No prestó más atención a mi vestido que la reflejada en una amable sonrisa y en un gesto

satisfecho, lo que calmó al instante mi sentimiento de vergüenza y mi miedo al ridículo. Por lo demás,

el traje era sumamente sencillo, sin volantes ni plisados; lo que me intimidaba era la ligereza de su

tela y su color encendido, pero, como Graham no vio nada absurdo en él, me resigné muy pronto a

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