VILLETTE

By DorissRojas

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Lucy Snowe, sin familia, sin dinero, sin posición, entra a trabajar en un internado en una ciudad extranjera... More

NOTA
CAPÍTULO I. BRETTON
CAPÍTULO II. PAULINA
CAPÍTULO III. LOS COMPAÑEROS DE JUEGOS
CAPÍTULO IV. LA SEÑORITA MARCHMONT
CAPÍTULO V. PASANDO PÁGINA
CAPÍTULO VI. LONDRES
CAPÍTULO VII. VILLETTE
CAPÍTULO VIII. MADAME BECK
CAPÍTULO IX. ISIDORE
CAPÍTULO X. EL DOCTOR JOHN
CAPÍTULO XI. EL CUARTITO DE LA PORTERA
CAPÍTULO XII. EL COFRECILLO
CAPÍTULO XIII. UN ESTORNUDO A DESTIEMPO
CAPÍTULO XIV. LA FÊTE
CAPÍTULO XV. LAS LARGAS VACACIONES
CAPÍTULO XVI. LOS DÍAS DE ANTAÑO
CAPÍTULO XVII. LA TERRAZA
CAPÍTULO XVIII. DISCUTIMOS
CAPÍTULO XIX. CLEOPATRA
CAPÍTULO XXI. REACCIÓN
CAPÍTULO XXII. LA CARTA
CAPÍTULO XXIII. VASTÍ
CAPÍTULO XXIV. MONSEIUR DE BASSOMPIERRE
CAPÍTULO XXV. LA PEQUEÑA CONDESA
CAPÍTULO XXVI. UN ENTIERRO
CAPÍTULO XXVII. EL HOTEL CRÉCY
CAPÍTULO XVIII. LA LEONTINA
CAPÍTULO XXIX. LA FÊTE DE MONSIEUR
CAPÍTULO XXX. MONSIEUR PAUL
CAPÍTULO XXXI. LA DRÍADE
CAPÍTULO XXXII. LA PRIMERA CARTA
CAPÍTULO XXXIII. MONSIEUR PAUL CUMPLE SU PROMESA
CAPÍTULO XXXIV. MALÉVOLA
CAPÍTULO XXXV. FRATERNIDAD
CAPÍTULO XXXVI. LA MANZANA DE LA DISCORDIA
CAPÍTULO XXXVII. BRILLA EL SOL
CAPÍTULO XXXVIII. NUBES
CAPÍTULO XXXIX. VIEJOS Y NUEVOS CONOCIDOS
CAPÍTULO XL. LA PAREJA FELIZ
CAPÍTULO XLI. FAUBOURG CLOTILDE
CAPÍTULO XLII. FINIS
SOBRE LA AUTORA

CAPÍTULO XX. EL CONCIERTO

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By DorissRojas


Una mañana, la señora Bretton entró precipitadamente en mi cuarto y me pidió que abriera los

cajones y le enseñara mis vestidos; la obedecí en silencio.

—Está bien —dijo ella, después de inspeccionarlos—. Necesitas uno nuevo.

Salió de la casa y regresó en seguida con una modista. Le ordenó que me tomara las medidas.

—Voy a elegir un traje de mi gusto —exclamó—; obraré a mi antojo en este pequeño asunto.

Dos días después llegó a La Terrasse... ¡un vestido rosa!

—No es para mí —me apresuré a decir, sintiendo que sería casi como disfrazarme de dama china.

—¿Qué no es para ti? —repuso mi madrina, añadiendo con su firme determinación—: Ya verás

cómo te lo pones esta misma noche.

Pensé que no lo haría; pensé que ninguna fuerza humana lograría convencerme. ¡Un vestido rosa!

No lo reconocía como mío. Él no me reconocía como dueña. Ni siquiera me lo había probado.

Mi madrina decretó que aquella noche iría con ella y con Graham a un concierto: un importante

acontecimiento, según me explicó, que se celebraría en la gran sala de la principal sociedad musical

del país. Tocarían los mejores alumnos del Conservatorio, e iría seguido de una rifa au bénéfice des

pauvres; para coronarlo todo, el rey, la reina y el príncipe de Labassecour estarían presentes. Graham,

al enviar las entradas, había pedido que prestáramos la debida atención a nuestros atuendos, por

respeto a la realeza; nos recomendó, asimismo, que estuviéramos listas a las siete en punto.

Cerca de las seis me condujeron al piso de arriba. Sin que nadie me obligara, me vi guiada e

influida por una voluntad que no era la mía, que no me consultaba ni me persuadía, y a la que obedecía

con docilidad. En pocas palabras, me pusieron el vestido rosa, atenuado por unas cintas de encaje

negro. Me declararon en grande tenue(vestida de gala), y me rogaron que me mirara en el espejo. Lo hice temblando

de miedo; y, todavía más asustada, aparté la vista de él. El reloj dio las siete; el doctor Bretton había

llegado; mi madrina y yo bajamos. Ella llevaba un vestido de terciopelo marrón; mientras la seguía

protegida por su sombra, ¡cómo envidié los pliegues de su grave y oscura majestuosidad! Graham nos

aguardaba en el umbral del salón.

«Espero que no crea que me he arreglado así para llamar la atención», pensé con inquietud.

—Tome estas flores, Lucy —exclamó, dándome un ramillete.

No prestó más atención a mi vestido que la reflejada en una amable sonrisa y en un gesto

satisfecho, lo que calmó al instante mi sentimiento de vergüenza y mi miedo al ridículo. Por lo demás,

el traje era sumamente sencillo, sin volantes ni plisados; lo que me intimidaba era la ligereza de su

tela y su color encendido, pero, como Graham no vio nada absurdo en él, me resigné muy pronto a

llevarlo.

Supongo que las personas que van todas las noches a un lugar de diversión no pueden disfrutar de

una ópera o de un concierto con la misma intensidad que quienes sólo asisten a ellos en raras

ocasiones. No creo que esperase vibrar de placer en el concierto, pues sólo tenía una vaga noción de su

naturaleza, pero me gustó mucho el trayecto. La comodidad del carruaje cerrado en aquella noche fría

y despejada, la dicha de salir en tan alegre y cariñosa compañía, la visión de las estrellas centelleando

entre los árboles mientras avanzábamos por la avenida; y, poco después, la grandeza del cielo

nocturno cuando salimos a la chaussée, el paso por las puertas de la ciudad, las fogatas encendidas, losguardas allí apostados, la inspección que simularon hacernos y que tanto nos divirtió... todos esos

detalles tenían para mí, por su novedad, un encanto peculiar y deslumbrante. No sabría decir hasta qué

punto emanaba de la atmósfera de amistad que nos envolvía: el doctor John y su madre, de excelente

humor, discutieron alegremente todo el camino y se mostraron tan afectuosos conmigo como si fuera

de la familia.

Nuestro recorrido pasaba por algunas de las principales calles de Villette, intensamente iluminadas

y mucho más concurridas que al mediodía. ¡Cómo brillaban los escaparates de las tiendas! ¡Con

cuánta animación fluía la marea desbordante de vida por el ancho pavimento! Mientras contemplaba

todo aquello, el recuerdo de la rue Fossette acudió a mi pensamiento: el colegio y el jardín

amurallado, las aulas enormes y oscuras por las que paseaba sola a aquella misma hora, mirando las

estrellas por los ventanales altos y desnudos y oyendo a lo lejos la voz de la lectora que, en el

refectorio, repetía la lecture pieuse. Pronto volvería a oírla y a vagar por el internado; y la sombra del

futuro se cernió con severidad sobre el radiante presente.

Mientras tanto, nos habíamos sumergido en una corriente de carruajes que avanzaban en la misma

dirección, y no tardó en resplandecer ante nosotros la fachada iluminada de un gran edificio. Como he

insinuado antes, apenas sabía lo que iba a encontrar en su interior, pues jamás había estado antes en un

lugar público de diversión.

Nos apeamos delante de un gran pórtico donde había un enorme bullicio y mucha gente, pero no

recuerdo más detalles con claridad, hasta que me encontré subiendo por una majestuosa escalinata, de

gran anchura y fácil ascenso, con una gruesa y suave alfombra carmesí, que conducía a unas

gigantescas puertas solemnemente cerradas, cuyos paneles eran del mismo color que la alfombra.

No sé qué clase de magia conseguía abrir aquellas puertas... el doctor John se ocupaba de esos

asuntos; se abrieron, sin embargo, y apareció ante nosotros una sala, de gran tamaño, cuyas paredes

circulares y techo en forma de cúpula me parecieron de oro (por la destreza con que habían sido

realizados); tenían en relieve toda clase de molduras y guirnaldas, brillantes como el oro pulido o

níveas como el alabastro, y el color blanco y el color áureo se fundían en hermosas coronas de hojas

doradas y lirios inmaculados; tanto los cortinajes como las alfombras y los cojines eran de un vivo

color carmesí. Colgando de la cúpula, refulgía una masa que me deslumbró... y que me pareció de

cristal de roca; una masa de planos centelleantes, estrellas luminosas y lágrimas ondulantes,

bellamente teñida de gemas dispersas como el rocío, y de trémulos fragmentos de arco iris. No era

más que una araña de cristal, lector, pero a mí me pareció la obra de un genio oriental: y casi esperé

ver la mano enorme, misteriosa y oscura del Esclavo de la Lámpara flotando en la brillante y

perfumada atmósfera de la cúpula y custodiando su maravilloso tesoro.

Seguimos avanzando, sin que yo fuera consciente hacia dónde, pero de pronto, en algún giro, nos

encontramos con un grupo de personas que venían de frente. Todavía me parece estar viéndolas: una

hermosa dama de mediana edad, vestida de terciopelo oscuro; un caballero que podía ser su hijo... el

rostro y la figura más elegantes que yo había visto jamás; y una tercera persona, ataviada con un

vestido rosa y un manto de encaje negro.

Me fijé en los tres y, por un instante, los tomé por desconocidos: recibí así una impresión objetiva

de su aspecto. Pero la impresión apenas duró y no tuvo tiempo de grabarse en mi memoria; se disipó

en cuanto comprendí que estaba frente a un gran espejo entre dos columnas: ¡aquel grupo éramos

nosotros! De modo que, por primera y quizá última vez en la vida, disfruté del «don» de verme tal

como me veían los demás. No es necesario que me extienda en las consecuencias. Trajeron una nota

discordante, una punzada de dolor; no fue una visión halagüeña y, sin embargo, debía sentirmeagradecida: podría haber sido peor.

Finalmente, nos sentamos en unas butacas desde las que se divisaba toda la sala, enorme y

resplandeciente, caldeada y alegre. Ya estaba llena, y el público era realmente distinguido. No sé si las

mujeres eran muy hermosas, pero sus vestimentas resultaban perfectas; y las extranjeras, incluso las

menos atractivas en la intimidad, parecen poseer el arte de mostrarse elegantes en público. Por muy

bruscos y ruidosos que sean sus movimientos cuando se pasean por su hogar en peignoir y

papillotes(en bata y papillotes), reservan para los días de fiesta una forma de deslizarse, de inclinarse, de mover la cabeza y los brazos, cierta expresión en la boca y en los ojos, que siempre exhiben al engalanarse.

Se veían aquí y allá algunas figuras agraciadas, con un estilo de belleza muy singular; un estilo,

según creo, jamás visto en Inglaterra: un estilo sólido, firme y escultural. Sus formas no son

angulosas: una cariátide de mármol es casi tan flexible; una diosa de Fidias no resulta más serena y

majestuosa. Tenían los rasgos que los pintores holandeses eligen para sus madonas: las facciones

típicas de las tierras llanas, armoniosas y redondeadas, ingenuas e impasibles; por la profundidad de

su calma inexpresiva, de su serenidad desapasionada, sólo pueden recordarnos a los campos nevados

del Polo. Las mujeres así no necesitan adornos, y casi nunca los llevan; el pelo sedoso,

cuidadosamente trenzado, ofrece sobrado contraste con las mejillas y la frente, todavía más suaves

que los cabellos. Nunca resultan, al vestir, demasiado sencillas; el brazo opulento y el cuello perfecto

no precisan pulseras ni cadenas.

En una ocasión, había tenido el privilegio de conocer bien a una de esas beldades: era asombroso

ver la hondura y vehemencia del amor que se profesaba a sí misma; sólo lo superaba su arrogante

incapacidad de sentir afecto por cualquier otro ser humano. No corría una gota de sangre por sus frías

venas; una plácida linfa llenaba y casi obstruía sus arterias.

Una Juno como la que acabo de describir estaba sentada en un sitio muy visible; una especie de

blanco de todas las miradas, perfectamente consciente de su papel, pero invulnerable a la magnética

influencia de cualquier observador: tan fría, corpulenta, rubia y hermosa como la columna blanca de

capitel dorado que se elevaba junto a ella.

Al darme cuenta de que había llamado poderosamente la atención del doctor John, le pedí en voz

baja que «por el amor de Dios, protegiera bien su corazón».

—No necesita enamorarse de esa dama —susurré—, pues, se lo digo de antemano, podría morir a

sus pies sin conseguir que le correspondiera.

—Muy bien —respondió—, y ¿cómo sabe usted que el espectáculo de su enorme insensibilidad no

constituye para mí el mayor estímulo para rendirle homenaje? Creo que el aguijonazo de la

desesperación es un maravilloso incentivo para mis emociones; pero —añadió, encogiéndose de

hombros— ¡qué sabrá usted de esas cosas! Le preguntaré a mi madre. Mamá, estoy en peligro...

—¡Como si eso pudiera importarme! —exclamó la señora Bretton.

—¡Ay! ¡Qué cruel es mi destino! —dijo su hijo—. Jamás ha existido una madre menos

sentimental que la mía: es incapaz de creer que pueda caer sobre ella algo tan calamitoso como una

nuera.

—Si no lo hago, no será porque esa calamidad haya dejado de acosarme: llevas diez años

amenazándome con ella. «¡Mamá, me casaré muy pronto!», gritabas siendo un chiquillo.

—Pero, madre, lo haré uno de estos días. En el momento más inesperado, cuando te creas más

segura, me marcharé como Jacob, Esaú  o cualquier otro patriarca, y regresaré con una esposa; quizá

sea una de las hijas de esta tierra.

—¡Lo harás por tu cuenta y riesgo, John Graham! No tengo nada más que decirte.—Esta madre mía pretende que sea un viejo solterón. ¡Qué anciana más celosa! Pero fijaos en esa

espléndida criatura con el vestido de satén azul claro y el pelo castaño con reflets satinés como los de

su traje. ¿No te sentirías orgullosa, mamá, si algún día llevara a casa a esa diosa y te la presentara

como la señora de Graham Bretton?

—No llevarás ninguna diosa a La Terrasse: ese pequeño château no tendrá dos dueñas;

especialmente si la segunda es de la altura, el volumen y el perímetro de esa robusta muñeca de

madera y cera, satén y cabritilla.

—Mamá, ¡llenaría de un modo tan admirable tu sillón azul!

—¿Llenar mi sillón? ¡Como se atreva a hacerlo esa usurpadora extranjera...! Sería un triste sillón

para ella... Pero ¡silencio, John Graham! Cierra la boca y utiliza los ojos.

Durante esta escaramuza, la sala, que yo había creído llena al entrar, continuó recibiendo grupo

tras grupo, hasta que, en el semicírculo que había frente al escenario, una densa masa de cabezas se

elevó desde el suelo hasta el techo. También el escenario, o mejor dicho la inmensa plataforma

provisional —mucho más grande que cualquier escenario—, desierta media hora antes, se hallaba

ahora desbordante de vida; alrededor de dos magníficos pianos, situados en el centro, se había

congregado silenciosamente una blanca bandada de muchachas, alumnas del Conservatorio. Observé

su llegada mientras Graham y su madre discutían sobre la beldad del vestido de satén azul, y seguí con

interés el proceso de su ordenamiento y colocación. Dos caballeros, a los que reconocí, dirigían

aquella virginal tropa. Uno de ellos, de aspecto bohemio, barbudo y con el pelo largo, era un conocido

pianista, así como el mejor profesor de música de Villette; acudía dos veces por semana al internado

de madame Beck, y daba clase a las pocas alumnas con padres lo bastante ricos para pagar ese

privilegio; se llamaba Josef Emanuel y era hermanastro de monsieur Paul, ese personaje arrollador, el

segundo caballero que había visto en el escenario.

Monsieur Paul me divertía y sonreí al observarlo; parecía estar en su elemento... en un lugar muy

visible, delante de un numeroso publico, organizando, controlando, atemorizando a un centenar de

señoritas. Se mostraba, asimismo, tan serio, tan enérgico, tan decidido y, sobre todo, tan autoritario.

Y, sin embargo, ¿qué pintaba allí? ¿Qué tenía que ver con la música o el Conservatorio? Él, que

apenas distinguía una nota de otra. Sabía que era su amor a mandar y a exhibirse lo que le había

llevado allí... un amor tan ingenuo que no podía ser ofensivo. Pronto resultó ostensible que su

hermano, monsieur Josef, estaba tan dominado por él como las jovencitas. ¡Jamás ha existido un

hombre más parecido al halcón que monsieur Paul! Poco después, algunos cantantes y músicos

famosos subieron al escenario: al llegar las estrellas, el profesor desapareció. No soportaba a las

celebridades: huía cuando era incapaz de eclipsar a los demás.

Estaba todo preparado, pero un palco seguía vacío... un palco forrado de color carmesí, al igual

que la escalinata y las puertas, con unos bancos cubiertos de cojines, a ambos lados de dos

majestuosos sillones, solemnemente colocados bajo un dosel.

Se dio una señal, se abrieron las puertas, el público se puso en pie, la orquesta empezó a tocar y,

con la bienvenida de los cánticos del coro, entraron el rey, la reina y la corte de Labassecour.

Era la primera vez que yo veía a un rey o a una reina de carne y hueso; así que es fácil imaginar

hasta qué punto forcé la vista para no perder ningún detalle de aquellos especímenes de la realeza

europea. Cualquier persona que contemple por primera vez a un monarca, experimentará una vaga

sorpresa cercana a la decepción al no verlo permanentemente sentado en un trono, con una corona en

la cabeza y un cetro en la mano. Buscando un rey y una reina, y hallando sólo un soldado de mediana

edad y una dama bastante joven, me sentí medio defraudada, medio satisfecha.Recuerdo muy bien a aquel rey: un hombre de cincuenta años, algo encorvado, algo canoso; no

había ningún rostro entre el público que se pareciera al suyo. Nunca había leído, ni me habían contado,

nada de su carácter y sus hábitos; y, en un principio, los profundos jeroglíficos que parecían haber

grabado con un estilete en su frente, alrededor de sus ojos y junto a su boca, me dejaron perpleja. Sin

embargo, más que conocer, pronto adiviné el significado de aquellas líneas que ninguna mano había

escrito. Allí estaba sentado un hombre que sufría en silencio... un hombre nervioso y melancólico.

Sus ojos habían visto cierto fantasma, y llevaban mucho tiempo esperando las idas y venidas de ese

extraño espectro: la Hipocondría. Tal vez la estuviera contemplando ahora, en el escenario, en medio

de aquella brillante muchedumbre. La Hipocondría tiene esa costumbre, aparecer entre una ingente

multitud... oscura como el Destino, pálida como la Enfermedad, y casi tan fuerte como la Muerte. Su

compañero y víctima cree ser feliz unos instantes: «De ningún modo —le dice ella—, ahora vengo». Y

hiela la sangre de su corazón, y nubla la luz de sus ojos.

Es posible que algunos atribuyeran la culpa de tan terribles y característicos surcos al peso de una

corona extranjera sobre su frente; y que otros lo achacaran a tempranas aflicciones. Podría haber algo

de verdad en ambas suposiciones; pero las dos se veían agravadas por el enemigo más oscuro de la

humanidad: una constitución melancólica. La reina, su mujer, lo sabía: tuve la impresión de que el

reflejo del dolor del marido proyectaba su tenue sombra sobre su bondadoso rostro. Aquella princesa

parecía una mujer dulce, atenta, adorable; no era hermosa, no se asemejaba a las beldades de sólidos

encantos y sentimientos de mármol descritas hace escasas páginas. Su figura era algo más delgada;

sus facciones, aunque bastante distinguidas, recordaban demasiado a las dinastías reinantes y a las

estirpes reales para ser perfectas. Su perfil era, de entrada, agradable; pero no podía evitarse

relacionarlo con algunas efigies en las que unas líneas similares ofrecían un aspecto innoble,

vacilante, astuto o sensual, según el caso. Los ojos de la reina, sin embargo, sólo le pertenecían a ella;

y la piedad, la benevolencia y la dulce comprensión brillaban en ellos con su luz más divina. No

resultaba majestuosa, pero sí elegante, amable, cariñosa. Su hijo, el príncipe de Labassecour y joven

duque de Dindonneau, la acompañaba: el pequeño se apoyaba en las rodillas de su madre; y, de vez en

cuando, en el transcurso de aquella velada, la vi observar al monarca, sentado a su lado, consciente de

su sombrío ensimismamiento y deseosa de sacarle de él desviando su atención hacia el niño. A

menudo inclinaba la cabeza para escuchar los comentarios del pequeño, y luego se los repetía riendo a

su marido. El triste y taciturno rey parecía abandonar sus meditaciones, la escuchaba, sonreía, pero

invariablemente volvía a enfrascarse en ellas cuando su ángel bueno dejaba de hablar. ¡Un espectáculo

patético y muy significativo! Y no lo hacía menos doloroso el hecho de que, tanto para la aristocracia

como para la honrada burguesía de Labassecour, aquella peculiaridad resultara imperceptible: no

descubrí entre el público ningún espíritu impresionado o conmovido.

Con el rey y la reina entraron los miembros de la corte, incluidos dos o tres embajadores de otros

países; y, con ellos, la élite de los extranjeros que residían en Villette. Éstos tomaron posesión de los

bancos color carmesí; las damas se sentaron; la mayoría de los hombres se quedaron en pie: la hilera

de sus trajes negros, al fondo del palco, contrastaba con el esplendor de la parte delantera... un

esplendor que arrojaba las más variadas luces, sombras y tonalidades. La parte central estaba llena de

matronas envueltas en terciopelos y rasos, plumas y piedras preciosas; los primeros bancos, a la

derecha de la reina, parecían reservados exclusivamente para las muchachas más jóvenes, las flores —

quizá sería mejor decir los capullos— de la aristocracia de Villette. Allí no había joyas, ni tocados, ni

la textura del terciopelo, ni el brillo de la seda: la pureza, la sencillez y la gracilidad reinaban en aquel

grupo virginal. Jóvenes cabezas con los cabellos trenzados, y hermosas figuras (me disponía a escribir

figuras de sílfides, pero no sería cierto: algunas de aquellas jeunes filles, que no tendrían más dedieciséis o diecisiete años, podían presumir de unos contornos tan sólidos y robustos como los de una

inglesa corpulenta de veinticinco años), hermosas figuras vestidas de blanco, de rosa pálido o de azul

claro, como si quisieran evocar a los ángeles del cielo. Yo conocía, como mínimo, a dos de aquellos

especímenes humanos rosas y blancos. Allí estaban dos antiguas alumnas del colegio de madame

Beck, mesdemoiselles Mathilde y Angélique: dos alumnas que, en su último año escolar, deberían

haber estado en la clase superior, pero cuyos cerebros nunca les permitieron pasar del nivel

intermedio. Las había tenido a mi cargo en clase de inglés, y sabía cuán difícil era conseguir que

tradujesen racionalmente una página de El vicario de Wakefield. Y, durante tres meses, una de ellas

se sentó frente a mí en el comedor, y la cantidad de pan, mantequilla y compota de frutas que engullía

en el second déjeuner era asombrosa; sólo lo superaba el hecho de que se guardara en los bolsillos las

rebanadas que no tenía tiempo de comer. He aquí algunas verdades... que resultan aleccionadoras.

Reconocí a otro de esos serafines, la joven más hermosa y con un aire menos recatado e hipócrita:

estaba sentada junto a la hija de un lord inglés, una muchacha ejemplar, a pesar de su aspecto altanero;

las dos habían entrado con la comitiva de la embajada inglesa. Ella (mi conocida) tenía una figura

delgada y flexible, muy diferente a la de las damiselas del país. Tampoco llevaba los cabellos

trenzados en forma de concha o de pequeña cofia de raso; parecían realmente cabellos, y caían sobre

sus hombros, largos, rizados y ondulantes. Conversaba animadamente y daba la impresión de sentirse

muy satisfecha de sí misma y de su posición. No miré al doctor Bretton; pero sabía que también él

había visto a Ginevra Fanshawe: estaba silencioso, contestaba con monosílabos a los comentarios de

su madre, e incluso ahogaba frecuentes suspiros. Pero ¿por qué suspiraba? Había asegurado que le

gustaban los amores difíciles, ¿no era justamente eso lo que quería? Su amada brillaba sobre él en una

esfera superior a la suya: no podía acercarse a ella; ni siquiera tenía la certeza de que la joven fuera a

dedicarle una de sus miradas. La observé para ver si le concedía ese favor. Nuestros asientos no

estaban lejos de los bancos color carmesí; era inevitable que unos ojos tan rápidos y penetrantes como

los de la señorita Fanshawe nos divisaran desde allí, y lo cierto es que no tardó en clavar la vista en

nosotros: por lo menos, en Graham y en la señora Bretton. Yo me mantuve un poco en la sombra,

medio escondida, deseando que no me reconociera en seguida: Ginevra miró fijamente al doctor John,

y luego examinó a su madre con la ayuda de unos impertinentes; al cabo de unos instantes, susurró

algo a su vecina, riendo; al empezar el espectáculo, su atención se desvió hacia la plataforma.

No me detendré en el concierto; mis impresiones carecen de interés para el lector: y, en realidad,

no tendría sentido recordarlas, pues eran las impresiones de una completa ignorante. Las jóvenes del

Conservatorio, de lo más nerviosas y asustadas, hicieron una temblorosa exhibición en los dos

magníficos pianos. Monsieur Josef Emanuel estuvo a su lado mientras tocaban; pero no tenía el tacto

y la influencia de su hermano, que, en similares circunstancias, habría obligado a las alumnas a

comportarse con heroísmo y serenidad. Monsieur Paul habría colocado a las histéricas débutantes

entre dos fuegos: el pánico al público y el pánico al propio monsieur Paul, y les habría infundido el

valor de la desesperación, haciendo incomparablemente mayor el segundo que el primero. Pero

monsieur Josef no sabía hacerlo.

Después de las pianistas de muselina blanca, apareció una dama madura, elegante, con aire

melancólico y un vestido de raso blanco. Empezó a cantar. Sentí lo mismo al oírla que ante los trucos

de un prestidigitador: me habría gustado saber cómo lo haría, cómo conseguiría que su voz subiera y

bajara de aquel modo tan maravilloso; pero lo cierto es que una sencilla melodía escocesa, entonada

por un tosco músico callejero, a menudo me había emocionado mucho más profundamente.

Luego salió un caballero que, haciendo una reverencia al rey y a la reina, y llevándose

continuamente una mano enguantada al corazón, prorrumpió en amargas quejas contra cierta fausseIsabelle. Pensé que buscaba sobre todo la simpatía de la reina; pero, a menos que yo esté muy

equivocada, Su Majestad, en lugar de mostrar un interés sincero, le dispensó una atención tranquila y

cortés. El estado de ánimo de aquel caballero era terrible, así que me alegré cuando terminó su

actuación.

Algunos coros llenos de brío me parecieron lo mejor del espectáculo. Había representantes de las

mejores sociedades musicales de provincias; auténticos nativos de Labassecour, gordos como toneles.

Aquellos personajes cantaban sin afectación: su entusiasta esfuerzo tenía al menos ese buen

resultado... el oído extraía de allí una placentera sensación de energía.

A lo largo de todo el espectáculo —tímidos duetos instrumentales, petulantes solos vocales,

sonoros coros de pulmones de metal—, mi atención sólo dedicó un ojo y un oído al escenario, los

otros estuvieron al servicio del doctor Bretton: no podía olvidarme de él, ni dejar de preguntarme

cómo se sentía, qué pensaba, si se divertía o no. Finalmente, rompió a hablar.

—¿Qué le parece, Lucy? Está usted muy silenciosa —dijo, con su animación habitual.

—Estoy tan silenciosa —respondí— porque me interesa no sólo la música sino todo cuanto me

rodea.

Entonces hizo algunos comentarios tan serenos y ecuánimes que empecé a pensar que no había

visto lo mismo que yo, y le susurré:

—La señorita Fanshawe está aquí, ¿se ha dado cuenta?

—¡Oh, sí! Y me he fijado en que usted también se ha percatado de su presencia.

—¿Cree que ha venido con la señora Cholmondeley?

—La señora Cholmondeley ha llegado con un grupo muy numeroso. Sí, Ginevra estaba en su

comitiva; y la señora Cholmondeley, en la comitiva de lady ..., que estaba en la comitiva de la reina.

Si ésta no fuera una de esas pequeñas cortes europeas, donde ceremoniosidad es casi sinónimo de

familiaridad, y donde las fiestas de gala parecen reuniones caseras con traje de domingo, todo eso

sonaría muy bien.

—Tengo la impresión de que Ginevra le ha visto.

—Yo también. La he mirado varias veces desde que usted dejó de hacerlo; y he tenido el honor de

presenciar un pequeño espectáculo que usted se ha ahorrado.

No le pregunté cuál: esperé una información voluntaria; y no tardó en dármela.

—La señorita Fanshawe —dijo— está en compañía de una joven de la aristocracia. Da la

casualidad de que conozco a lady Sara de vista; su distinguida madre ha requerido mis servicios como

médico. Es una muchacha orgullosa, pero nada insolente, y dudo que Ginevra se haya ganado su

aprecio convirtiendo a sus vecinos en el blanco de sus bromas.

—¿Qué vecinos?

—Sencillamente mi madre y yo. En cuanto a mí, es muy natural: supongo que nadie puede resultar

más cómico que un joven médico de clase media; pero ¿mi madre? Jamás se habían burlado de ella.

¿Sabe que he tenido una sensación muy curiosa al ver su gesto desdeñoso y sus impertinentes

sarcásticamente dirigidos hacia nosotros?

—No piense más en eso, doctor John: no merece la pena. Cuando Ginevra actúa de un modo

irreflexivo, como obviamente ocurre esta noche, es capaz de reírse de cualquiera, incluso de esa dulce

y pensativa reina o de ese melancólico rey. No lo ha hecho con crueldad, sólo por puro

atolondramiento. Para una colegiala con la cabeza llena de pájaros no hay nada sagrado.

—Pero usted olvida que no estoy acostumbrado a considerar a la señorita Fanshawe una colegiala

con la cabeza llena de pájaros. ¿Acaso no era mi divinidad, el ángel de mi vida?—Bueno, ése era su error.

—A decir verdad, sin exageraciones ni romanticismos, hubo un momento hace seis meses en que

la creí divina. ¿Recuerda nuestra conversación sobre los regalos? No fui completamente sincero con

usted al hablar de ese tema: me divirtió su vehemencia. Para aprovechar al máximo su buen juicio,

dejé que me creyera más en la oscuridad de lo que realmente estaba. Gracias a esa prueba de los

regalos, me di cuenta por primera vez de que Ginevra era un ser mortal. Pero seguía fascinándome su

belleza: hace tres días... hace tres horas, yo era su esclavo. Al verla esta noche, triunfal en su

hermosura, mis sentimientos le han rendido homenaje; de no haber sido por un desafortunado gesto de

desdén, seguiría siendo el más humilde de sus siervos. Podría haberse burlado de mí y, aun

hiriéndome, no me habría perdido: habría necesitado más de diez años para conseguir conmigo lo que,

en un momento, ha conseguido con mi madre.

Guardó unos instantes de silencio. Nunca había visto tanto fuego y tan poco sol en los ojos azules

del doctor John.

—Lucy —prosiguió—, mire bien a mi madre y dígame objetivamente, sin miedo, cómo la ve esta

noche.

—Igual que siempre... una respetable señora inglesa de clase media; bien vestida, aunque con

sobriedad, nada pretenciosa, de naturaleza alegre y apacible.

—También la veo así... ¡Bendita sea! La gente dichosa se ríe con mamá, sólo los débiles se ríen de

ella. Nadie se burlará de ella, al menos con mi consentimiento; y sin mi... desprecio... mi antipatía...

mi...

Se detuvo: y era el momento de hacerlo, pues estaba acalorándose más de lo que la ocasión

justificaba. Entonces yo no sabía que tenía dos motivos para estar disgustado con la señorita

Fanshawe. Su rostro encendido, el movimiento de sus orificios nasales, el gesto de desdén de su

hermoso labio inferior, me mostraron a un nuevo y sorprendente Graham Bretton. Sin embargo, no

resulta agradable contemplar un arrebato de ira en una persona de temperamento dulce y apacible;

tampoco me gustó el deseo de venganza que estremeció su joven y vigoroso cuerpo.

—¿La he asustado, Lucy? —preguntó.

—No entiendo por qué se ha enojado tanto.

—Por esta razón —me dijo al oído—: Ginevra no es ni un ángel ni una mujer virtuosa.

—¡Qué tontería! Exagera usted: no hay ninguna maldad en ella.

—Demasiada para mí. Puedo ver cosas para las que usted está ciega. Pero será mejor cambiar de

tema. Me divertiré tomando el pelo a mamá: le aseguraré que se está durmiendo. ¡Vamos, mamá,

despierta, te lo ruego!

—John, seré yo quien te despierte a ti si no te comportas como es debido. ¿Podéis callaros Lucy y

tú y dejarme oír la música?

Actuaba un estruendoso coro, lo que nos había permitido entablar nuestro diálogo anterior.

—¡La estás oyendo perfectamente, mamá! Apuesto mis gemelos, que son auténticos, contra tu

falso broche...

—¡Mi falso broche, Graham! ¡Muchacho blasfemo! Sabes que es una piedra de gran valor.

—¡Oh! Ésa es una de tus supersticiones: te engañaron al comprarlo.

—Me engañan mucho menos de lo que imaginas. ¿Cómo es que conoces a las jovencitas de la

corte, John? He observado que dos de ellas te han prestado mucha atención durante la última media

hora.—Preferiría que no las mirases.

—¿Por qué no? ¿Porque una de ellas dirigió burlonamente sus impertinentes hacia mí? Es una

muchacha preciosa y muy necia: ¿acaso temes que sus risitas me desconcierten?

—¡Qué sensata y admirable es la Anciana Dama! Mamá, eres mejor para mí que diez esposas.

—No seas tan efusivo, John, o me desmayaré, y tendrás que llevarme fuera; y, si esa carga cayera

sobre ti, cambiarías tu última frase y exclamarías: «¡Madre, diez esposas difícilmente podrían ser

peores para mí que tú!».

Cuando terminó el concierto, se celebró una rifa au bénéfice des pauvres. El intervalo entre ambos

fue de esparcimiento general, y de un movimiento y un bullicio de lo más amenos. La blanca bandada

abandonó el escenario; una multitud de ajetreados caballeros lo invadió, a fin de preparar el sorteo. Y,

entre ellos —el más ajetreado de todos—, reapareció cierta figura bien conocida, menuda pero activa,

con la vitalidad y la energía de tres hombres altos. ¡Cómo trabajaba monsieur Paul! ¡Cómo daba

órdenes y, al mismo tiempo, arrimaba el hombro! Media docena de ayudantes estaban a su disposición

para quitar los pianos y esa clase de tareas; pero daba lo mismo: él tenía que sumar su fuerza a la de

ellos. Su celo desmesurado resultaba algo irritante, algo ridículo: no pude sino ver mal todo aquel

revuelo y reírme de él. Pero, en medio de los prejuicios y de la irritación, percibí, mientras le

observaba, cierta encantadora naïveté en todas sus acciones y palabras; tampoco podía estar ciega a

algunos vigorosos rasgos de su fisonomía, que ahora llamaban la atención por su contraste con aquella

aglomeración de rostros sumisos: la profundidad e intensa agudeza de sus ojos, la energía de su frente

pálida y despejada, la expresividad de su boca. Le faltaba la serenidad de la fuerza, pero no hay duda

de que poseía su dinamismo y su fuego.

Mientras tanto, la sala entera bullía de agitación; casi todo el mundo se había levantado para

cambiar de postura; algunos paseaban de un lado a otro, y todos hablaban y reían. El palco color

carmesí ofrecía una escena especialmente animada. La larga nube de caballeros se rompió para

mezclarse con el arco iris de las damas; dos o tres hombres con aspecto de oficiales se acercaron al

rey y empezaron a conversar con él. La reina, abandonando su asiento, se deslizó entre la hilera de

jovencitas, que se levantaron a su paso; y dedicó a cada una de ellas un detalle amable: una palabra

gentil, una sonrisa o una mirada. Dirigió algunas frases a las dos bonitas inglesas, lady Sara y Ginevra

Fanshawe; cuando se alejó de ellas, las dos muchachas, especialmente la segunda, resplandecieron de

gozo. Después fueron abordadas por varias damas, y un pequeño círculo de caballeros se agrupó a su

alrededor; entre ellos, el más cercano a Ginevra era el conde de Hamal.

—¡Qué calor tan agobiante hace en la sala! —exclamó el doctor Bretton, levantándose con súbita

impaciencia—. Lucy... madre... ¿no queréis salir a tomar un poco el aire?

—Ve con él, Lucy —dijo la señora Bretton—. Prefiero guardar el sitio.

De buen grado me hubiera quedado con ella, pero el deseo de Graham tenía preferencia sobre el

mío; le acompañé.

El aire era glacial; al menos, eso me pareció: no creo que el doctor John fuera consciente; pero la

noche estaba en calma, y no había una sola nube en el cielo, sembrado de estrellas. Yo iba envuelta en

una piel. Paseamos un poco por la acera; al pasar bajo una farola, Graham se encontró con mi mirada.

—Parece pensativa, Lucy; ¿es por mi culpa?

—Me preocupa que se sienta apenado.

—En absoluto, así que levante ese ánimo... como yo. Estoy convencido de que la causa de mi

muerte no será una enfermedad cardíaca. Puede que me hieran, puede que me sienta abatido por algúntiempo, pero ningún dolor o enfermedad sentimental ha logrado destrozarme el alma. ¿No me ha visto

siempre contento en casa?

—Generalmente.

—Me alegro de que Ginevra se riera de mi madre. No cambiaría a la Anciana Dama por una

docena de beldades. ¡Cuánto bien me ha hecho su gesto desdeñoso! ¡Gracias, señorita Fanshawe!

Y, quitándose el sombrero que cubría sus rizos, hizo una ridícula reverencia.

—Sí —continuó diciendo—, se lo agradezco de veras. Me ha hecho sentir que nueve décimas

partes de mi corazón estaban en perfectas condiciones, y la décima sangraba por un simple pinchazo:

un pequeño corte que cicatrizará en un santiamén.

—Ahora está irritado, furioso y acalorado; mañana pensará de otro modo.

—¡Furioso y acalorado! No me conoce. Por el contrario, todo mi ardor ha desaparecido: estoy tan

frío como la noche... que, por cierto, quizá sea demasiado fría para usted. Vale más que regresemos.

—Doctor John... ¡qué cambio tan repentino!

—No crea; y, si es así, tengo motivos... dos motivos: le he contado uno. Pero volvamos dentro.

No resultó fácil llegar hasta nuestros asientos; la rifa había empezado, y reinaban el alboroto y la

confusión; la multitud bloqueaba el pasillo, y nos vimos obligados a detenernos un rato. Miré a uno y

otro lado —me pareció oír mi nombre— y divisé muy cerca al omnipresente e inevitable monsieur

Paul. Tenía la vista clavada en mí... mejor dicho, en mi vestido rosa; y un comentario sarcástico

brillaba en sus ojos. Era su costumbre criticar las vestimentas de profesoras y alumnas en el internado

de madame Beck, algo que, por lo menos, las primeras consideraban una impertinencia. Hasta

entonces, yo me había librado: mi oscuro atuendo diario no podía ser más discreto. No estaba de

humor aquella noche para permitirle una nueva intromisión; en vez de soportar sus bromas, ignoraría

su presencia. Así, pues, volví el rostro hacia la manga del doctor John; encontrando en aquel abrigo

negro una perspectiva más cómoda y placentera, más cordial y amistosa, que la que ofrecía el

desagradable rostro del oscuro y menudo profesor. Graham pareció secundar inconscientemente mi

preferencia, pues bajó la cabeza y dijo con voz amable:

—No se separe de mí, Lucy: estas multitudes no son nada respetuosas con las personas.

Pero no pude evitar traicionarme a mí misma. Cediendo a una influencia magnética o de otro tipo

—inoportuna, desagradable, pero eficaz—, volví a mirar para ver si monsieur Paul se había ido. No,

seguía en el mismo lugar, pero con otra expresión en los ojos; había adivinado mis pensamientos y mi

deseo de esquivarlo. Su mirada burlona, pero no malhumorada, se había convertido en un oscuro ceño

y, cuando me incliné para saludarlo con la idea de reconciliarme, lo único que conseguí de él fue un

movimiento de cabeza sumamente rígido y severo.

—¿A quién ha hecho enfadar, Lucy? —susurró el doctor Bretton, sonriendo—. ¿Quién es ese

amigo suyo de aspecto tan feroz?

—Uno de los profesores de madame Beck: un hombrecillo con muy mal carácter.

—Parece terriblemente enojado, ¿qué le ha hecho? ¿Qué ocurre? ¡Ah, Lucy, Lucy! Cuénteme qué

significa todo esto.

—Le aseguro que no hay ningún misterio. Monsieur Paul es muy exigeant y, como me he vuelto

hacia su manga en vez de saludarle a él con una reverencia, piensa que le he faltado al respeto.

—El hombreci... —empezó a decir el doctor John.

No sé cómo hubiera terminado la frase, pues, en aquel momento, estuvieron a punto de tirarme al

suelo entre los pies de la muchedumbre. Monsieur Paul había pasado bruscamente a mi lado, y

avanzaba a empujones, indiferente a la seguridad y al bienestar de cuantos le rodeaban.—Creo que incluso él mismo se llamaría méchant(malencarado) —señaló el doctor Bretton.

Yo estuve de acuerdo.

Poco a poco y con gran dificultad, conseguimos recorrer el pasillo y llegar a nuestros asientos. La

rifa duró casi una hora; fue muy animada y divertida; como todos teníamos boletos, compartimos la

esperanza y el miedo cada vez que el bombo giraba. Dos niñas de cinco y seis años sacaban los

números; y los premios se anunciaban en el escenario. Eran muy numerosos, aunque de escaso valor.

Tanto el doctor John como yo ganamos uno: el mío fue una pitillera; el suyo un tocado femenino, una

especie de turbante azul plateado, de lo más etéreo, con una pluma a un lado, como una ligera nube de

nieve. Se mostró ansioso por hacer un intercambio; pero no logró convencerme y aún hoy conservo mi

pitillera: cuando la miro, recuerdo los viejos tiempos y una velada muy feliz.

El doctor John, por su parte, extendió el brazo y sostuvo el turbante con el índice y el pulgar,

mientras lo contemplaba con una mezcla de veneración y desconcierto de lo más cómica. Después de

examinarlo, estuvo a punto de depositar tranquilamente el delicado tejido en el suelo, entre sus pies;

no parecía tener ni idea de cómo debía guardarse: si madame Bretton no hubiera acudido en su rescate,

creo que lo habría aplastado bajo su brazo como un sombrero de copa plegable; ella volvió a meterlo

en su sombrerera.

Graham estuvo muy animado toda la velada, y su alegría parecía sincera y espontánea. Su

conducta, la expresión de su rostro, son difíciles de describir; había en ellas algo peculiar y, en cierto

modo, original. Reflejaban un dominio muy poco común de las pasiones, y un caudal de profunda y

vigorosa fortaleza que, sin necesidad de esfuerzos heroicos, vencía a la Decepción, arrancándole de

raíz sus colmillos. Su actitud traía a mi memoria las cualidades que yo había percibido en él cuando

atendía a los pobres, a los malhechores y a los infelices de la Basse-Ville: se mostraba al mismo

tiempo paciente, amable, decidido. ¿Acaso se podía evitar cogerle cariño? No parecía haber en él esas

debilidades que hostigan todos nuestros sentimientos con consideraciones sobre el mejor modo de

apuntalar sus titubeos; jamás permitía que su ira destrozara la calma o apagase el entusiasmo; de sus

labios no escapaban esas frases cáusticas que queman hasta los huesos; sus ojos no lanzaban esos

dardos fríos, oxidados, venenosos, que atraviesan los corazones: a su lado se encontraba descanso y

refugio, a su alrededor brillaba el sol.

Y, sin embargo, no había olvidado ni perdonado a la señorita Fanshawe. Cuando se enojaba, no

creo que fuera fácil congraciarse con él; cuando se enemistaba, solía ser para siempre. Miró a Ginevra

en más de una ocasión; pero no a hurtadillas ni tímidamente, con el mayor descaro. De Hamal era una

especie de mueble al lado de la joven; la señora Cholmondeley se sentaba cerca, y los tres parecían

entregados en cuerpo y alma a la conversación, al regocijo y a una excitación que convertía los bancos

carmesíes en un lugar tan bullicioso como cualquier rincón plebeyo de la sala. En el curso de una

charla aparentemente animada, Ginevra levantó una o dos veces el brazo; una hermosa pulsera

resplandecía en su muñeca. Observé cómo sus destellos se reflejaban en los ojos del doctor John... y

cómo nacía en ellos una chispa de desdén y de ira; Graham se rió.

—Creo que dejaré el turbante en mi altar de los sacrificios —exclamó—; allí, por lo menos, estoy

seguro de que será bien recibido: ninguna grisette acepta obsequios con tanta naturalidad como ella. Y

¡es extraño! Después de todo, es una joven de buena familia.

—Pero no conoce usted su educación, doctor John —dije—. Se ha pasado la vida yendo de un

colegio a otro, y puede alegar ignorancia como atenuante de casi todas sus faltas. Además, según dice,

sus padres recibieron la misma formación que ella.

—Siempre he sabido que no era rica; y hubo un momento en que eso me alegró —afirmó Graham.—Me ha contado que en su casa son pobres —añadí—; siempre habla de esos temas con mucha

ingenuidad: nunca miente como las jóvenes extranjeras. Sus padres son miembros de una numerosa

familia: gozan de posición social y tienen un círculo de amistades que exige cierta ostentación. Las

necesidades impuestas por las circunstancias, combinadas con un temperamento irreflexivo, han

engendrado en ella una insensata falta de escrúpulos cuando se trata de conseguir algo para guardar las

apariencias. Ése es el estado de cosas, el único estado de cosas, que ella ha conocido desde la infancia.

—Lo creo... y yo pensaba moldear su espíritu. Pero, Lucy, para ser sincero, esta noche he

comprendido algo al verla con Alfred de Hamal: y lo he comprendido antes de que ella se mostrara

insolente con mi madre. He visto la mirada que intercambiaban al entrar, y lo que delataba no ha sido

de mi agrado.

—¿Qué quiere decir? ¿Acaso no conoce sus coqueteos desde hace mucho tiempo?

—¿Sus coqueteos? Podrían ser una inocente treta infantil para atraer a su verdadero enamorado;

pero no me refería a ningún coqueteo: su mirada revelaba un entendimiento mutuo y secreto... nada

ingenuo ni inocente. Aunque fuera más hermosa que Afrodita, ninguna mujer capaz de dirigir o de

recibir una mirada así podría convertirse en mi esposa: preferiría casarme con una paysanne(campesina) de falda corta y cofia alta, y tener la certeza de que es honesta.

No pude evitar sonreír. Sabía que Graham exageraba: estaba segura de que Ginevra, a pesar de su

atolondramiento, era bastante honesta. Así se lo dije. El doctor John movió la cabeza, y aseguró que él

no le confiaría su buen nombre.

—¡Lo único que se le puede confiar sin miedo! —exclamé—. Ginevra desvalijaría sin el menor

escrúpulo el bolsillo y los bienes de su marido, y pondría a prueba, temerariamente, su paciencia y su

carácter; pero no creo que empañara o dejase que otros empañaran su buen nombre.

—Está convirtiéndose en su defensora —dijo él—. ¿Quiere que recupere mis viejas cadenas?

—No; me alegro de verle libre, y confío en que continúe así por mucho tiempo. Pero debemos ser

justos.

—Yo lo soy: tan justo como Radamante, Lucy. Cuando me aparto de alguien, no puedo evitar

juzgarle con severidad. Pero ¡mire!, los reyes se ponen en pie. Me gusta esta reina: tiene un rostro

muy dulce. Mamá también está muy cansada; jamás conseguiremos llevarla a casa si nos quedamos

más tiempo.

—¿Cansada yo, John? —exclamó la señora Bretton, tan animada y despierta como su hijo—. Me

comprometo a aguantar más que tú: podemos quedarnos aquí hasta mañana, ¡ya veremos quién está

más exhausto al amanecer!

—No me gustaría hacer el experimento; pues, en verdad, eres el más fuerte de los árboles de hoja

perenne, y la más fresca y lozana de las matronas. Los nervios delicados y la frágil constitución de tu

hijo servirán entonces de pretexto para pedirte que nos marchemos en seguida.

—¡Qué joven tan indolente! No hay duda de que te encantaría estar en la cama; y supongo que hay

que complacerte. También Lucy parece un poco cansada. ¡Qué vergüenza, Lucy! A tu edad, una

semana de festejos no me habría hecho palidecer ni un poco. Marchaos los dos; y podéis reíros cuanto

queráis de la Anciana Dama. Yo, por mi parte, me encargaré de la sombrerera y del turbante.

Así lo hizo. Le ofrecí mi ayuda, pero la rechazó con bondadoso desdén: mi madrina opinaba que

yo tenía bastante con cuidar de mí misma. Sin la menor ceremonia, en medio del alegre caos que

siguió a la salida de los reyes, la señora Bretton nos precedió y nos abrió camino entre la multitud.

Graham seguía apostrofando a su madre, la grisette más hermosa que había tenido la suerte de ver

cargada con una sombrerera; también quiso que me fijara en el afecto que mi madrina sentía por elturbante azul celeste, y anunció su convicción de que algún día se lo pondría.

La noche era terriblemente fría y oscura, pero no tardamos en encontrar el carruaje. Pronto

estuvimos encajados en su interior, tan calientes y cómodos como al lado de la chimenea; y creo que

el trayecto de vuelta fue incluso más agradable que el de ida. Agradable a pesar del cochero, que había

estado casi todo el concierto en la tienda del marchand de vin, y nos llevó varias millas por la negra y

solitaria calzada después de haber pasado de largo el camino que conducía a La Terrasse; nosotros,

ocupados en hablar y reír, no reparamos en su extravío hasta que, finalmente, la señora Bretton

comentó que siempre había creído que el château estaba en un lugar apartado, pero no en el fin del

mundo, como parecía ser el caso, pues llevábamos hora y media en el carruaje y todavía no habíamos cogido la avenida.

Entonces Graham miró por la ventanilla y, al divisar unos campos extensos y oscuros, con hileras

desconocidas de árboles desmochados y de tilos a lo largo de sus cercas hundidas e invisibles, empezó

a hacer conjeturas sobre lo ocurrido; y, ordenando al cochero que se detuviera, se subió al pescante y

cogió él mismo las riendas. Gracias a él, llegamos a casa sanos y salvos, con hora y media de retraso.

Martha no se había olvidado de nosotros; un alegre fuego ardía en la chimenea y una deliciosa

cena esperaba en el comedor: las dos cosas nos llenaron de regocijo. Empezaba a amanecer cuando

nos retiramos a nuestras habitaciones. Me quité el traje rosa y el manto de encaje, y me sentí mucho

más feliz que al ponérmelos. Quizá no todas las jóvenes que habían brillado por su hermosura en el

concierto podían decir lo mismo; pues no todas habían disfrutado de la amistad... de su sereno

consuelo y de su modesta esperanza.

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