CAPÍTULO V. PASANDO PÁGINA

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 Cuando mi señora murió, me encontré de nuevo sola y tuve que buscar otra colocación. En aquella época debía de tener los nervios un poco —sólo un poco— alterados. Reconozco que no tenía buen aspecto; por el contrario, estaba muy delgada, ojerosa y demacrada, como quien pasa las noches en vela, se ha visto obligado a trabajar en exceso, o está endeudado y sin empleo. No tenía deudas, sin embargo; ni tampoco estaba en la miseria, pues, aunque la señorita Marchmont no había tenido tiempo de legarme nada (como había dicho antes de morir que era su intención), después del funeral, su primo segundo y heredero me pagó escrupulosamente mi salario. Era un hombre con pinta de avaricioso, con nariz alargada y frente estrecha, que, según oí decir mucho después, acabó siendo realmente avaro: todo un contraste con su generosa pariente, y una mancha en su recuerdo, todavía venerado hoy por pobres y necesitados. Así, pues, con quince libras en el bolsillo y, aunque agotada, con buena salud y parecido ánimo, lo cierto es que, en comparación con otras personas, mi situación podía considerarse envidiable. Sin embargo, no dejaba de ser al mismo tiempo embarazosa, como comprendí con toda crudeza cierto día, una semana antes de tener que abandonar aquella casa sin haber encontrado un lugar donde alojarme. En ese dilema, sin nadie más a quien recurrir, decidí pedir consejo a una antigua criada de nuestra familia; en otro tiempo mi niñera, era ahora ama de llaves en una gran mansión cercana a la de la señorita Marchmont. Pasé unas horas con ella; me ofreció consuelo, pero no supo qué aconsejarme. Sumida aún en la oscuridad, me despedí de ella al llegar el crepúsculo; tenía por delante un paseo de dos millas; la noche era clara y hacía mucho frío. A pesar de la soledad, de la pobreza y de la confusión, con el coraje y el vigor de una juventud que aún no había cumplido veintitrés veranos, mi corazón latía alegre y decidido. No flaqueaba, estoy segura, de lo contrario habría temblado durante aquel paseo solitario a través de campos silenciosos sin aldeas, granjas ni pequeñas casas; me habría aterrorizado la ausencia de luna, pues sólo podía seguir el oscuro sendero con la ayuda de las estrellas; y me habría asustado aún más la insólita presencia de algo que resplandecía en el norte, un misterio en movimiento: la Aurora Boreal. Pero aquella solemne desconocida no aumentó mis temores, sino que pareció infundirme un nuevo vigor. Absorbí la energía de la brisa cortante que soplaba en su estela. Un pensamiento audaz acudió a mi imaginación; mi espíritu se había fortalecido para aceptarlo: —Abandona esta desolación, y vete lejos. —¿Adónde? —fue mi pregunta. No tuve que buscar muy lejos: apartando la mirada de aquella parroquia rural en la fértil llanura del centro de Inglaterra, vi a mi alcance lo que nunca había contemplado con mis ojos; vi Londres. Al día siguiente regresé a la mansión y pedí de nuevo ver al ama de llaves para comunicarle mi plan. La señora Barrett era una mujer seria y juiciosa, aunque apenas sabía un poco más del mundo que yo; a pesar de su seriedad y su buen juicio, no me acusó de haber perdido la razón. No hay duda de que mi aplomo me ha protegido siempre al igual que una capa con capucha de sencilla lana gris, pues gracias a él he podido coronar con impunidad, e incluso aprobación, ciertas hazañas que, de haber sido intentadas con agitación y nerviosismo, me habrían convertido a los ojos de muchos en una soñadora y en una fanática. El ama de llaves desgranaba lentamente algunas dificultades, mientras cortaba cortezas de naranja para hacer mermelada, cuando un niño pasó corriendo junto a la ventana y entró saltando en la habitación. Era un niño precioso, y cuando se acercó a mí riendo y bailando, pues nos conocíamos de vista (su madre, una joven casada, era hija de los dueños de la casa), lo senté en mis rodillas. Pese a lo distinta que era nuestra posición social, la madre de aquel niño y yo habíamos sido compañeras de colegio, cuando yo era una niña de diez años y ella una señorita de dieciséis; la recordaba —guapa, pero torpe— en una clase inferior a la mía. Estaba admirando los preciosos ojos negros del niño cuando entró su madre, la joven señora Leigh. ¡Qué hermosa se había vuelto la muchacha bella y afable, pero de escaso intelecto! ¡Y cuán bondadosa parecía! El matrimonio y la maternidad eran los causantes de aquel cambio, que más tarde he visto en otras mujeres menos prometedoras que ella. A mí parecía haberme olvidado. Yo también había cambiado; aunque no a mejor, me temo. No hice el menor intento por despertar su recuerdo, ¿para qué? Venía a buscar a su hijo para que la acompañara a dar un paseo, y detrás de ella entró una niñera con un bebé. Menciono este incidente sólo porque, al dirigirse a la joven, la señora Leigh habló en francés (un francés horrible, dicho sea de paso, y con un acento incorregible que me recordó nuestros días escolares); descubrí así que la niñera era extranjera. El pequeño también parloteaba francés con soltura. Cuando se hubo marchado el grupo, la señora Barrett comentó que su joven ama había traído a aquella niñera hacía dos años, después de un viaje al Continente; que la trataban casi tan bien como a una institutriz, y que no tenía más obligaciones que pasear con el bebé y hablar francés con el señorito Charles; y «dice que hay muchas inglesas tan bien colocadas como ella en familias extranjeras», concluyó la señora Barret. Yo me guardé aquella información casual con el mismo cuidado con que las amas de casa atesoran retales inútiles en apariencia, para los que su espíritu previsor adivina un posible uso en el futuro. Antes de despedirme, mi vieja amiga me dio la dirección de una antigua y respetable posada de Londres que, según afirmó, solían frecuentar antaño mis tíos. Al marcharme a esta ciudad, corría menos riesgos y mostraba menos iniciativa de los que el lector pueda suponer. De hecho, estaba sólo a cincuenta millas de distancia. Tenía dinero suficiente para ir, subsistir unos cuantos días, e incluso regresar si no encontraba nada que me indujera a quedarme. Para mí, eran unas breves vacaciones otorgadas por una vez a mis extenuadas facultades, más que una aventura a vida o muerte. No hay nada como tomarse lo que uno hace con moderación: aporta serenidad a nuestro cuerpo y a nuestro espíritu; mientras que las ideas grandilocuentes tienden a sumir a ambos en un estado febril. Cincuenta millas suponían en aquella época un día entero de viaje (pues ha pasado mucho tiempo desde entonces: mis cabellos, que resistieron hasta muy tarde la escarcha del tiempo, son ahora blancos bajo mi cofia blanca, como la nieve bajo la nieve [8] ). Llegué a Londres hacia las nueve de la noche de un lluvioso día de febrero. Sé muy bien que mi lector no me daría las gracias por una descripción poética y detallada de mis primeras impresiones, y tanto mejor así, pues no tuve tiempo ni humor para albergar tales sentimientos; llegué muy tarde, en una noche oscura, fría y lluviosa, a una Babilonia laberíntica, cuya vastedad inexplorada puso a prueba, y en grado sumo, cualquier claridad de pensamiento o entereza que la Naturaleza pudiera haberme concedido, a falta de cualidades más brillantes. Cuando me apeé de la diligencia, el extraño acento de los cocheros y demás personas que allí esperaban resonó en mis oídos como una lengua extranjera. Jamás había oído el inglés destrozado de aquella manera. Sin embargo, conseguí entenderlos y hacerme entender lo suficiente para que me llevaran, junto con mi baúl, a la antigua posada cuya dirección tenía. ¡Qué difícil, opresiva y desconcertante me pareció entonces mi escapada! Por primera vez en Londres, por primera vez en una posada, agotada tras el viaje, confusa por la oscuridad, paralizada de frío, sin la experiencia ni la ayuda necesarias para saber cómo actuar, y, sin embargo, obligada a hacerlo. Dejé el asunto en manos del Sentido Común. Pero éste se hallaba tan aterido y desorientado como mis demás facultades, y sólo espoleado por la inexorable necesidad fue capaz de cumplir irregularmente su cometido. Hostigado por las circunstancias, pagó al mozo: dada la crisis, no le recriminé demasiado que se hubiera dejado engañar de un modo tan descarado. Luego pidió una habitación al camarero; llamó tímidamente a la criada; y, lo que es más, soportó sin dejarse intimidar del todo el comportamiento extremadamente desdeñoso de esa joven dama cuando se dignó aparecer. Recuerdo que aquella camarera era el típico ejemplo de belleza y refinamiento ciudadanos. Era tan esbelto su talle y tan elegantes su cofia y su vestido que me pregunté cómo los habrían fabricado. Su tono afectado y elocuente parecía darle autoridad para condenar el mío; su cuidado atuendo reflejaba un claro desdén hacia mi sencilla vestimenta provinciana. «Bueno, no tiene remedio —pensé —, y además, tanto el lugar como las circunstancias son nuevos para mí; ya mejoraré». Sin perder el aplomo ante aquella arrogante camarera, y conduciéndome del mismo modo ante el camarero de chaqueta negra, cuello blanco y aspecto de clérigo, logré que me trataran con cortesía al cabo de poco tiempo. Supongo que al principio creyeron que era una sirvienta, pero no tardaron mucho en cambiar de opinión y adoptar un tono entre condescendiente y amable. Conservé la calma hasta que tomé un pequeño refrigerio, me calenté junto al fuego y me encerré en mi habitación; pero, cuando me senté al lado de la cama y apoyé la cabeza y los brazos sobre la almohada, me invadió una gran congoja. Mi situación se alzó de pronto ante mí como un fantasma: anómala, sombría, casi desesperada. ¿Qué hacía yo sola en el inmenso Londres? ¿Qué haría a la mañana siguiente? ¿Cuáles eran mis perspectivas en la vida? ¿Qué amigos tenía en el mundo? ¿De dónde venía? ¿Adónde debía ir? ¿Qué debía hacer? Mis lágrimas empaparon la almohada, mis brazos y mis cabellos. Un oscuro intervalo, dominado por los más amargos pensamientos, siguió a aquel arrebato; pero no me arrepentía del paso que había dado, ni quería desandarlo. La vaga convicción de que era mejor seguir adelante que retroceder, y de que podía seguir adelante... de que con el tiempo se abriría un camino, por angosto y difícil que fuera, prevaleció sobre cualquier otro sentimiento; gracias a su influencia, logré serenarme lo suficiente para decir mis plegarias y acostarme. Acababa de apagar la vela y de tenderme en la cama cuando un sonido grave y poderoso retumbó en medio de la noche. Al principio no lo reconocí, pero se repitió doce veces, y al oír la colosal campanada y el vibrante tañido por duodécima vez, pensé: «Duermo al abrigo de la catedral de Saint Paul».

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