Una mañana, la señora Bretton entró precipitadamente en mi cuarto y me pidió que abriera los
cajones y le enseñara mis vestidos; la obedecí en silencio.
—Está bien —dijo ella, después de inspeccionarlos—. Necesitas uno nuevo.
Salió de la casa y regresó en seguida con una modista. Le ordenó que me tomara las medidas.
—Voy a elegir un traje de mi gusto —exclamó—; obraré a mi antojo en este pequeño asunto.
Dos días después llegó a La Terrasse... ¡un vestido rosa!
—No es para mí —me apresuré a decir, sintiendo que sería casi como disfrazarme de dama china.
—¿Qué no es para ti? —repuso mi madrina, añadiendo con su firme determinación—: Ya verás
cómo te lo pones esta misma noche.
Pensé que no lo haría; pensé que ninguna fuerza humana lograría convencerme. ¡Un vestido rosa!
No lo reconocía como mío. Él no me reconocía como dueña. Ni siquiera me lo había probado.
Mi madrina decretó que aquella noche iría con ella y con Graham a un concierto: un importante
acontecimiento, según me explicó, que se celebraría en la gran sala de la principal sociedad musical
del país. Tocarían los mejores alumnos del Conservatorio, e iría seguido de una rifa au bénéfice des
pauvres; para coronarlo todo, el rey, la reina y el príncipe de Labassecour estarían presentes. Graham,
al enviar las entradas, había pedido que prestáramos la debida atención a nuestros atuendos, por
respeto a la realeza; nos recomendó, asimismo, que estuviéramos listas a las siete en punto.
Cerca de las seis me condujeron al piso de arriba. Sin que nadie me obligara, me vi guiada e
influida por una voluntad que no era la mía, que no me consultaba ni me persuadía, y a la que obedecía
con docilidad. En pocas palabras, me pusieron el vestido rosa, atenuado por unas cintas de encaje
negro. Me declararon en grande tenue(vestida de gala), y me rogaron que me mirara en el espejo. Lo hice temblando
de miedo; y, todavía más asustada, aparté la vista de él. El reloj dio las siete; el doctor Bretton había
llegado; mi madrina y yo bajamos. Ella llevaba un vestido de terciopelo marrón; mientras la seguía
protegida por su sombra, ¡cómo envidié los pliegues de su grave y oscura majestuosidad! Graham nos
aguardaba en el umbral del salón.
«Espero que no crea que me he arreglado así para llamar la atención», pensé con inquietud.
—Tome estas flores, Lucy —exclamó, dándome un ramillete.
No prestó más atención a mi vestido que la reflejada en una amable sonrisa y en un gesto
satisfecho, lo que calmó al instante mi sentimiento de vergüenza y mi miedo al ridículo. Por lo demás,
el traje era sumamente sencillo, sin volantes ni plisados; lo que me intimidaba era la ligereza de su
tela y su color encendido, pero, como Graham no vio nada absurdo en él, me resigné muy pronto a
llevarlo.
Supongo que las personas que van todas las noches a un lugar de diversión no pueden disfrutar de
una ópera o de un concierto con la misma intensidad que quienes sólo asisten a ellos en raras
ocasiones. No creo que esperase vibrar de placer en el concierto, pues sólo tenía una vaga noción de su
naturaleza, pero me gustó mucho el trayecto. La comodidad del carruaje cerrado en aquella noche fría
y despejada, la dicha de salir en tan alegre y cariñosa compañía, la visión de las estrellas centelleando
entre los árboles mientras avanzábamos por la avenida; y, poco después, la grandeza del cielo
nocturno cuando salimos a la chaussée, el paso por las puertas de la ciudad, las fogatas encendidas, losguardas allí apostados, la inspección que simularon hacernos y que tanto nos divirtió... todos esos
detalles tenían para mí, por su novedad, un encanto peculiar y deslumbrante. No sabría decir hasta qué
punto emanaba de la atmósfera de amistad que nos envolvía: el doctor John y su madre, de excelente
humor, discutieron alegremente todo el camino y se mostraron tan afectuosos conmigo como si fuera
de la familia.
Nuestro recorrido pasaba por algunas de las principales calles de Villette, intensamente iluminadas
y mucho más concurridas que al mediodía. ¡Cómo brillaban los escaparates de las tiendas! ¡Con
cuánta animación fluía la marea desbordante de vida por el ancho pavimento! Mientras contemplaba
todo aquello, el recuerdo de la rue Fossette acudió a mi pensamiento: el colegio y el jardín
amurallado, las aulas enormes y oscuras por las que paseaba sola a aquella misma hora, mirando las
estrellas por los ventanales altos y desnudos y oyendo a lo lejos la voz de la lectora que, en el
refectorio, repetía la lecture pieuse. Pronto volvería a oírla y a vagar por el internado; y la sombra del
futuro se cernió con severidad sobre el radiante presente.
Mientras tanto, nos habíamos sumergido en una corriente de carruajes que avanzaban en la misma
dirección, y no tardó en resplandecer ante nosotros la fachada iluminada de un gran edificio. Como he
insinuado antes, apenas sabía lo que iba a encontrar en su interior, pues jamás había estado antes en un
lugar público de diversión.
Nos apeamos delante de un gran pórtico donde había un enorme bullicio y mucha gente, pero no
recuerdo más detalles con claridad, hasta que me encontré subiendo por una majestuosa escalinata, de
gran anchura y fácil ascenso, con una gruesa y suave alfombra carmesí, que conducía a unas
gigantescas puertas solemnemente cerradas, cuyos paneles eran del mismo color que la alfombra.
No sé qué clase de magia conseguía abrir aquellas puertas... el doctor John se ocupaba de esos
asuntos; se abrieron, sin embargo, y apareció ante nosotros una sala, de gran tamaño, cuyas paredes
circulares y techo en forma de cúpula me parecieron de oro (por la destreza con que habían sido
realizados); tenían en relieve toda clase de molduras y guirnaldas, brillantes como el oro pulido o
níveas como el alabastro, y el color blanco y el color áureo se fundían en hermosas coronas de hojas
doradas y lirios inmaculados; tanto los cortinajes como las alfombras y los cojines eran de un vivo
color carmesí. Colgando de la cúpula, refulgía una masa que me deslumbró... y que me pareció de
cristal de roca; una masa de planos centelleantes, estrellas luminosas y lágrimas ondulantes,
bellamente teñida de gemas dispersas como el rocío, y de trémulos fragmentos de arco iris. No era
más que una araña de cristal, lector, pero a mí me pareció la obra de un genio oriental: y casi esperé
ver la mano enorme, misteriosa y oscura del Esclavo de la Lámpara flotando en la brillante y
perfumada atmósfera de la cúpula y custodiando su maravilloso tesoro.
Seguimos avanzando, sin que yo fuera consciente hacia dónde, pero de pronto, en algún giro, nos
encontramos con un grupo de personas que venían de frente. Todavía me parece estar viéndolas: una
hermosa dama de mediana edad, vestida de terciopelo oscuro; un caballero que podía ser su hijo... el
rostro y la figura más elegantes que yo había visto jamás; y una tercera persona, ataviada con un
vestido rosa y un manto de encaje negro.
Me fijé en los tres y, por un instante, los tomé por desconocidos: recibí así una impresión objetiva
de su aspecto. Pero la impresión apenas duró y no tuvo tiempo de grabarse en mi memoria; se disipó
en cuanto comprendí que estaba frente a un gran espejo entre dos columnas: ¡aquel grupo éramos
nosotros! De modo que, por primera y quizá última vez en la vida, disfruté del «don» de verme tal
como me veían los demás. No es necesario que me extienda en las consecuencias. Trajeron una nota
discordante, una punzada de dolor; no fue una visión halagüeña y, sin embargo, debía sentirmeagradecida: podría haber sido peor.
Finalmente, nos sentamos en unas butacas desde las que se divisaba toda la sala, enorme y
resplandeciente, caldeada y alegre. Ya estaba llena, y el público era realmente distinguido. No sé si las
mujeres eran muy hermosas, pero sus vestimentas resultaban perfectas; y las extranjeras, incluso las
menos atractivas en la intimidad, parecen poseer el arte de mostrarse elegantes en público. Por muy
bruscos y ruidosos que sean sus movimientos cuando se pasean por su hogar en peignoir y
papillotes(en bata y papillotes), reservan para los días de fiesta una forma de deslizarse, de inclinarse, de mover la cabeza y los brazos, cierta expresión en la boca y en los ojos, que siempre exhiben al engalanarse.
Se veían aquí y allá algunas figuras agraciadas, con un estilo de belleza muy singular; un estilo,
según creo, jamás visto en Inglaterra: un estilo sólido, firme y escultural. Sus formas no son
angulosas: una cariátide de mármol es casi tan flexible; una diosa de Fidias no resulta más serena y
majestuosa. Tenían los rasgos que los pintores holandeses eligen para sus madonas: las facciones
típicas de las tierras llanas, armoniosas y redondeadas, ingenuas e impasibles; por la profundidad de
su calma inexpresiva, de su serenidad desapasionada, sólo pueden recordarnos a los campos nevados
del Polo. Las mujeres así no necesitan adornos, y casi nunca los llevan; el pelo sedoso,
cuidadosamente trenzado, ofrece sobrado contraste con las mejillas y la frente, todavía más suaves
que los cabellos. Nunca resultan, al vestir, demasiado sencillas; el brazo opulento y el cuello perfecto
no precisan pulseras ni cadenas.
En una ocasión, había tenido el privilegio de conocer bien a una de esas beldades: era asombroso
ver la hondura y vehemencia del amor que se profesaba a sí misma; sólo lo superaba su arrogante
incapacidad de sentir afecto por cualquier otro ser humano. No corría una gota de sangre por sus frías
venas; una plácida linfa llenaba y casi obstruía sus arterias.
Una Juno como la que acabo de describir estaba sentada en un sitio muy visible; una especie de
blanco de todas las miradas, perfectamente consciente de su papel, pero invulnerable a la magnética
influencia de cualquier observador: tan fría, corpulenta, rubia y hermosa como la columna blanca de
capitel dorado que se elevaba junto a ella.
Al darme cuenta de que había llamado poderosamente la atención del doctor John, le pedí en voz
baja que «por el amor de Dios, protegiera bien su corazón».
—No necesita enamorarse de esa dama —susurré—, pues, se lo digo de antemano, podría morir a
sus pies sin conseguir que le correspondiera.
—Muy bien —respondió—, y ¿cómo sabe usted que el espectáculo de su enorme insensibilidad no
constituye para mí el mayor estímulo para rendirle homenaje? Creo que el aguijonazo de la
desesperación es un maravilloso incentivo para mis emociones; pero —añadió, encogiéndose de
hombros— ¡qué sabrá usted de esas cosas! Le preguntaré a mi madre. Mamá, estoy en peligro...
—¡Como si eso pudiera importarme! —exclamó la señora Bretton.
—¡Ay! ¡Qué cruel es mi destino! —dijo su hijo—. Jamás ha existido una madre menos
sentimental que la mía: es incapaz de creer que pueda caer sobre ella algo tan calamitoso como una
nuera.
—Si no lo hago, no será porque esa calamidad haya dejado de acosarme: llevas diez años
amenazándome con ella. «¡Mamá, me casaré muy pronto!», gritabas siendo un chiquillo.
—Pero, madre, lo haré uno de estos días. En el momento más inesperado, cuando te creas más
segura, me marcharé como Jacob, Esaú o cualquier otro patriarca, y regresaré con una esposa; quizá
sea una de las hijas de esta tierra.
—¡Lo harás por tu cuenta y riesgo, John Graham! No tengo nada más que decirte.—Esta madre mía pretende que sea un viejo solterón. ¡Qué anciana más celosa! Pero fijaos en esa
espléndida criatura con el vestido de satén azul claro y el pelo castaño con reflets satinés como los de
su traje. ¿No te sentirías orgullosa, mamá, si algún día llevara a casa a esa diosa y te la presentara
como la señora de Graham Bretton?
—No llevarás ninguna diosa a La Terrasse: ese pequeño château no tendrá dos dueñas;
especialmente si la segunda es de la altura, el volumen y el perímetro de esa robusta muñeca de
madera y cera, satén y cabritilla.
—Mamá, ¡llenaría de un modo tan admirable tu sillón azul!
—¿Llenar mi sillón? ¡Como se atreva a hacerlo esa usurpadora extranjera...! Sería un triste sillón
para ella... Pero ¡silencio, John Graham! Cierra la boca y utiliza los ojos.
Durante esta escaramuza, la sala, que yo había creído llena al entrar, continuó recibiendo grupo
tras grupo, hasta que, en el semicírculo que había frente al escenario, una densa masa de cabezas se
elevó desde el suelo hasta el techo. También el escenario, o mejor dicho la inmensa plataforma
provisional —mucho más grande que cualquier escenario—, desierta media hora antes, se hallaba
ahora desbordante de vida; alrededor de dos magníficos pianos, situados en el centro, se había
congregado silenciosamente una blanca bandada de muchachas, alumnas del Conservatorio. Observé
su llegada mientras Graham y su madre discutían sobre la beldad del vestido de satén azul, y seguí con
interés el proceso de su ordenamiento y colocación. Dos caballeros, a los que reconocí, dirigían
aquella virginal tropa. Uno de ellos, de aspecto bohemio, barbudo y con el pelo largo, era un conocido
pianista, así como el mejor profesor de música de Villette; acudía dos veces por semana al internado
de madame Beck, y daba clase a las pocas alumnas con padres lo bastante ricos para pagar ese
privilegio; se llamaba Josef Emanuel y era hermanastro de monsieur Paul, ese personaje arrollador, el
segundo caballero que había visto en el escenario.
Monsieur Paul me divertía y sonreí al observarlo; parecía estar en su elemento... en un lugar muy
visible, delante de un numeroso publico, organizando, controlando, atemorizando a un centenar de
señoritas. Se mostraba, asimismo, tan serio, tan enérgico, tan decidido y, sobre todo, tan autoritario.
Y, sin embargo, ¿qué pintaba allí? ¿Qué tenía que ver con la música o el Conservatorio? Él, que
apenas distinguía una nota de otra. Sabía que era su amor a mandar y a exhibirse lo que le había
llevado allí... un amor tan ingenuo que no podía ser ofensivo. Pronto resultó ostensible que su
hermano, monsieur Josef, estaba tan dominado por él como las jovencitas. ¡Jamás ha existido un
hombre más parecido al halcón que monsieur Paul! Poco después, algunos cantantes y músicos
famosos subieron al escenario: al llegar las estrellas, el profesor desapareció. No soportaba a las
celebridades: huía cuando era incapaz de eclipsar a los demás.
Estaba todo preparado, pero un palco seguía vacío... un palco forrado de color carmesí, al igual
que la escalinata y las puertas, con unos bancos cubiertos de cojines, a ambos lados de dos
majestuosos sillones, solemnemente colocados bajo un dosel.
Se dio una señal, se abrieron las puertas, el público se puso en pie, la orquesta empezó a tocar y,
con la bienvenida de los cánticos del coro, entraron el rey, la reina y la corte de Labassecour.
Era la primera vez que yo veía a un rey o a una reina de carne y hueso; así que es fácil imaginar
hasta qué punto forcé la vista para no perder ningún detalle de aquellos especímenes de la realeza
europea. Cualquier persona que contemple por primera vez a un monarca, experimentará una vaga
sorpresa cercana a la decepción al no verlo permanentemente sentado en un trono, con una corona en
la cabeza y un cetro en la mano. Buscando un rey y una reina, y hallando sólo un soldado de mediana
edad y una dama bastante joven, me sentí medio defraudada, medio satisfecha.Recuerdo muy bien a aquel rey: un hombre de cincuenta años, algo encorvado, algo canoso; no
había ningún rostro entre el público que se pareciera al suyo. Nunca había leído, ni me habían contado,
nada de su carácter y sus hábitos; y, en un principio, los profundos jeroglíficos que parecían haber
grabado con un estilete en su frente, alrededor de sus ojos y junto a su boca, me dejaron perpleja. Sin
embargo, más que conocer, pronto adiviné el significado de aquellas líneas que ninguna mano había
escrito. Allí estaba sentado un hombre que sufría en silencio... un hombre nervioso y melancólico.
Sus ojos habían visto cierto fantasma, y llevaban mucho tiempo esperando las idas y venidas de ese
extraño espectro: la Hipocondría. Tal vez la estuviera contemplando ahora, en el escenario, en medio
de aquella brillante muchedumbre. La Hipocondría tiene esa costumbre, aparecer entre una ingente
multitud... oscura como el Destino, pálida como la Enfermedad, y casi tan fuerte como la Muerte. Su
compañero y víctima cree ser feliz unos instantes: «De ningún modo —le dice ella—, ahora vengo». Y
hiela la sangre de su corazón, y nubla la luz de sus ojos.
Es posible que algunos atribuyeran la culpa de tan terribles y característicos surcos al peso de una
corona extranjera sobre su frente; y que otros lo achacaran a tempranas aflicciones. Podría haber algo
de verdad en ambas suposiciones; pero las dos se veían agravadas por el enemigo más oscuro de la
humanidad: una constitución melancólica. La reina, su mujer, lo sabía: tuve la impresión de que el
reflejo del dolor del marido proyectaba su tenue sombra sobre su bondadoso rostro. Aquella princesa
parecía una mujer dulce, atenta, adorable; no era hermosa, no se asemejaba a las beldades de sólidos
encantos y sentimientos de mármol descritas hace escasas páginas. Su figura era algo más delgada;
sus facciones, aunque bastante distinguidas, recordaban demasiado a las dinastías reinantes y a las
estirpes reales para ser perfectas. Su perfil era, de entrada, agradable; pero no podía evitarse
relacionarlo con algunas efigies en las que unas líneas similares ofrecían un aspecto innoble,
vacilante, astuto o sensual, según el caso. Los ojos de la reina, sin embargo, sólo le pertenecían a ella;
y la piedad, la benevolencia y la dulce comprensión brillaban en ellos con su luz más divina. No
resultaba majestuosa, pero sí elegante, amable, cariñosa. Su hijo, el príncipe de Labassecour y joven
duque de Dindonneau, la acompañaba: el pequeño se apoyaba en las rodillas de su madre; y, de vez en
cuando, en el transcurso de aquella velada, la vi observar al monarca, sentado a su lado, consciente de
su sombrío ensimismamiento y deseosa de sacarle de él desviando su atención hacia el niño. A
menudo inclinaba la cabeza para escuchar los comentarios del pequeño, y luego se los repetía riendo a
su marido. El triste y taciturno rey parecía abandonar sus meditaciones, la escuchaba, sonreía, pero
invariablemente volvía a enfrascarse en ellas cuando su ángel bueno dejaba de hablar. ¡Un espectáculo
patético y muy significativo! Y no lo hacía menos doloroso el hecho de que, tanto para la aristocracia
como para la honrada burguesía de Labassecour, aquella peculiaridad resultara imperceptible: no
descubrí entre el público ningún espíritu impresionado o conmovido.
Con el rey y la reina entraron los miembros de la corte, incluidos dos o tres embajadores de otros
países; y, con ellos, la élite de los extranjeros que residían en Villette. Éstos tomaron posesión de los
bancos color carmesí; las damas se sentaron; la mayoría de los hombres se quedaron en pie: la hilera
de sus trajes negros, al fondo del palco, contrastaba con el esplendor de la parte delantera... un
esplendor que arrojaba las más variadas luces, sombras y tonalidades. La parte central estaba llena de
matronas envueltas en terciopelos y rasos, plumas y piedras preciosas; los primeros bancos, a la
derecha de la reina, parecían reservados exclusivamente para las muchachas más jóvenes, las flores —
quizá sería mejor decir los capullos— de la aristocracia de Villette. Allí no había joyas, ni tocados, ni
la textura del terciopelo, ni el brillo de la seda: la pureza, la sencillez y la gracilidad reinaban en aquel
grupo virginal. Jóvenes cabezas con los cabellos trenzados, y hermosas figuras (me disponía a escribir
figuras de sílfides, pero no sería cierto: algunas de aquellas jeunes filles, que no tendrían más dedieciséis o diecisiete años, podían presumir de unos contornos tan sólidos y robustos como los de una
inglesa corpulenta de veinticinco años), hermosas figuras vestidas de blanco, de rosa pálido o de azul
claro, como si quisieran evocar a los ángeles del cielo. Yo conocía, como mínimo, a dos de aquellos
especímenes humanos rosas y blancos. Allí estaban dos antiguas alumnas del colegio de madame
Beck, mesdemoiselles Mathilde y Angélique: dos alumnas que, en su último año escolar, deberían
haber estado en la clase superior, pero cuyos cerebros nunca les permitieron pasar del nivel
intermedio. Las había tenido a mi cargo en clase de inglés, y sabía cuán difícil era conseguir que
tradujesen racionalmente una página de El vicario de Wakefield. Y, durante tres meses, una de ellas
se sentó frente a mí en el comedor, y la cantidad de pan, mantequilla y compota de frutas que engullía
en el second déjeuner era asombrosa; sólo lo superaba el hecho de que se guardara en los bolsillos las
rebanadas que no tenía tiempo de comer. He aquí algunas verdades... que resultan aleccionadoras.
Reconocí a otro de esos serafines, la joven más hermosa y con un aire menos recatado e hipócrita:
estaba sentada junto a la hija de un lord inglés, una muchacha ejemplar, a pesar de su aspecto altanero;
las dos habían entrado con la comitiva de la embajada inglesa. Ella (mi conocida) tenía una figura
delgada y flexible, muy diferente a la de las damiselas del país. Tampoco llevaba los cabellos
trenzados en forma de concha o de pequeña cofia de raso; parecían realmente cabellos, y caían sobre
sus hombros, largos, rizados y ondulantes. Conversaba animadamente y daba la impresión de sentirse
muy satisfecha de sí misma y de su posición. No miré al doctor Bretton; pero sabía que también él
había visto a Ginevra Fanshawe: estaba silencioso, contestaba con monosílabos a los comentarios de
su madre, e incluso ahogaba frecuentes suspiros. Pero ¿por qué suspiraba? Había asegurado que le
gustaban los amores difíciles, ¿no era justamente eso lo que quería? Su amada brillaba sobre él en una
esfera superior a la suya: no podía acercarse a ella; ni siquiera tenía la certeza de que la joven fuera a
dedicarle una de sus miradas. La observé para ver si le concedía ese favor. Nuestros asientos no
estaban lejos de los bancos color carmesí; era inevitable que unos ojos tan rápidos y penetrantes como
los de la señorita Fanshawe nos divisaran desde allí, y lo cierto es que no tardó en clavar la vista en
nosotros: por lo menos, en Graham y en la señora Bretton. Yo me mantuve un poco en la sombra,
medio escondida, deseando que no me reconociera en seguida: Ginevra miró fijamente al doctor John,
y luego examinó a su madre con la ayuda de unos impertinentes; al cabo de unos instantes, susurró
algo a su vecina, riendo; al empezar el espectáculo, su atención se desvió hacia la plataforma.
No me detendré en el concierto; mis impresiones carecen de interés para el lector: y, en realidad,
no tendría sentido recordarlas, pues eran las impresiones de una completa ignorante. Las jóvenes del
Conservatorio, de lo más nerviosas y asustadas, hicieron una temblorosa exhibición en los dos
magníficos pianos. Monsieur Josef Emanuel estuvo a su lado mientras tocaban; pero no tenía el tacto
y la influencia de su hermano, que, en similares circunstancias, habría obligado a las alumnas a
comportarse con heroísmo y serenidad. Monsieur Paul habría colocado a las histéricas débutantes
entre dos fuegos: el pánico al público y el pánico al propio monsieur Paul, y les habría infundido el
valor de la desesperación, haciendo incomparablemente mayor el segundo que el primero. Pero
monsieur Josef no sabía hacerlo.
Después de las pianistas de muselina blanca, apareció una dama madura, elegante, con aire
melancólico y un vestido de raso blanco. Empezó a cantar. Sentí lo mismo al oírla que ante los trucos
de un prestidigitador: me habría gustado saber cómo lo haría, cómo conseguiría que su voz subiera y
bajara de aquel modo tan maravilloso; pero lo cierto es que una sencilla melodía escocesa, entonada
por un tosco músico callejero, a menudo me había emocionado mucho más profundamente.
Luego salió un caballero que, haciendo una reverencia al rey y a la reina, y llevándose
continuamente una mano enguantada al corazón, prorrumpió en amargas quejas contra cierta fausseIsabelle. Pensé que buscaba sobre todo la simpatía de la reina; pero, a menos que yo esté muy
equivocada, Su Majestad, en lugar de mostrar un interés sincero, le dispensó una atención tranquila y
cortés. El estado de ánimo de aquel caballero era terrible, así que me alegré cuando terminó su
actuación.
Algunos coros llenos de brío me parecieron lo mejor del espectáculo. Había representantes de las
mejores sociedades musicales de provincias; auténticos nativos de Labassecour, gordos como toneles.
Aquellos personajes cantaban sin afectación: su entusiasta esfuerzo tenía al menos ese buen
resultado... el oído extraía de allí una placentera sensación de energía.
A lo largo de todo el espectáculo —tímidos duetos instrumentales, petulantes solos vocales,
sonoros coros de pulmones de metal—, mi atención sólo dedicó un ojo y un oído al escenario, los
otros estuvieron al servicio del doctor Bretton: no podía olvidarme de él, ni dejar de preguntarme
cómo se sentía, qué pensaba, si se divertía o no. Finalmente, rompió a hablar.
—¿Qué le parece, Lucy? Está usted muy silenciosa —dijo, con su animación habitual.
—Estoy tan silenciosa —respondí— porque me interesa no sólo la música sino todo cuanto me
rodea.
Entonces hizo algunos comentarios tan serenos y ecuánimes que empecé a pensar que no había
visto lo mismo que yo, y le susurré:
—La señorita Fanshawe está aquí, ¿se ha dado cuenta?
—¡Oh, sí! Y me he fijado en que usted también se ha percatado de su presencia.
—¿Cree que ha venido con la señora Cholmondeley?
—La señora Cholmondeley ha llegado con un grupo muy numeroso. Sí, Ginevra estaba en su
comitiva; y la señora Cholmondeley, en la comitiva de lady ..., que estaba en la comitiva de la reina.
Si ésta no fuera una de esas pequeñas cortes europeas, donde ceremoniosidad es casi sinónimo de
familiaridad, y donde las fiestas de gala parecen reuniones caseras con traje de domingo, todo eso
sonaría muy bien.
—Tengo la impresión de que Ginevra le ha visto.
—Yo también. La he mirado varias veces desde que usted dejó de hacerlo; y he tenido el honor de
presenciar un pequeño espectáculo que usted se ha ahorrado.
No le pregunté cuál: esperé una información voluntaria; y no tardó en dármela.
—La señorita Fanshawe —dijo— está en compañía de una joven de la aristocracia. Da la
casualidad de que conozco a lady Sara de vista; su distinguida madre ha requerido mis servicios como
médico. Es una muchacha orgullosa, pero nada insolente, y dudo que Ginevra se haya ganado su
aprecio convirtiendo a sus vecinos en el blanco de sus bromas.
—¿Qué vecinos?
—Sencillamente mi madre y yo. En cuanto a mí, es muy natural: supongo que nadie puede resultar
más cómico que un joven médico de clase media; pero ¿mi madre? Jamás se habían burlado de ella.
¿Sabe que he tenido una sensación muy curiosa al ver su gesto desdeñoso y sus impertinentes
sarcásticamente dirigidos hacia nosotros?
—No piense más en eso, doctor John: no merece la pena. Cuando Ginevra actúa de un modo
irreflexivo, como obviamente ocurre esta noche, es capaz de reírse de cualquiera, incluso de esa dulce
y pensativa reina o de ese melancólico rey. No lo ha hecho con crueldad, sólo por puro
atolondramiento. Para una colegiala con la cabeza llena de pájaros no hay nada sagrado.
—Pero usted olvida que no estoy acostumbrado a considerar a la señorita Fanshawe una colegiala
con la cabeza llena de pájaros. ¿Acaso no era mi divinidad, el ángel de mi vida?—Bueno, ése era su error.
—A decir verdad, sin exageraciones ni romanticismos, hubo un momento hace seis meses en que
la creí divina. ¿Recuerda nuestra conversación sobre los regalos? No fui completamente sincero con
usted al hablar de ese tema: me divirtió su vehemencia. Para aprovechar al máximo su buen juicio,
dejé que me creyera más en la oscuridad de lo que realmente estaba. Gracias a esa prueba de los
regalos, me di cuenta por primera vez de que Ginevra era un ser mortal. Pero seguía fascinándome su
belleza: hace tres días... hace tres horas, yo era su esclavo. Al verla esta noche, triunfal en su
hermosura, mis sentimientos le han rendido homenaje; de no haber sido por un desafortunado gesto de
desdén, seguiría siendo el más humilde de sus siervos. Podría haberse burlado de mí y, aun
hiriéndome, no me habría perdido: habría necesitado más de diez años para conseguir conmigo lo que,
en un momento, ha conseguido con mi madre.
Guardó unos instantes de silencio. Nunca había visto tanto fuego y tan poco sol en los ojos azules
del doctor John.
—Lucy —prosiguió—, mire bien a mi madre y dígame objetivamente, sin miedo, cómo la ve esta
noche.
—Igual que siempre... una respetable señora inglesa de clase media; bien vestida, aunque con
sobriedad, nada pretenciosa, de naturaleza alegre y apacible.
—También la veo así... ¡Bendita sea! La gente dichosa se ríe con mamá, sólo los débiles se ríen de
ella. Nadie se burlará de ella, al menos con mi consentimiento; y sin mi... desprecio... mi antipatía...
mi...
Se detuvo: y era el momento de hacerlo, pues estaba acalorándose más de lo que la ocasión
justificaba. Entonces yo no sabía que tenía dos motivos para estar disgustado con la señorita
Fanshawe. Su rostro encendido, el movimiento de sus orificios nasales, el gesto de desdén de su
hermoso labio inferior, me mostraron a un nuevo y sorprendente Graham Bretton. Sin embargo, no
resulta agradable contemplar un arrebato de ira en una persona de temperamento dulce y apacible;
tampoco me gustó el deseo de venganza que estremeció su joven y vigoroso cuerpo.
—¿La he asustado, Lucy? —preguntó.
—No entiendo por qué se ha enojado tanto.
—Por esta razón —me dijo al oído—: Ginevra no es ni un ángel ni una mujer virtuosa.
—¡Qué tontería! Exagera usted: no hay ninguna maldad en ella.
—Demasiada para mí. Puedo ver cosas para las que usted está ciega. Pero será mejor cambiar de
tema. Me divertiré tomando el pelo a mamá: le aseguraré que se está durmiendo. ¡Vamos, mamá,
despierta, te lo ruego!
—John, seré yo quien te despierte a ti si no te comportas como es debido. ¿Podéis callaros Lucy y
tú y dejarme oír la música?
Actuaba un estruendoso coro, lo que nos había permitido entablar nuestro diálogo anterior.
—¡La estás oyendo perfectamente, mamá! Apuesto mis gemelos, que son auténticos, contra tu
falso broche...
—¡Mi falso broche, Graham! ¡Muchacho blasfemo! Sabes que es una piedra de gran valor.
—¡Oh! Ésa es una de tus supersticiones: te engañaron al comprarlo.
—Me engañan mucho menos de lo que imaginas. ¿Cómo es que conoces a las jovencitas de la
corte, John? He observado que dos de ellas te han prestado mucha atención durante la última media
hora.—Preferiría que no las mirases.
—¿Por qué no? ¿Porque una de ellas dirigió burlonamente sus impertinentes hacia mí? Es una
muchacha preciosa y muy necia: ¿acaso temes que sus risitas me desconcierten?
—¡Qué sensata y admirable es la Anciana Dama! Mamá, eres mejor para mí que diez esposas.
—No seas tan efusivo, John, o me desmayaré, y tendrás que llevarme fuera; y, si esa carga cayera
sobre ti, cambiarías tu última frase y exclamarías: «¡Madre, diez esposas difícilmente podrían ser
peores para mí que tú!».
Cuando terminó el concierto, se celebró una rifa au bénéfice des pauvres. El intervalo entre ambos
fue de esparcimiento general, y de un movimiento y un bullicio de lo más amenos. La blanca bandada
abandonó el escenario; una multitud de ajetreados caballeros lo invadió, a fin de preparar el sorteo. Y,
entre ellos —el más ajetreado de todos—, reapareció cierta figura bien conocida, menuda pero activa,
con la vitalidad y la energía de tres hombres altos. ¡Cómo trabajaba monsieur Paul! ¡Cómo daba
órdenes y, al mismo tiempo, arrimaba el hombro! Media docena de ayudantes estaban a su disposición
para quitar los pianos y esa clase de tareas; pero daba lo mismo: él tenía que sumar su fuerza a la de
ellos. Su celo desmesurado resultaba algo irritante, algo ridículo: no pude sino ver mal todo aquel
revuelo y reírme de él. Pero, en medio de los prejuicios y de la irritación, percibí, mientras le
observaba, cierta encantadora naïveté en todas sus acciones y palabras; tampoco podía estar ciega a
algunos vigorosos rasgos de su fisonomía, que ahora llamaban la atención por su contraste con aquella
aglomeración de rostros sumisos: la profundidad e intensa agudeza de sus ojos, la energía de su frente
pálida y despejada, la expresividad de su boca. Le faltaba la serenidad de la fuerza, pero no hay duda
de que poseía su dinamismo y su fuego.
Mientras tanto, la sala entera bullía de agitación; casi todo el mundo se había levantado para
cambiar de postura; algunos paseaban de un lado a otro, y todos hablaban y reían. El palco color
carmesí ofrecía una escena especialmente animada. La larga nube de caballeros se rompió para
mezclarse con el arco iris de las damas; dos o tres hombres con aspecto de oficiales se acercaron al
rey y empezaron a conversar con él. La reina, abandonando su asiento, se deslizó entre la hilera de
jovencitas, que se levantaron a su paso; y dedicó a cada una de ellas un detalle amable: una palabra
gentil, una sonrisa o una mirada. Dirigió algunas frases a las dos bonitas inglesas, lady Sara y Ginevra
Fanshawe; cuando se alejó de ellas, las dos muchachas, especialmente la segunda, resplandecieron de
gozo. Después fueron abordadas por varias damas, y un pequeño círculo de caballeros se agrupó a su
alrededor; entre ellos, el más cercano a Ginevra era el conde de Hamal.
—¡Qué calor tan agobiante hace en la sala! —exclamó el doctor Bretton, levantándose con súbita
impaciencia—. Lucy... madre... ¿no queréis salir a tomar un poco el aire?
—Ve con él, Lucy —dijo la señora Bretton—. Prefiero guardar el sitio.
De buen grado me hubiera quedado con ella, pero el deseo de Graham tenía preferencia sobre el
mío; le acompañé.
El aire era glacial; al menos, eso me pareció: no creo que el doctor John fuera consciente; pero la
noche estaba en calma, y no había una sola nube en el cielo, sembrado de estrellas. Yo iba envuelta en
una piel. Paseamos un poco por la acera; al pasar bajo una farola, Graham se encontró con mi mirada.
—Parece pensativa, Lucy; ¿es por mi culpa?
—Me preocupa que se sienta apenado.
—En absoluto, así que levante ese ánimo... como yo. Estoy convencido de que la causa de mi
muerte no será una enfermedad cardíaca. Puede que me hieran, puede que me sienta abatido por algúntiempo, pero ningún dolor o enfermedad sentimental ha logrado destrozarme el alma. ¿No me ha visto
siempre contento en casa?
—Generalmente.
—Me alegro de que Ginevra se riera de mi madre. No cambiaría a la Anciana Dama por una
docena de beldades. ¡Cuánto bien me ha hecho su gesto desdeñoso! ¡Gracias, señorita Fanshawe!
Y, quitándose el sombrero que cubría sus rizos, hizo una ridícula reverencia.
—Sí —continuó diciendo—, se lo agradezco de veras. Me ha hecho sentir que nueve décimas
partes de mi corazón estaban en perfectas condiciones, y la décima sangraba por un simple pinchazo:
un pequeño corte que cicatrizará en un santiamén.
—Ahora está irritado, furioso y acalorado; mañana pensará de otro modo.
—¡Furioso y acalorado! No me conoce. Por el contrario, todo mi ardor ha desaparecido: estoy tan
frío como la noche... que, por cierto, quizá sea demasiado fría para usted. Vale más que regresemos.
—Doctor John... ¡qué cambio tan repentino!
—No crea; y, si es así, tengo motivos... dos motivos: le he contado uno. Pero volvamos dentro.
No resultó fácil llegar hasta nuestros asientos; la rifa había empezado, y reinaban el alboroto y la
confusión; la multitud bloqueaba el pasillo, y nos vimos obligados a detenernos un rato. Miré a uno y
otro lado —me pareció oír mi nombre— y divisé muy cerca al omnipresente e inevitable monsieur
Paul. Tenía la vista clavada en mí... mejor dicho, en mi vestido rosa; y un comentario sarcástico
brillaba en sus ojos. Era su costumbre criticar las vestimentas de profesoras y alumnas en el internado
de madame Beck, algo que, por lo menos, las primeras consideraban una impertinencia. Hasta
entonces, yo me había librado: mi oscuro atuendo diario no podía ser más discreto. No estaba de
humor aquella noche para permitirle una nueva intromisión; en vez de soportar sus bromas, ignoraría
su presencia. Así, pues, volví el rostro hacia la manga del doctor John; encontrando en aquel abrigo
negro una perspectiva más cómoda y placentera, más cordial y amistosa, que la que ofrecía el
desagradable rostro del oscuro y menudo profesor. Graham pareció secundar inconscientemente mi
preferencia, pues bajó la cabeza y dijo con voz amable:
—No se separe de mí, Lucy: estas multitudes no son nada respetuosas con las personas.
Pero no pude evitar traicionarme a mí misma. Cediendo a una influencia magnética o de otro tipo
—inoportuna, desagradable, pero eficaz—, volví a mirar para ver si monsieur Paul se había ido. No,
seguía en el mismo lugar, pero con otra expresión en los ojos; había adivinado mis pensamientos y mi
deseo de esquivarlo. Su mirada burlona, pero no malhumorada, se había convertido en un oscuro ceño
y, cuando me incliné para saludarlo con la idea de reconciliarme, lo único que conseguí de él fue un
movimiento de cabeza sumamente rígido y severo.
—¿A quién ha hecho enfadar, Lucy? —susurró el doctor Bretton, sonriendo—. ¿Quién es ese
amigo suyo de aspecto tan feroz?
—Uno de los profesores de madame Beck: un hombrecillo con muy mal carácter.
—Parece terriblemente enojado, ¿qué le ha hecho? ¿Qué ocurre? ¡Ah, Lucy, Lucy! Cuénteme qué
significa todo esto.
—Le aseguro que no hay ningún misterio. Monsieur Paul es muy exigeant y, como me he vuelto
hacia su manga en vez de saludarle a él con una reverencia, piensa que le he faltado al respeto.
—El hombreci... —empezó a decir el doctor John.
No sé cómo hubiera terminado la frase, pues, en aquel momento, estuvieron a punto de tirarme al
suelo entre los pies de la muchedumbre. Monsieur Paul había pasado bruscamente a mi lado, y
avanzaba a empujones, indiferente a la seguridad y al bienestar de cuantos le rodeaban.—Creo que incluso él mismo se llamaría méchant(malencarado) —señaló el doctor Bretton.
Yo estuve de acuerdo.
Poco a poco y con gran dificultad, conseguimos recorrer el pasillo y llegar a nuestros asientos. La
rifa duró casi una hora; fue muy animada y divertida; como todos teníamos boletos, compartimos la
esperanza y el miedo cada vez que el bombo giraba. Dos niñas de cinco y seis años sacaban los
números; y los premios se anunciaban en el escenario. Eran muy numerosos, aunque de escaso valor.
Tanto el doctor John como yo ganamos uno: el mío fue una pitillera; el suyo un tocado femenino, una
especie de turbante azul plateado, de lo más etéreo, con una pluma a un lado, como una ligera nube de
nieve. Se mostró ansioso por hacer un intercambio; pero no logró convencerme y aún hoy conservo mi
pitillera: cuando la miro, recuerdo los viejos tiempos y una velada muy feliz.
El doctor John, por su parte, extendió el brazo y sostuvo el turbante con el índice y el pulgar,
mientras lo contemplaba con una mezcla de veneración y desconcierto de lo más cómica. Después de
examinarlo, estuvo a punto de depositar tranquilamente el delicado tejido en el suelo, entre sus pies;
no parecía tener ni idea de cómo debía guardarse: si madame Bretton no hubiera acudido en su rescate,
creo que lo habría aplastado bajo su brazo como un sombrero de copa plegable; ella volvió a meterlo
en su sombrerera.
Graham estuvo muy animado toda la velada, y su alegría parecía sincera y espontánea. Su
conducta, la expresión de su rostro, son difíciles de describir; había en ellas algo peculiar y, en cierto
modo, original. Reflejaban un dominio muy poco común de las pasiones, y un caudal de profunda y
vigorosa fortaleza que, sin necesidad de esfuerzos heroicos, vencía a la Decepción, arrancándole de
raíz sus colmillos. Su actitud traía a mi memoria las cualidades que yo había percibido en él cuando
atendía a los pobres, a los malhechores y a los infelices de la Basse-Ville: se mostraba al mismo
tiempo paciente, amable, decidido. ¿Acaso se podía evitar cogerle cariño? No parecía haber en él esas
debilidades que hostigan todos nuestros sentimientos con consideraciones sobre el mejor modo de
apuntalar sus titubeos; jamás permitía que su ira destrozara la calma o apagase el entusiasmo; de sus
labios no escapaban esas frases cáusticas que queman hasta los huesos; sus ojos no lanzaban esos
dardos fríos, oxidados, venenosos, que atraviesan los corazones: a su lado se encontraba descanso y
refugio, a su alrededor brillaba el sol.
Y, sin embargo, no había olvidado ni perdonado a la señorita Fanshawe. Cuando se enojaba, no
creo que fuera fácil congraciarse con él; cuando se enemistaba, solía ser para siempre. Miró a Ginevra
en más de una ocasión; pero no a hurtadillas ni tímidamente, con el mayor descaro. De Hamal era una
especie de mueble al lado de la joven; la señora Cholmondeley se sentaba cerca, y los tres parecían
entregados en cuerpo y alma a la conversación, al regocijo y a una excitación que convertía los bancos
carmesíes en un lugar tan bullicioso como cualquier rincón plebeyo de la sala. En el curso de una
charla aparentemente animada, Ginevra levantó una o dos veces el brazo; una hermosa pulsera
resplandecía en su muñeca. Observé cómo sus destellos se reflejaban en los ojos del doctor John... y
cómo nacía en ellos una chispa de desdén y de ira; Graham se rió.
—Creo que dejaré el turbante en mi altar de los sacrificios —exclamó—; allí, por lo menos, estoy
seguro de que será bien recibido: ninguna grisette acepta obsequios con tanta naturalidad como ella. Y
¡es extraño! Después de todo, es una joven de buena familia.
—Pero no conoce usted su educación, doctor John —dije—. Se ha pasado la vida yendo de un
colegio a otro, y puede alegar ignorancia como atenuante de casi todas sus faltas. Además, según dice,
sus padres recibieron la misma formación que ella.
—Siempre he sabido que no era rica; y hubo un momento en que eso me alegró —afirmó Graham.—Me ha contado que en su casa son pobres —añadí—; siempre habla de esos temas con mucha
ingenuidad: nunca miente como las jóvenes extranjeras. Sus padres son miembros de una numerosa
familia: gozan de posición social y tienen un círculo de amistades que exige cierta ostentación. Las
necesidades impuestas por las circunstancias, combinadas con un temperamento irreflexivo, han
engendrado en ella una insensata falta de escrúpulos cuando se trata de conseguir algo para guardar las
apariencias. Ése es el estado de cosas, el único estado de cosas, que ella ha conocido desde la infancia.
—Lo creo... y yo pensaba moldear su espíritu. Pero, Lucy, para ser sincero, esta noche he
comprendido algo al verla con Alfred de Hamal: y lo he comprendido antes de que ella se mostrara
insolente con mi madre. He visto la mirada que intercambiaban al entrar, y lo que delataba no ha sido
de mi agrado.
—¿Qué quiere decir? ¿Acaso no conoce sus coqueteos desde hace mucho tiempo?
—¿Sus coqueteos? Podrían ser una inocente treta infantil para atraer a su verdadero enamorado;
pero no me refería a ningún coqueteo: su mirada revelaba un entendimiento mutuo y secreto... nada
ingenuo ni inocente. Aunque fuera más hermosa que Afrodita, ninguna mujer capaz de dirigir o de
recibir una mirada así podría convertirse en mi esposa: preferiría casarme con una paysanne(campesina) de falda corta y cofia alta, y tener la certeza de que es honesta.
No pude evitar sonreír. Sabía que Graham exageraba: estaba segura de que Ginevra, a pesar de su
atolondramiento, era bastante honesta. Así se lo dije. El doctor John movió la cabeza, y aseguró que él
no le confiaría su buen nombre.
—¡Lo único que se le puede confiar sin miedo! —exclamé—. Ginevra desvalijaría sin el menor
escrúpulo el bolsillo y los bienes de su marido, y pondría a prueba, temerariamente, su paciencia y su
carácter; pero no creo que empañara o dejase que otros empañaran su buen nombre.
—Está convirtiéndose en su defensora —dijo él—. ¿Quiere que recupere mis viejas cadenas?
—No; me alegro de verle libre, y confío en que continúe así por mucho tiempo. Pero debemos ser
justos.
—Yo lo soy: tan justo como Radamante, Lucy. Cuando me aparto de alguien, no puedo evitar
juzgarle con severidad. Pero ¡mire!, los reyes se ponen en pie. Me gusta esta reina: tiene un rostro
muy dulce. Mamá también está muy cansada; jamás conseguiremos llevarla a casa si nos quedamos
más tiempo.
—¿Cansada yo, John? —exclamó la señora Bretton, tan animada y despierta como su hijo—. Me
comprometo a aguantar más que tú: podemos quedarnos aquí hasta mañana, ¡ya veremos quién está
más exhausto al amanecer!
—No me gustaría hacer el experimento; pues, en verdad, eres el más fuerte de los árboles de hoja
perenne, y la más fresca y lozana de las matronas. Los nervios delicados y la frágil constitución de tu
hijo servirán entonces de pretexto para pedirte que nos marchemos en seguida.
—¡Qué joven tan indolente! No hay duda de que te encantaría estar en la cama; y supongo que hay
que complacerte. También Lucy parece un poco cansada. ¡Qué vergüenza, Lucy! A tu edad, una
semana de festejos no me habría hecho palidecer ni un poco. Marchaos los dos; y podéis reíros cuanto
queráis de la Anciana Dama. Yo, por mi parte, me encargaré de la sombrerera y del turbante.
Así lo hizo. Le ofrecí mi ayuda, pero la rechazó con bondadoso desdén: mi madrina opinaba que
yo tenía bastante con cuidar de mí misma. Sin la menor ceremonia, en medio del alegre caos que
siguió a la salida de los reyes, la señora Bretton nos precedió y nos abrió camino entre la multitud.
Graham seguía apostrofando a su madre, la grisette más hermosa que había tenido la suerte de ver
cargada con una sombrerera; también quiso que me fijara en el afecto que mi madrina sentía por elturbante azul celeste, y anunció su convicción de que algún día se lo pondría.
La noche era terriblemente fría y oscura, pero no tardamos en encontrar el carruaje. Pronto
estuvimos encajados en su interior, tan calientes y cómodos como al lado de la chimenea; y creo que
el trayecto de vuelta fue incluso más agradable que el de ida. Agradable a pesar del cochero, que había
estado casi todo el concierto en la tienda del marchand de vin, y nos llevó varias millas por la negra y
solitaria calzada después de haber pasado de largo el camino que conducía a La Terrasse; nosotros,
ocupados en hablar y reír, no reparamos en su extravío hasta que, finalmente, la señora Bretton
comentó que siempre había creído que el château estaba en un lugar apartado, pero no en el fin del
mundo, como parecía ser el caso, pues llevábamos hora y media en el carruaje y todavía no habíamos cogido la avenida.
Entonces Graham miró por la ventanilla y, al divisar unos campos extensos y oscuros, con hileras
desconocidas de árboles desmochados y de tilos a lo largo de sus cercas hundidas e invisibles, empezó
a hacer conjeturas sobre lo ocurrido; y, ordenando al cochero que se detuviera, se subió al pescante y
cogió él mismo las riendas. Gracias a él, llegamos a casa sanos y salvos, con hora y media de retraso.
Martha no se había olvidado de nosotros; un alegre fuego ardía en la chimenea y una deliciosa
cena esperaba en el comedor: las dos cosas nos llenaron de regocijo. Empezaba a amanecer cuando
nos retiramos a nuestras habitaciones. Me quité el traje rosa y el manto de encaje, y me sentí mucho
más feliz que al ponérmelos. Quizá no todas las jóvenes que habían brillado por su hermosura en el
concierto podían decir lo mismo; pues no todas habían disfrutado de la amistad... de su sereno
consuelo y de su modesta esperanza.