CAPÍTULO XXXIV. MALÉVOLA

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Madame Beck me llamó el jueves por la tarde y me preguntó si tenía alguna ocupación que me impidiera ir a la ciudad para hacerle unos recados. Como estaba libre, me puse a su disposición; y en seguida me entregó una lista con las lanas, sedas, hilos de bordar, etcétera, que necesitaba para las labores de las alumnas. Después de equiparme como procedía para un día nublado y bochornoso que amenazaba tormenta, estaba descorriendo el cerrojo de la puerta para salir cuando madame me pidió que volviera a la salle à manger. 

—Pardon, meess Lucie —exclamó, con lo que parecía la urgencia de una idea repentina—, acabo de recordar que tengo otro encargo para usted, si es tan amable de no considerarlo excesivo. Como es natural, insistí en todo lo contrario; y madame corrió a la sala pequeña y me trajo una hermosa cesta repleta de delicados frutos de invernadero, sonrosados, perfectos y tentadores, sobre un lecho de hojas verdinegras, tan brillantes como la cera, y de estrellas doradas de no sé qué exótica planta—. Tome —dijo—, apenas pesa y no deslucirá su cuidada indumentaria; nadie pensará que es usted una criada. Hágame el favor de dejar esta cestita en la casa de madame Walravens, con mi felicitación por su fête. Vive en la parte antigua de la ciudad, en la rue des Mages número 3. Me temo que el camino le parecerá un poco largo, pero tiene usted toda la tarde por delante, y no hay ninguna prisa; si no ha vuelto para la cena, ordenaré que le guarden un plato, o Goton, que siente debilidad por usted, le preparará encantada algo sencillo. No nos olvidaremos de usted, ma bonne meess. Y, por favor — exclamó, llamándome de nuevo—, insista en ver a madame Walravens, y en entregarle la cesta personalmente para que no haya ningún error; es una persona muy puntillosa. Adieu! Au revoir! 

Y finalmente me marché. Tardé algún tiempo en hacer los recados de las tiendas, pues elegir y emparejar sedas y lanas es siempre una tarea tediosa, pero acabé llegando al final de la lista. Escogí los patrones de las pantuflas, los cordones de las campanillas, los cabas, y también los pasadores y las borlas para los monederos; en pocas palabras, me quité de encima aquel tripotage(engorro); la fruta y la felicitación eran lo único que me faltaba. Me agradaba la perspectiva de dar un largo paseo hasta el corazón de la vieja y sombría BasseVille; y mi placer no fue menor al ver cómo el cielo del atardecer, una oscura masa azul metálica de bordes llameantes, se volvía poco a poco del rojo más encendido. Me asusta la violencia del viento, pues la tormenta requiere una energía que siempre me cuesta desplegar; pero el lóbrego ocaso, la copiosa nevada o el oscuro aguacero únicamente piden resignación, el abandono silencioso de vestimentas y personas antes de empaparse. A cambio, purifican ante nuestros ojos una capital; abren un silencioso camino a través de las grandes avenidas; petrifican una ciudad llena de vida, como si se tratara de un hechizo oriental; convierten Villette en una Tadmor. Dejemos, pues, que caiga la lluvia y las aguas nos inunden, pero antes he de deshacerme de esta cesta de frutas. 

Un reloj desconocido de una torre desconocida (la voz de St Jean Baptiste se hallaba ahora demasiado lejos para resultar audible) estaba dando las seis menos cuarto cuando llegué a la calle y a la casa cuya dirección me había dado madame Beck. No era ninguna calle, más bien formaba parte de una plaza; era un rincón muy tranquilo: la hierba crecía entre las grandes losas grises, las casas eran espaciosas y parecían muy antiguas; tras ellas se elevaban algunos árboles, que indicaban la presencia de jardines en la parte trasera. 

La antigüedad revoloteaba por aquella zona, de la que los negocios estaban desterrados. Hombres adinerados habían habitado en otro tiempo aquel barrio, y sus calles habían conocido el esplendor. Aquella iglesia, cuyos lúgubres y ruinosos campanarios dominaban la plaza, fue antaño el venerable y opulento santuario de los Reyes Magos. Pero hacía mucho tiempo que la riqueza y la grandiosidad habían extendido sus alas doradas y habían huido de allí, dejando sus antiguos nidos, tal vez para albergar a la Penuria, tal vez para continuar fríos y solitarios, desmoronándose sin ocupantes mientras se sucedían los inviernos. 

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