CAPÍTULO VII. VILLETTE

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Me desperté a la mañana siguiente con el coraje y el espíritu renovados; la debilidad física ya no hacía flaquear mi juicio; sentía la cabeza atenta y despejada. Acababa de vestirme cuando llamaron a la puerta. —Puede pasar —dije, esperando ver a la sirvienta; pero fue un hombre de aspecto rudo quien entró. —Deme sus llaves, señorita — exclamó. —¿Por qué? —quise saber. —¡Démelas! —repitió con impaciencia y, después de arrancármelas casi de la mano, añadió—: ¡Muy bien! En seguida traigo su baúl. Por fortuna todo salió bien: el hombre resultó ser de la aduana. No sabía dónde iba a desayunar, pero me dispuse a bajar, no sin cierta vacilación. Observé entonces lo que no había visto la noche anterior por culpa de mi agotamiento, a saber, que aquella posada era, en realidad, un hotel inmenso; y mientras bajaba lentamente por la escalinata, deteniéndome en cada escalón (pues no tenía ninguna prisa por llegar abajo), contemplé el elevado techo encima de mí, las paredes pintadas a mi alrededor, los ventanales que todo lo iluminaban, el mármol veteado que pisaba (porque los escalones eran todos de mármol, aunque no estaban demasiado limpios ni alfombrados) y, comparando todo aquello con las dimensiones del pequeño dormitorio que me habían asignado y la extrema modestia de su mobiliario, me dio por filosofar. Mucho me maravillaba la sagacidad demostrada por criados y sirvientas al acomodar a los huéspedes. ¿Cómo podían los camareros de barcos y posadas adivinar tras una mirada que, por ejemplo, yo era una persona de nula posición social y escasos recursos monetarios? Era evidente que lo sabían; me daba perfecta cuenta de que todos ellos me adjudicaban un valor insignificante después de un rápido cálculo. El hecho me pareció curioso y muy revelador; no quise ocultarme lo que indicaba, pero conseguí que, a pesar de ello, mi ánimo no decayera. Cuando por fin llegué al enorme vestíbulo, inundado por la luz de la claraboya, me encaminé hacia lo que resultó ser el comedor del hotel. No puedo negar que, al entrar allí, temblaba un poco; me sentía insegura, solitaria, muy desdichada; deseaba de todo corazón saber si obraba bien o mal y, aunque creía que era lo segundo, no podía evitarlo. Con el espíritu y la calma de un fatalista, me senté en una pequeña mesa, donde el camarero no tardó en servirme el desayuno; y lo tomé con un estado de ánimo muy poco favorable a la digestión. Había muchas personas desayunando en otras mesas; me habría alegrado ver a alguna mujer entre ellas, pero no había ninguna, todos los presentes eran hombres. Sin embargo, nadie pareció pensar que estuviera haciendo algo raro; uno o dos caballeros me miraron ocasionalmente, pero con suma discreción: supongo que, si vieron alguna excentricidad en mi comportamiento, lo justificaron con la palabra «¡Inglesa!». Terminado el desayuno, tenía que moverme de nuevo... pero ¿en qué dirección? «Ve a Villette», me dijo una voz interior, empujada sin duda por el recuerdo de una frase banal que la señorita Fanshawe había pronunciado sin pensar al despedirse de mí: —Ojalá pudiera venir al colegio de madame Beck. Podría usted cuidar de sus marmots [críos] . Está buscando una gouvernante inglesa, o al menos la buscaba hace dos meses. Yo no sabía quién era madame Beck ni dónde vivía; lo había preguntado, pero mis palabras no habían obtenido respuesta: apremiada por sus amigos, la señorita Fanshawe se había ido sin contestarme. Pensé que Villette sería su residencia; y allí dirigí mis pasos. La distancia era de cuarenta millas. Sabía que me aferraba a un débil hilo de esperanza, pero, hallándome en el fondo del abismo, me habría agarrado a un clavo ardiendo. Tras inquirir por el modo de viajar hasta Villette y reservar un asiento en la diligence, partí guiada por la firmeza de aquel plan, de aquella sombra de proyecto. Antes de pronunciarse sobre la temeridad de mi proceder, ruego al lector que vuelva la vista atrás, hacia el punto del que había partido; que recuerde el desierto que había dejado a mis espaldas y repare en el escaso peligro que corría: se trataba de un juego en el que no tenía nada que perder, y podía ganar. Soy consciente de que mi temperamento no es artístico, pero debo poseer algo de la facultad del artista para gozar al máximo de cada momento; es decir, cuando es de mi gusto. Disfruté de aquel día, aunque viajamos lentamente, hacía mucho frío y llovía. Durante el trayecto, recorrimos un paisaje pelado, llano y sin árboles; unos canales cenagosos se deslizaban, cual verdes serpientes aletargadas, junto a la carretera; e hileras de sauces desmochados bordeaban los campos, labrados como huertos. El cielo era también de un gris monótono; la atmósfera, cargada y húmeda; y, a pesar de tan lúgubres influencias, mi imaginación volaba y en mi corazón brillaba el sol. Estos sentimientos, sin embargo, se veían contrarrestados por la secreta e incesante inquietud que acechaba constantemente mi alegría, como un tigre agazapado en la jungla. Tenía siempre en mis oídos el aliento de ese animal de presa; su fiero corazón latía junto al mío; jamás se movía de su guarida, pero yo sentía su presencia: sabía que sólo aguardaba la puesta del sol para saltar con voracidad sobre su víctima. Esperaba encontrarme en Villette antes del anochecer, y escapar así del profundo desasosiego que las tinieblas parecen arrojar sobre el viajero que llega por primera vez a un lugar desconocido; pero debido a la lentitud de nuestro avance y a las largas paradas, a la espesa niebla y a la intensa lluvia, una oscuridad casi palpable había envuelto la ciudad cuando nos acercamos a ella. Recuerdo que atravesamos una puerta donde había soldados apostados; lo vi a la luz de las farolas. Luego, dejando atrás la enlodada chaussée [calzada] , traqueteamos sobre un empedrado extrañamente duro y desigual. Al llegar a nuestro destino, la diligencia se detuvo y los pasajeros se apearon. Mi primera preocupación fue recuperar el baúl, asunto baladí, pero para mí de singular importancia. Comprendí que era mejor no importunar al cochero ni mostrarme demasiado impaciente, sino observar tranquilamente cómo sacaban el resto del equipaje hasta ver el mío, y entonces reclamarlo y ponerlo a salvo; me hice a un lado, y mis ojos se posaron en el lugar donde había visto colocar mi pequeño baúl, sobre el que ahora se amontonaban toda clase de bártulos. Uno a uno, contemplé cómo los bajaban y devolvían a sus dueños. Estaba segura de que mi baúl debía de ser ya visible... pero no aparecía. Había atado la etiqueta con mi nombre con una cinta verde, a fin de reconocerlo fácilmente, pero no se vislumbraba nada de ese color. Dejaron en el suelo todos los bultos, cajas y paquetes; y, cuando levantaron la cubierta de hule, comprobé que no quedaba ni un paraguas, ni una capa, bastón o sombrerera. Y mi baúl, con mis escasas pertenencias y la pequeña cartera donde guardaba lo que quedaba de las quince libras, ¿dónde podía estar? Ahora puedo hacer esa pregunta, pero entonces no. Fui incapaz de decir nada, pues no sabía una palabra de francés: y era francés y sólo francés lo que todo el mundo hablaba atropelladamente a mi alrededor. ¿Qué debía hacer? Me acerqué al conductor y, poniéndole la mano en el brazo, le señalé un baúl y luego el techo de la diligencia, intentando expresar con la mirada mi pregunta. Él me entendió mal, cogió el baúl señalado y se dispuso a subirlo al vehículo. —Deje eso, ¿quiere? —exclamó una voz en perfecto inglés; y, dándose cuenta de su error, añadió—: Qu'est-ce que vous faîtes donc? Cette malle est à moi [ ¿Qué hace usted? Ese baúl es mío.] . Pero yo había oído mi lengua materna, y el corazón me brincó dentro del pecho. Me di la vuelta. —Señor —dije, dirigiéndome al desconocido, y la angustia me impidió fijarme en su aspecto—. No sé hablar francés. Le suplico que pregunte a este hombre qué ha hecho con mi baúl. Sin distinguir por el momento cómo era el rostro hacia el que había levantado la vista, leí en su expresión una mezcla de sorpresa por mi súplica y de vacilación sobre la conveniencia de intervenir. —Pregúnteselo, se lo ruego —insistí —; yo haría lo mismo por usted. No sé si sonrió, pero se dirigió a mí en un tono muy educado, es decir, ni severo ni temible: —¿Cómo es su baúl? Se lo expliqué, sin olvidar la cinta verde en mi descripción. Él se apresuró a increpar al conductor, y en el torrente de frases en francés que siguió, tuve la impresión de que le reprendía duramente. Al poco rato, regresó junto a mí. —El hombre dice que llevaba sobrecarga, y confiesa que sacó su baúl después de que usted le viera colocarlo y lo dejó en BoueMarine con otros paquetes. Sin embargo, ha prometido traérselo mañana; pasado mañana lo tendrá en esta oficina. —Gracias —respondí, pero se me encogió el corazón. Mientras tanto, ¿qué iba a hacer? Es posible que aquel caballero inglés viera en mi rostro cómo flaqueaban mis fuerzas, porque inquirió amablemente: —¿Tiene usted amigos en la ciudad? —No, y no sé dónde ir. Él tardó unos instantes en contestar; y, cuando se volvió hacia la luz de una farola, vi que se trataba de un hombre joven, distinguido y muy apuesto; a mi entender, podía ser un lord: la naturaleza le había dotado de las cualidades de un príncipe, pensé. Su rostro era muy agradable; y su aspecto elegante, pero no altanero, varonil, pero no autoritario. Me di la vuelta, consciente de que no tenía ningún derecho a solicitar más ayuda de alguien como él. —¿Llevaba todo su dinero en el baúl? —preguntó, deteniéndome. Qué dichosa me sentí de poder contestarle sinceramente: —No. Llevo lo suficiente en el bolso (pues tenía cerca de veinte francos) para alojarme en una sencilla posada hasta pasado mañana; pero es la primera vez que vengo a Villette y no conozco sus calles ni sus posadas. —Puedo darle la dirección de un lugar como el que busca —señaló él—, y no está muy lejos. Siguiendo mis indicaciones, lo encontrará fácilmente. Arrancó una hoja de su cuaderno de notas, escribió unas palabras y me la entregó. Pensé que era realmente amable; y desconfiar de él, de su consejo o de su conducta, habría sido como desconfiar de la Biblia. Había bondad en su rostro y nobleza en sus brillantes ojos. —El camino más corto es seguir el bulevar y cruzar el parque —continuó —, pero es demasiado tarde y está demasiado oscuro para que vaya sola; yo la acompañaré en ese tramo. Echó a andar y yo fui tras él en medio de la oscuridad y de la llovizna que nos empapaba. El bulevar estaba desierto y embarrado, y los árboles goteaban sin cesar; el parque era tan negro como la noche. La intensa penumbra de los árboles y de la niebla me impedía ver a mi guía; me limité a seguir sus pisadas. No sentía el menor miedo: creo que habría seguido aquellos leales pasos hasta el fin del mundo, en medio de una noche perpetua. —Y ahora —dijo él, después de cruzar el parque— continúe por esta calle ancha hasta llegar a unas escaleras iluminadas por dos farolas; baje por ellas, y encontrará una calle más estrecha; sígala hasta el fondo y verá la posada. Hablan inglés, de modo que han terminado sus dificultades. Buenas noches. —Buenas noches, señor —repliqué —. Acepte mi más sincero agradecimiento. Y así nos separamos. El recuerdo de su semblante, lleno de benevolencia para quienes carecían de amigos, y su voz, que reflejaba una naturaleza caballerosa con los débiles y necesitados, además de con las mujeres y los niños, fueron para mí como un cordial hasta mucho después de despedirnos. Se trataba de un auténtico caballero inglés. Seguí mi camino, andando presurosa por una calle y una plaza de gran belleza, rodeada de suntuosas mansiones, entre las que destacaban las gigantescas sombras de algunos edificios imponentes y altivos... tal vez un palacio o una iglesia, era incapaz de distinguirlo. Al pasar bajo un pórtico, dos hombres con mostacho salieron súbitamente de detrás de las columnas; fumaban puros y sus atuendos pretendían ser de caballeros, pero ¡pobres necios!, tenían alma de plebeyos. Se dirigieron a mí con insolencia y, a pesar de que apreté el paso, me siguieron durante un buen trecho. Finalmente, me tropecé con una especie de patrulla y mis temibles perseguidores abandonaron la cacería, dejándome completamente trastornada. Cuando recobré la serenidad, ignoraba dónde estaba; supongo que había dejado atrás las escaleras. Aturdida, jadeante y con el pulso acelerado por la agitación, no sabía hacia dónde encaminarme. Me aterraba la idea de encontrarme de nuevo con aquellos hombres barbudos y vulgares, pero tenía que desandar el camino y buscar las escaleras. Por fin llegué a unos viejos y desgastados escalones, y dando por supuesto que serían los indicados, bajé por ellos. La calle a la que me condujeron era ciertamente estrecha, pero no había en ella ninguna posada. Seguí caminando. En otra calle muy tranquila y comparativamente limpia y bien pavimentada, vi una luz que brillaba sobre la puerta de una casa bastante grande, un piso más alta que las demás. Aquélla debía de ser la posada. Aceleré la marcha; me temblaban las rodillas y estaba agotada. No era una posada. Una placa de latón adornaba la gran Portecochère. «Pensionnat de Demoiselles» [Entrada de carruajes. Internado paraseñoritas.] , rezaba la inscripción, y debajo había un nombre: «Madame Beck». Me estremecí. Un centenar de pensamientos cruzaron por mi imaginación en un instante. Sin embargo, no planeé nada ni me detuve a reflexionar: no tenía tiempo. La Providencia me decía: «Detente aquí; ésta es tu posada». El Destino me aprisionó en sus fuertes manos, dominó mi voluntad, dirigió mis acciones: toqué la campanilla de la puerta. Mientras esperaba, me negué a pensar. Clavé la vista en el empedrado de la calle que iluminaba el farol de la puerta y conté las losas de piedra, fijándome en sus formas y en el reflejo del agua en sus ángulos. Volví a tocar la campanilla. Por fin abrieron la puerta. Una criada con una elegante cofia apareció ante mí. —¿Podría ver a madame Beck? — pregunté. Creo que si hubiera hablado en francés, no me habría dejado pasar; pero, al ver que me expresaba en inglés, dedujo que era una profesora extranjera que había de tratar algún asunto relacionado con el pensionnat, y me invitó a entrar a pesar de la hora, sin una palabra recriminatoria ni un instante de duda. Poco después me encontré sentada en un frío y elegante salón, con una estufa de porcelana apagada, adornos dorados y un suelo muy brillante. En la repisa de la chimenea, un reloj de péndulo dio las nueve. Transcurrió un cuarto de hora. ¡Con qué rapidez me latía el corazón! ¡Cómo pasaba del calor al frío y del frío al calor! No apartaba los ojos de la puerta, una gran puerta plegable de color blanco con molduras doradas; la observaba esperando que se moviera una de sus hojas y se abriera. Todo había permanecido en silencio; no se había oído ni a un ratón; la puerta blanca seguía cerrada e inmóvil. —¿Es usted inglesa? —preguntó una voz a mi lado. Estuve a punto de dar un respingo ante lo inesperado de aquel sonido; había estado tan convencida de mi soledad... Pero no era un espectro ni nada fantasmagórico lo que tenía al lado, sino únicamente una mujer menuda y regordeta, con aire maternal, envuelta en un gran chal, con una bata y un pulcro y elegante gorro de dormir. Le dije que era inglesa e inmediatamente, sin más preámbulos, iniciamos una conversación de lo más singular. Madame Beck (pues se trataba de ella; había entrado por una pequeña puerta a mis espaldas y, al ir calzada con unas silenciosas zapatillas, no la había oído acercarse) había agotado su dominio de la lengua insular al preguntarme si era inglesa, y procedió a seguir hablando locuazmente en su idioma. Yo le respondí en el mío. Ella comprendía algo, pero como yo no entendía nada, aunque entre las dos armamos un buen jaleo (hasta entonces no había oído ni imaginado nada semejante al talento de madame para expresarse), lo cierto es que no conseguimos avanzar demasiado. Madame Beck no tardó en tocar la campanilla para pedir ayuda, que llegó en la persona de una maîtresse que había estudiado durante una época en un convento irlandés y a la que se atribuía un perfecto dominio de la lengua inglesa. Aquella maîtresse resultó ser una pequeña embaucadora, una nativa de Labassecour de los pies a la cabeza, ¡y cómo destrozaba el idioma de Albión! No obstante, le conté mi historia con palabras sencillas que ella tradujo. Le expliqué que había abandonado mi país con la intención de ampliar mis conocimientos y de ganarme el pan; que estaba dispuesta a encargarme de cualquier tarea, siempre que no fuera indigna o degradante; que podía ser niñera o doncella, y que ni siquiera me negaría a un trabajo doméstico que se adaptara a mis fuerzas. Madame oyó esto, y examinando su semblante, tuve casi la seguridad de que mi historia la había convencido. —Il n'y a que les anglaises pour ces sortes d'entreprises —exclamó—. Sont-elles donc intrépides ces femmes là! [Sólo a las inglesas se les ocurrenestas cosas [...]. ¡Qué intrépidas son!] Luego me preguntó el nombre y la edad; se sentó y me miró, sin lástima ni interés: ni un destello de simpatía, ni una sombra de compasión cruzaron por su rostro durante la entrevista. Tuve la impresión de que no era una persona que se dejara arrastrar en lo más mínimo por sus sentimientos. Me contemplaba con aire grave y considerado, confiando en su propio criterio y analizando mi historia. Sonó una campanilla. —Voilà pour la prière du soir! [¡Llaman a la oración nocturna!] —exclamó, y se puso en pie. A través de la intérprete, me pidió que me fuera y regresara a la mañana siguiente; pero aquello no me convenía: no soportaba la idea de regresar a los peligros de la oscuridad y de la calle. En tono enérgico, pero con serenidad y dominio de mí misma, le dije directamente a ella, prescindiendo de la maîtresse: —Le aseguro, madame, que, si acepta mis servicios ahora mismo, sus intereses saldrán beneficiados; descubrirá que soy una persona deseosa de prestar un servicio plenamente equiparable a su salario. Y, si piensa contratarme, sería mejor que me quedara aquí esta noche; dado que no conozco Villette ni hablo la lengua del país, ¿cómo voy a conseguir alojamiento? —Tiene razón —dijo ella—. Pero, al menos, ¿podría darme alguna referencia? —Ninguna. Preguntó por mi equipaje y le indiqué cuándo llegaría. Ella reflexionó. En aquel momento se oyeron unos pasos de hombre en el vestíbulo, dirigiéndose apresuradamente hacia la puerta principal. (Proseguiré con esta parte del relato como si hubiera comprendido lo que ocurrió, pues, aunque entonces me resultó ininteligible, me lo tradujeron más adelante). —¿Quién sale a estas horas? — preguntó madame Beck al oír las pisadas. —Monsieur Paul —contestó la profesora—. Ha venido esta tarde para dar clase a las alumnas de primer curso. —Precisamente el hombre que más deseo ver en este momento. Llámele. La profesora corrió hacia la puerta del salón y avisó a monsieur Paul. Éste entró: un hombre menudo, delgado y moreno con anteojos. —Mon cousin —empezó diciendo madame—. Quiero pedirle su opinión. Todos sabemos de su habilidad para conocer a las personas por su fisonomía; aplíquela ahora. Lea este rostro. El hombre clavó en mí sus anteojos. Los labios apretados con decisión y el entrecejo fruncido parecían indicar que pensaba traspasarme con la mirada, que ningún velo sería capaz de ocultarle nada. —Ya lo he leído —aseguró. —Et qu'en dites vous? [Y ¿qué puede decirme?]  —Mais, bien des choses [Muchas cosas] —fue su misteriosa respuesta. —¿Buenas o malas? —De las dos clases, sin duda — añadió el adivino. —¿Se puede confiar en su palabra? —¿Están ustedes tratando un asunto importante? —Ella quiere que la contrate como criada o institutriz; nos ha relatado su historia con mucha franqueza, pero no tiene referencias. —¿Es extranjera? —Inglesa, como puede ver. —¿Habla francés? —Ni una sola palabra. —¿Lo entiende? —No. —¿Podemos entonces hablar claramente en su presencia? —Sin duda. Volvió a clavar sus ojos en mí. —¿Necesita de sus servicios? —No me irían mal. Ya sabe que estoy muy disgustada con madame Svini. Él continuó examinándome. Cuando por fin emitió un juicio, éste fue tan enigmático como las palabras que lo habían precedido. —Contrátela. Si en su naturaleza predomina el bien, la acción se verá recompensada; en caso contrario... eh, bien!, ma cousine, ce sera toujours une bonne oeuvre [¡Bueno!, querida prima, siempre seráuna buena obra] . Y después de inclinar la cabeza y decir bon soir, aquel ambiguo árbitro de mi destino desapareció. Y madame me contrató aquella misma noche. Gracias a Dios no tuve necesidad de regresar a unas calles desiertas, lóbregas y hostiles.

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