CAPÍTULO I. BRETTON

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  Mi madrina vivía en una hermosa casa en el antiguo y cuidado pueblo de Bretton. La familia de su

marido residía allí desde hacía generaciones y llevaba, de hecho, el nombre de su lugar natal: los
Bretton de Bretton; desconozco si por coincidencia o porque algún remoto antepasado había sido un
personaje lo bastante destacado para legar el apellido a su comunidad.
Cuando era pequeña, iba a Bretton un par de veces al año, y disfrutaba mucho con aquellas visitas.
La casa y sus moradores me agradaban especialmente. Las habitaciones amplias y tranquilas, los
muebles bien conservados, los grandes ventanales, el balcón que daba a una vieja calle, muy bonita,
donde siempre parecía ser domingo o día festivo, tan apacible era su atmósfera, tan limpio su
pavimento; todas esas cosas me encantaban.
Una niña en una casa llena de adultos suele ser objeto de mimos y atenciones, y yo los recibía, de
una manera reposada, de la señora Bretton, que se había quedado viuda antes de que yo la conociera y
tenía un hijo; su marido, médico, había muerto cuando era todavía una mujer joven y hermosa.
No era joven, tal como yo la recuerdo, pero seguía siendo hermosa, alta, bien proporcionada y,
aunque muy morena para ser inglesa, sus mejillas estaban siempre frescas y lozanas y sus bellos y
alegres ojos negros reflejaban una gran vivacidad. A la gente le parecía una lástima que no hubiera
transmitido aquella tez a su hijo, que tenía los ojos azules —aunque muy penetrantes, incluso en la
niñez— y un color de pelo que los amigos no se atrevían a definir, excepto cuando le daba el sol y se
volvía dorado. Había heredado, sin embargo, las facciones de su madre; así como sus bonitos dientes,
su estatura (o la promesa de tal, pues aún no había terminado de crecer) y, lo que era mejor, su salud
inquebrantable y esa fortaleza de ánimo que resulta más valiosa para quien la posee que una fortuna.
Era otoño y me encontraba en Bretton; mi madrina había ido en persona a buscarme a casa de los
parientes donde en aquella época tenía fijada mi residencia. Creo que ella veía con claridad los
acontecimientos que se avecinaban, cuya sombra apenas adivinaba yo; pero una leve sospecha bastaba
para sumirme en la tristeza, por lo que me alegré de cambiar de escenario y de compañía.
El tiempo siempre discurría plácidamente al lado de mi madrina; no de un modo agitado, sino
despacio, como el curso de un río caudaloso que atraviesa una llanura. Mis visitas semejaban el
descanso de Christian y Hopeful junto a un alegre arroyo con «árboles frondosos en sus orillas y
praderas que embellecían los lirios durante todo el año»1.
No tenían el encanto de la variedad, ni la emoción de los grandes acontecimientos; pero a mí me
gustaba tanto la paz, y deseaba tan poco los estímulos que, cuando llegaron, me parecieron casi
molestos y deseé que hubieran seguido lejos.
Cierto día llegó una carta cuyo contenido causó evidente sorpresa, además de inquietud, a la
señora Bretton. Al principio creí que era de mis familiares y me estremecí, esperando no sé qué
terrible noticia; sin embargo, nadie me dijo nada y la nube pareció disiparse.
Al día siguiente, a mi regreso de un largo paseo, encontré un cambio inesperado en mi dormitorio.
Además de mi cama francesa2 en su oscuro hueco, divisé en un rincón un pequeño lecho con sábanas
blancas; y, además de mi cómoda de caoba, un diminuto arcón de palisandro. Me quedé inmóvil,
mirándolos.
«¿Qué significará todo esto?», pensé.
La respuesta era obvia. Iba a venir otra invitada: la señora Bretton esperaba nuevas visitas.
Cuando bajé a comer, me lo explicaron. Me dijeron que pronto tendría a una niña pequeña como
compañera: la hija de un amigo y pariente lejano del difunto doctor Bretton. Y también que aquella
pequeña acababa de perder a su madre, aunque la señora Bretton se apresuró a añadir que no era una
desgracia tan grande como en un principio podía parecer. La señora Home 3 (Home era el apellido,
según dijeron) había sido una mujer muy hermosa, pero atolondrada y negligente, que había
descuidado a su hija, decepcionando y entristeciendo a su marido. El matrimonio había sido tan infeliz
que finalmente se habían separado, pero por consentimiento mutuo, sin mediar proceso legal alguno.
Poco después, la dama se había acalorado demasiado durante un baile, se había resfriado, había cogido
unas fiebres y había muerto tras una brevísima enfermedad. El marido, un hombre de naturaleza muy
sensible, había sufrido una terrible conmoción al recibir súbitamente la noticia y parecía estar
convencido de que una severidad excesiva por su parte —la falta de paciencia e indulgencia— había
contribuido a precipitar el final de su esposa. Aquella idea le había obsesionado de tal modo que su
ánimo se había visto gravemente afectado; los médicos insistían en que debía viajar para restablecerse
y, mientras tanto, la señora Bretton se había ofrecido a ocuparse de la niña.
—Y espero —añadió mi madrina para concluir— que la pequeña no se parezca a su madre: la
joven más necia y frívola con la que hombre sensato tuvo jamás la debilidad de casarse. Porque —
prosiguió— el señor Home es un hombre sensato a su manera, aunque carezca de sentido práctico: es
muy aficionado a la ciencia y se pasa media vida en el laboratorio haciendo experimentos, cosa que su
voluble esposa no podía comprender ni soportar; y lo cierto es que a mí tampoco me habría gustado —
confesó mi madrina.
En respuesta a una pregunta mía, me explicó, además, que su difunto marido solía decir que el
señor Home había heredado la vena científica de un tío materno, un sabio francés; pues por sus venas
corría, al parecer, sangre francesa y escocesa, y tenía varios parientes vivos en Francia, entre los que
más de uno escribía «de» antes del apellido y se hacía llamar noble.
Aquella misma noche, a las nueve, se envió un criado a recibir la diligencia en la que debía llegar
nuestra pequeña visitante. La señora Bretton y yo la esperamos solas en el salón, ya que John Graham
Bretton estaba pasando unos días en casa de un compañero de colegio que vivía en el campo. Mi
madrina leía el periódico de la tarde mientras aguardaba; yo cosía. Era una noche muy húmeda; la
lluvia azotaba los cristales de las ventanas y el viento soplaba con furia.
—¡Pobre pequeña! —exclamaba la señora Bretton de vez en cuando—. ¡ Menudo tiempo para
viajar! ¡Ojalá estuviera aquí ya sana y salva!
Poco antes de las diez, la campanilla anunció el regreso de Warren. En cuanto se abrió la puerta,
bajé corriendo al vestíbulo; había un baúl y unas cuantas sombrereras junto a una joven que parecía
una niñera, y al pie de la escalinata estaba Warren con un bulto en los brazos, envuelto en un chal.
—¿Es la niña? —pregunté.
—Sí, señorita.
Hubiera querido abrir el chal para verle la cara, pero la pequeña volvió rápidamente su rostro hacia
el hombro de Warren.
—Déjeme en el suelo, por favor —dijo una vocecita cuando Warren abrió la puerta del salón—, y
quíteme este chal —añadió, al tiempo que extraía el alfiler con su mano diminuta y, con cierta prisa
exigente, se quitaba la tosca envoltura. La criatura que apareció entonces intentó hábilmente doblar el
chal, pero era demasiado grande y pesado para que semejantes manos y brazos pudieran sostenerlo o
manejarlo—. Déselo a Harriet, por favor —ordenó entonces—, y ella lo guardará —dicho esto, se dio
la vuelta y clavó la vista en la señora Bretton.
—Ven aquí, pequeña —dijo mi madrina—. Ven y déjame ver si tienes frío y estás mojada; ven y
deja que te caliente junto al fuego.
La niña se acercó de inmediato. Despojada de su envoltura, parecía diminuta, pero tenía una figura
perfectamente formada, ligera, esbelta y muy erguida. Sentada sobre el amplio regazo de mi madrina,
recordaba a una muñeca; el cuello, delicado como la cera, y la cabeza de rizos sedosos aumentaban el
parecido, pensé.
La señora Bretton le dirigió palabras de cariño mientras le frotaba las manos, los brazos y los pies;
al principio fue observada con una mirada melancólica, pero pronto recibió a cambio una sonrisa. La
señora Bretton no era, por lo general, una mujer dada a las caricias; incluso con su queridísimo hijo,
raras veces demostraba sus sentimientos, sino más bien lo contrario, pero cuando aquella pequeña
desconocida le sonrió, mi madrina le dio un beso y le preguntó:
—¿Cómo se llama mi pequeñina?
—Missy4.
—¿Y además de Missy?
—Papá la llama Polly.
—¿Estará contenta Polly de vivir conmigo?
—No para siempre, sólo hasta que papá vuelva. Papá se ha ido —señaló, moviendo la cabeza de un
modo muy expresivo.
—Él regresará con Polly, o enviará a buscarla.
—¿De veras, señora? ¿Está segura?
—Claro.
—Pero Harriet no cree que lo haga; al menos en mucho tiempo. Está enfermo.
Sus ojos se llenaron de lágrimas. Apartó las manos de las de la señora Bretton e intentó abandonar
su regazo; ella trató de impedírselo en un principio, pero la niña dijo:
—Por favor, quisiera bajar. Puedo sentarme en un escabel.
Se le permitió deslizarse de las rodillas al suelo, y, cogiendo un escabel, lo llevó a un rincón
sumido en sombras, donde se sentó. La señora Bretton era una mujer de carácter, en los asuntos graves
incluso autoritaria, pero a menudo se mostraba pasiva ante las cuestiones sin importancia; dejó que la
niña obrara a su antojo.
—Será mejor que no le prestes demasiada atención —me dijo.
Pero yo desatendí su consejo: vi que Polly apoyaba el pequeño codo en la pequeña rodilla, y la
cabeza en la mano; observé que sacaba un diminuto pañuelo del bolsillo de muñeca de su falda de
muñeca, y luego la oí llorar. Otros niños que están tristes o sufren algún dolor lloran a lágrima viva,
sin contención ni vergüenza; pero sólo leves y ocasionales hipidos delataban el llanto de aquella
criatura. La señora Bretton no los oyó, lo que fue preferible. Al cabo de un rato, una voz surgió del
rincón para pedir:
—¿Podrían tocar la campanilla para llamar Harriet?
La toqué yo; la niñera no tardó en acudir.
—Harriet, es hora de acostarme —dijo su pequeña señora—. Debes preguntar dónde está mi cama.
Harriet le indicó que ya lo había hecho.
—Pregunta si dormirás conmigo, Harriet.
—No, missy. Compartirá la habitación con esta señorita —contestó la niñera, refiriéndose a mí.
Missy no se levantó, pero vi que me buscaba con los ojos. Después de unos minutos de escrutinio
silencioso, abandonó su rincón.
—Le deseo buenas noches —dijo a la señora Bretton, pero pasó muda junto a mí.
—Buenas noches, Polly —exclamé yo.
—No es necesario decirnos buenas noches, ya que dormimos en la misma habitación —fue la
respuesta con la que desapareció del salón. Oímos que Harriet le proponía llevarla en brazos—. No es
necesario —repuso de nuevo—. No es necesario, no es necesario —y oímos cómo sus pequeños pasos
subían con esfuerzo por la escalera.
Al irme a la cama una hora más tarde, la encontré aún despierta. Había colocado las almohadas
para que sostuvieran su menudo cuerpo sentado; las manos, una dentro de la otra, reposaban
tranquilamente sobre la sábana, con una anticuada parsimonia nada propia de una niña. Me abstuve de
hablarle durante un rato pero, justo antes de apagar la luz, le aconsejé que se tumbara.
—Dentro de poco —replicó.
—Pero vas a enfriarte, missy.
La niña cogió una prenda diminuta de la silla que había al lado de su camita y se cubrió los
hombros con ella. Dejé que hiciera lo que quisiera. Escuchando un rato en la oscuridad, me di cuenta
de que todavía lloraba, conteniéndose, en silencio y con cautela.
Al despertarme con la luz del día, oí correr un hilillo de agua. ¡Y allí estaba! , subida a un taburete
junto al lavamanos, inclinando el aguamanil con gran esfuerzo (no podía levantarlo) para verter su
contenido en la jofaina. Fue curioso observarla mientras se lavaba y vestía, tan pequeña, diligente y
callada. Era ostensible que no estaba acostumbrada a arreglarse sola; y afrontó con una perseverancia
digna de encomio las dificultades que entrañaban botones, cintas, corchetes y ojales. Dobló el
camisón, alisó cuidadosamente las sábanas de su camita y, ocultándose tras la cortina blanca, se quedó
muy quieta. Me incorporé a medias y asomé la cabeza para ver qué hacía. De rodillas, con la frente
entre las manos, comprendí que estaba rezando.
Su niñera llamó a la puerta. La pequeña se puso en pie.
—Ya estoy vestida, Harriet —dijo—. Me he vestido sola, pero no lo he hecho muy bien.
¡Ayúdame!
—¿Por qué se ha vestido sola, missy?
—¡Calla! Habla bajito, Harriet, no vayas a despertar a la niña —se refería a mí, ahora tumbada y
con los ojos cerrados—. Me he vestido sola porque así aprendo, para cuando tú te vayas.
—¿Acaso quiere que me vaya?
—Cuando te enfadas, he querido muchas veces que te fueras, pero ahora no. Colócame bien el lazo
del vestido; y alísame el pelo, por favor.
—El lazo está perfecto. ¡Qué quisquillosa!
—Hay que atarlo otra vez. Por favor, átalo.
—Está bien. Cuando me vaya, tendrá que pedirle a la señorita que la ayude a vestirse.
—De ningún modo.
—¿Por qué? Es una jovencita muy simpática. Espero que se comporte correctamente con ella,
missy, y no se dé aires.
—No dejaré que me vista.
—¡No sea ridícula!
—Estás peinándome mal, Harriet: la raya quedará torcida.
—Pues sí que es difícil de contentar, ¿está bien así?
—Perfectamente. ¿Dónde debo ir ahora que estoy vestida?
—La llevaré a la salita del desayuno.
—Entonces vamos.
Se dirigieron a la puerta. La niña se detuvo.
—¡Oh, Harriet, ojalá estuviera en casa de papá! No conozco a esta gente.
—Sea buena, missy.
—Soy buena, pero me duele aquí —se puso la mano sobre el corazón y repitió lloriqueando—:
¡ Papá!, ¡papá!
Abrí los ojos y me incorporé, dispuesta a poner fin a aquella escena mientras aún podía intervenir.
—Dé los buenos días a la señorita —ordenó Harriet.
La niña dijo: «Buenos días», y luego salió de la habitación detrás de su niñera. Harriet se fue
temporalmente aquel mismo día; iba a alojarse con unos amigos que vivían en los alrededores.
Cuando bajé, encontré a Paulina (la niña se hacía llamar Polly, pero su nombre completo era
Paulina Mary) sentada a la mesa del desayuno al lado de la señora Bretton; tenía delante un tazón de
leche y una rebanada de pan le llenaba la mano, que reposaba inmóvil sobre el mantel: no comía.
—No sé cómo vamos a contentar a esta criatura —me dijo la señora Bretton—. No come nada y
parece no haber dormido.
Expresé mi confianza en los efectos del tiempo y de la amabilidad.
—Sólo se adaptará cuando le cobre afecto a alguien de la casa —respondió mi madrina.


VILLETTEWhere stories live. Discover now