CAPÍTULO XXVI. UN ENTIERRO

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A partir de ese día, a mi vida no le faltó variedad; salía mucho, con el total consentimiento de

madame Beck, que aprobaba el nivel social de mis amistades. Aquella encomiable directora me había

tratado siempre con respeto, y, cuando descubrió que yo era invitada con frecuencia a un château o a

una mansión, el respeto aumentó y se convirtió en distinción.

No es que se mostrara servil u obsequiosa: madame, una mujer de mundo, jamás mostraba

debilidad; había en ella medida y sensatez cuando perseguía con la mayor vehemencia sus propios

intereses, calma y consideración cuando una presa caía en sus garras; sin exponerse a mi desdén por

oportunista y aduladora, me hizo saber con mucho tacto que le gustaba que las personas relacionadas

con su establecimiento frecuentaran esa clase de amistades que perfeccionan y elevan, y no aquellas

que perjudican y degradan. Nunca nos elogiaba a mí o a mis amigos; sólo lo hizo una vez en que,

sentada al sol en el jardín, con una taza de café al lado y la Gazette en las manos, con aire de estar en

la gloria, yo me acerqué a ella para pedirle que me permitiera salir por la tarde; me contestó con

enorme gentileza:

—Oui, oui, ma bonne amie: je vous donne la permission de coeur et de gré. Votre travail dans ma

maison a toujours été admirable, rempli de zèle et de discrétion: vous avez bien le droit de vous

amuser. Sortez donc tant que vous voudrez. Quant à votre choix de connaissances, j'en suis contente; c'est sage, digne, louable. 

(Sí, sí, querida amiga, le doy permiso de corazón y de buen grado. Su trabajo en mi casa ha sido

siempre admirable, lleno de celo y discreción: tiene derecho a divertirse. Salga cuanto quiera. En

cuanto a la elección de sus amistades, estoy encantada con ella; es sensata, digna, loable.)

Cerró los labios y continuó la lectura de la Gazette.

El lector no debe juzgar con demasiada severidad el hecho insignificante de que por aquellos días

el triplemente escondido paquete de cinco cartas desapareciera temporalmente de mi escritorio. Como

es natural, sentí una gran consternación al descubrirlo; pero en seguida recobré el ánimo.

«¡Paciencia! —susurré para mí—. Guarda silencio y espera tranquilamente; las cartas volverán a

aparecer.»

Y así fue: se habían limitado a hacer una pequeña visita al cuarto de madame; y, tras superar con

éxito su inspección, regresaron a su debido tiempo: al día siguiente estaban en su sitio.

Me gustaría saber qué pensaba de mi correspondencia. ¿Qué impresión le causaban las cartas del

doctor John Bretton? ¿Qué le parecían las ideas a menudo claras y concisas, las opiniones

generalmente lógicas y a veces originales, expuestas sin pretensiones con un estilo enérgico y fluido?

¿Le gustaba la vena medio humorística que tanto me complacía? ¿Qué pensaba de esas palabras

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