CAPÍTULO XXIII. VASTÍ

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¿He dicho que me preguntaba tristemente? No; una nueva influencia empezó a cambiar mi vida,

poniendo freno a la tristeza durante algún tiempo. Imagina, lector, una profunda hondonada, envuelta

en nieblas y penumbras, en el rincón más secreto del bosque; su hierba es húmeda, y su vegetación

pálida y fría. Una tormenta o un hacha abre un surco de gran anchura entre los robles; la brisa penetra

en él; el sol lo calienta con sus rayos; la triste y fría hondonada se transforma en una copa profunda y

brillante; el verano derrama sobre ella el esplendor azul y la luz dorada de su hermoso cielo, que la

hambrienta depresión del terreno no ha visto jamás.

Abracé un nuevo credo... la fe en la felicidad.

Habían pasado tres semanas desde la aventura del desván, y yo guardaba en la cajita, el pequeño

cofre y el cajón del piso superior cuatro compañeras de esa primera carta, escritas con la misma

pluma, selladas con el mismo lacre, llenas del mismo aliento vital; o eso me parecía entonces. He

vuelto a leerlas años después; eran cartas risueñas y amables, pues las había escrito una persona

alegre; en las dos últimas, había tres o cuatro líneas de despedida medio festivas, medio tiernas,

«teñidas, pero no dominadas, por el sentimiento». El tiempo, querido lector, acabó convirtiéndolas en esa dulce bebida, pero cuando probé por primera vez su elixir, recién salido de un manantial tan

venerado, me pareció el zumo de una cosecha divina: un néctar que Hebe podría servir, y los

mismos dioses ensalzar.

Recordando lo escrito algunas páginas atrás, ¿le interesa saber al lector cómo respondí a esas

cartas: bajo el seco e implacable control de la Razón u obedeciendo al vívido y generoso impulso del

Sentimiento?

A decir verdad, compaginé ambos; serví a dos amos: me postré en el templo de Rimón, y sentí

cómo mi corazón se enardecía ante un altar diferente. Escribí dos respuestas a esas cartas: una para

desahogarme, otra para que Graham la leyera.

En primer lugar, el Sentimiento y yo expulsábamos a la Razón, y cerrábamos a cal y canto la

puerta de mi corazón. Luego nos sentábamos, extendíamos el papel, mojábamos la impaciente pluma

en el tintero y, con enorme placer, dejábamos que mi corazón se sincerase. Cuando terminábamos de

hacerlo... cuando llenábamos dos hojas con palabras desbordantes de cariño y gratitud (de una vez

para siempre, quisiera negar en este paréntesis, con el mayor desdén, cualquier malévola sospecha de

lo que llaman «sentimientos apasionados»: las mujeres no albergan esa clase de sentimientos cuando,

desde el comienzo, y a lo largo de una amistad, han tenido siempre el convencimiento de que hacerlo

sería cometer un terrible disparate; nadie se arroja en brazos del Amor hasta que ha visto, o ha soñado

ver, la estrella de la Esperanza elevándose por encima de las turbulentas aguas del Amor), cuando,

como iba diciendo, había expresado mi afecto incondicional y profundamente respetuoso —un afecto

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