VILLETTE

By DorissRojas

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Lucy Snowe, sin familia, sin dinero, sin posición, entra a trabajar en un internado en una ciudad extranjera... More

NOTA
CAPÍTULO I. BRETTON
CAPÍTULO II. PAULINA
CAPÍTULO III. LOS COMPAÑEROS DE JUEGOS
CAPÍTULO IV. LA SEÑORITA MARCHMONT
CAPÍTULO V. PASANDO PÁGINA
CAPÍTULO VI. LONDRES
CAPÍTULO VII. VILLETTE
CAPÍTULO VIII. MADAME BECK
CAPÍTULO IX. ISIDORE
CAPÍTULO X. EL DOCTOR JOHN
CAPÍTULO XI. EL CUARTITO DE LA PORTERA
CAPÍTULO XII. EL COFRECILLO
CAPÍTULO XIII. UN ESTORNUDO A DESTIEMPO
CAPÍTULO XV. LAS LARGAS VACACIONES
CAPÍTULO XVI. LOS DÍAS DE ANTAÑO
CAPÍTULO XVII. LA TERRAZA
CAPÍTULO XVIII. DISCUTIMOS
CAPÍTULO XIX. CLEOPATRA
CAPÍTULO XX. EL CONCIERTO
CAPÍTULO XXI. REACCIÓN
CAPÍTULO XXII. LA CARTA
CAPÍTULO XXIII. VASTÍ
CAPÍTULO XXIV. MONSEIUR DE BASSOMPIERRE
CAPÍTULO XXV. LA PEQUEÑA CONDESA
CAPÍTULO XXVI. UN ENTIERRO
CAPÍTULO XXVII. EL HOTEL CRÉCY
CAPÍTULO XVIII. LA LEONTINA
CAPÍTULO XXIX. LA FÊTE DE MONSIEUR
CAPÍTULO XXX. MONSIEUR PAUL
CAPÍTULO XXXI. LA DRÍADE
CAPÍTULO XXXII. LA PRIMERA CARTA
CAPÍTULO XXXIII. MONSIEUR PAUL CUMPLE SU PROMESA
CAPÍTULO XXXIV. MALÉVOLA
CAPÍTULO XXXV. FRATERNIDAD
CAPÍTULO XXXVI. LA MANZANA DE LA DISCORDIA
CAPÍTULO XXXVII. BRILLA EL SOL
CAPÍTULO XXXVIII. NUBES
CAPÍTULO XXXIX. VIEJOS Y NUEVOS CONOCIDOS
CAPÍTULO XL. LA PAREJA FELIZ
CAPÍTULO XLI. FAUBOURG CLOTILDE
CAPÍTULO XLII. FINIS
SOBRE LA AUTORA

CAPÍTULO XIV. LA FÊTE

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By DorissRojas


 Tan pronto como Georgette estuvo recuperada, madame la envió al campo. Yo lo lamenté; quería a la niña, y su pérdida me entristeció aún más. Pero no debo quejarme. Vivía en una casa llena de vida; podía haber tenido compañía y elegí la soledad. Todas las profesoras trataron en algún momento de intimar conmigo; yo las puse a prueba. Una resultó ser una mujer honrada, pero estrecha de miras, egoísta y de sentimientos vulgares. La segunda era una parisina, aparentemente refinada, pero de corazón corrompido, sin creencias, principios ni sentimientos: bajo la respetable corteza de su naturaleza, había un cenagal. Sentía verdadera pasión por los regalos; y, en ese aspecto, la tercera profesora —una persona insignificante y sin carácter— se parecía mucho a ella. Esta última tenía también otro rasgo distintivo: la avaricia. El amor al dinero por el dinero la dominaba. Ante la visión de una moneda de oro, sus ojos despedían un fulgor verde, digno de verse. En una ocasión, como si fuera un enorme privilegio, me llevó al piso de arriba y, abriendo un cajón secreto, me enseñó el tesoro que tenía escondido: un montón de piezas, grandes y pesadas... unas quince guineas, en monedas de cinco francos. Amaba aquel tesoro como un pájaro ama sus huevos. Eran sus ahorros. Se acercaba a hablarme de ellos con una devoción tenaz y delirante, insólita en una persona que aún no había cumplido veinticinco años. La parisina, por otra parte, era derrochadora y libertina (no sé sus actos, pero sus palabras así lo evidenciaban). Mostraba su verdadera naturaleza con mucha cautela. Parecía una extraña clase de reptil, aunque sólo me enseñó una vez su cabeza de serpiente, según pude ver, escudriñándome; aquello despertó mi curiosidad: si ella lo hubiese hecho descaradamente, es muy posible que yo, adoptando una postura filosófica, hubiera contemplado impasible su larga silueta, desde la lengua bífida hasta la punta escamosa de la cola; pero sólo pareció deslizarse entre las páginas de una mala novela; y, al encontrarse con un inoportuno arrebato de ira, retrocedió y desapareció, siseando. Me odió desde ese día. Aquella parisina estaba siempre endeudada; gastaba su sueldo antes de cobrarlo, no sólo en vestidos, sino en perfumes, cosméticos, golosinas y condimentos. ¡Qué mujer tan sibarita, fría e insensible! Es como si la estuviera viendo. Delgada de figura y semblante, con la tez cetrina, facciones regulares, dientes perfectos, labios finos como un hilo, barbilla grande y prominente, y ojos grandes pero gélidos, con una expresión ávida e ingrata al mismo tiempo. Odiaba mortalmente trabajar, y vivía fascinada por lo que ella consideraba placer; que sólo era una pérdida de tiempo insulsa, cruel y estúpida. Madame Beck conocía a la perfección el carácter de aquella mujer. En una ocasión me habló de ella, con una extraña mezcla de perspicacia, indiferencia y antipatía. Le pregunté por qué no la echaba. Me dijo sin rodeos que «porque no convenía a sus intereses»; y señaló algo que yo ya había advertido, a saber, que mademoiselle St Pierre no tenía rival a la hora de mantener el orden entre las filas de sus indisciplinadas alumnas. Era como si su presencia paralizara a los demás: sin exaltación, ruido ni violencia, contenía a aquellas jovencitas como el aire helado detiene un impetuoso arroyo. Apenas servía para transmitir conocimientos, pero no tenía precio para vigilar e imponer una disciplina. —Je sais bien qu'elle n'a pas de principes, ni, peut-être, de moeurs —admitió madame con franqueza; pero añadió con filosofía—: son maintien en classe est toujours convenable et rempli même d'une certaine dignité: c'est tout ce qu'il faut. Ni les élèves, ni les parents ne regardent plus loin; ni, par conséquent, moi non plus.(Sé bien que no tiene principios, y quizá tampoco moral [...]: pero su actitud en clase es siempre intachable, y no carece de cierta dignidad; es todo cuanto se necesita. Ni las alumnas, ni los padres quieren más; y, en consecuencia, yo tampoco.)

¡Qué pequeño mundo tan extraño, alocado y bullicioso era aquel internado! Se hacían grandes esfuerzos por ocultar las cadenas tras las flores; una sutil esencia de catolicismo impregnaba todas sus disposiciones: una considerable indulgencia con los sentidos (por así decirlo) contrarrestaba las rígidas restricciones espirituales. Las mentes crecían en la esclavitud; pero, para impedir que alguien meditara sobre esto, se aprovechaba al máximo cualquier pretexto para el esparcimiento físico. Allí, como en todas partes, la IGLESIA luchaba por educar a sus hijos robustos de cuerpo y débiles de alma, gordos, rubicundos, fuertes, alegres, ignorantes, irreflexivos, incondicionales. «¡Comed, bebed y vivid! —decía—. Ocupaos de vuestro cuerpo; dejadme a mí el cuidado de vuestras almas. Yo me encargaré de curarlas... y guiaré sus pasos: yo garantizo su destino final.» Un acuerdo que todo católico convencido encuentra ventajoso. Lucifer ofrece exactamente lo mismo: «Te daré todo el poder y la gloria de estos reinos; porque me los han entregado a mí, y yo se los doy a quien quiero. Si me adoras, serán todos tuyos». Por aquella época —los días más esplendorosos del verano— la casa de madame Beck se convirtió en el colegio más alegre que uno pueda imaginar. Durante toda la jornada, las grandes puertas plegables y las ventanas de doble hoja se abrían de par de par: el sol parecía formar parte de la atmósfera; las nubes se hallaban lejos, navegando hasta los confines del mar, descansando, sin duda, alrededor de islas como Inglaterra —esa querida tierra de brumas—, pero a una gran distancia del continente, siempre más seco. Pasábamos mucho más tiempo en el jardín que bajo techo: las clases se impartían y las comidas se tomaban bajo el grand berceau(el gran cenador). Además, la cercanía de las vacaciones casi convertía la libertad en libertinaje. Sólo faltaban dos meses para las largas vacaciones de otoño; pero antes de eso, se esperaba un gran día: la celebración de una importante ceremonia, la fête de madame. Los preparativos de esta fiesta recaían principalmente en mademoiselle St Pierre; se suponía que madame se hallaba al margen, despreocupada e ignorante de cuanto pudiera organizarse en su honor. Lo que especialmente parecía desconocer o siquiera sospechar era que todos los años se recaudaba dinero en el colegio para comprarle un bonito regalo. La delicadeza exquisita del lector hará caso omiso de una consulta muy breve y confidencial al respecto en el dormitorio de madame: —¿Qué le gustaría este año? —quiso saber su lugarteniente parisina. —¡Oh, qué más da! Olvídelo. No les quite a las pobres niñas sus francos —contestó madame, con expresión modesta y benévola. La señorita St Pierre sacó la barbilla; conocía muy bien a madame; sus aires de bonté no eran más que des grimaces(muecas) para ella. Jamás le inspiraban el menor respeto. —Vîte! —exclamó fríamente—. Dígame lo qué desea. ¿Alguna joya o porcelana, alguna prenda de vestir o plata? —¡Está bien! Deux ou trois cuillers et autant de fourchettes en argent.(Dos o tres cucharas y otros tantos tenedores de plata.) Y el resultado fue un hermoso estuche que contenía trescientos francos en cubiertos de plata. El programa del día de fiesta era el siguiente: entrega del regalo, refrigerio en el jardín, representación de una obra teatral (en la que actuaban alumnas y profesores), baile y cena. Recuerdo que todo me parecía maravilloso. Zélie St Pierre sabía lo que hacía y lo organizaba hábilmente. La obra de teatro era lo más importante; de ahí que los preparativos empezaran con un mes de antelación. La elección de los actores exigía sabiduría y cautela; después venían las clases de dicción, de interpretación, y, por último, los fatigosos e innumerables ensayos. Mademoiselle St Pierre, como es lógico, no podía encargarse de todo: se necesitaba otra autoridad, otros conocimientos que los suyos. Y éstos los proporcionaba monsieur Paul Emanuel, el profesor de literatura. Nunca había tenido ocasión de asistir a una de las histriónicas disertaciones de monsieur Paul, pero lo veía a menudo cuando atravesaba el carré (un vestíbulo cuadrado entre la vivienda de madame y el internado). También lo oía en las tardes calurosas, cuando daba clase con la puerta abierta, y su nombre, y las anécdotas sobre él, se multiplicaban. Especialmente nuestra antigua conocida, la señorita Ginevra Fanshawe, elegida para interpretar un papel destacado en la obra, al pasar conmigo gran parte de su tiempo libre, solía salpicar su discurso con alusiones frecuentes a lo que hacía y decía este profesor. Ella lo consideraba terriblemente descortés, y afirmaba sentirse aterrorizada, muy cercana a la histeria, cuando oía sus pasos o su voz. Es cierto que era un hombre menudo y moreno; austero y mordaz. Incluso a mí se me antojaba una aparición severa, con su cabeza de cabellos cortos y negros, su frente ancha y cetrina, sus delgadas mejillas, sus anchos y temblorosos orificios nasales, su mirada perspicaz y sus ademanes apresurados. Se enojaba con facilidad; era ostensible cuando apostrofaba con vehemencia al torpe grupo que tenía a sus órdenes. A veces, aquellas actrices novatas e ignorantes agotaban su paciencia por la falsedad de sus juicios, la frialdad de sus emociones, la debilidad de su interpretación. —Écoutez! —gritaba; y entonces su voz resonaba como una trompeta por todo el edificio. Y cuando, imitándola, se oía la vocecita de una Ginevra, una Mathilde o una Blanche, era fácil entender por qué un gruñido ahogado de desprecio o un violento bufido de rabia contestaban al eco insustancial. —Vous n'êtes donc que des poupées? —le oía rugir—. Vous n'avez pas de passions — vous autres? Vous ne sentez donc rien? Votre chair est de neige, votre sang de glace? Moi, je veux que tout cela s'allume, qu'il ait une vie, une âme!(Entonces, ¿no sois más que muñecas? [...] ¿Acaso no tenéis pasiones? ¿No sentís nada? ¿Vuestra carne es de nieve y vuestra sangre de hielo? ¡Quiero que todo eso se inflame, que tenga vida, que tenga alma) ¡Vana determinación! Y cuando finalmente descubrió lo inútiles que eran sus esfuerzos, echó abajo el proyecto. Hasta ese momento había estado enseñándoles una gran tragedia; pero la rompió en pedazos y llegó al día siguiente con una pequeña y divertida bagatela. A las alumnas les gustó más; y, a pesar de su torpeza, él consiguió que la aprendieran. Mademoiselle St Pierre presidía siempre las clases de monsieur Emanuel y, según me dijeron, sus modales refinados, su aparente atención, su tacto y su gracia, causaban muy buena impresión en ese caballero. Poseía, sin duda, el arte de agradar durante cierto tiempo a quien ella deseara; pero se trataba de un sentimiento efímero: al cabo de una hora se secaba como el rocío, se desvanecía como una telaraña. La víspera de la fête de madame fue un día tan festivo como el de su cumpleaños. Lo dedicamos a ordenar, limpiar, arreglar y adornar las tres aulas. En el interior, reinaba un alegre bullicio; no había ningún rincón, ni siquiera en el piso de arriba, donde una persona solitaria pudiera hallar descanso para las plantas de sus pies; por ese motivo, me refugié en el jardín. Pasé allí toda la jornada, encontrando calor bajo el sol, cobijo entre los árboles, y una especie de compañía en mis propios pensamientos. Recuerdo muy bien que, en todo el día, sólo intercambié dos frases con un ser viviente: y no es que me sintiera sola; me alegraba de estar en silencio. Para un espectador, bastaba con pasar por las habitaciones un par de veces, observar los cambios que se estaban realizando, ver cómo se instalaba un camerino y un vestuario, cómo se montaba un pequeño escenario con su decorado, cómo monsieur Paul Emanuel, en colaboración con mademoiselle St Pierre, lo dirigía todo, y cómo un ilusionado grupo de alumnas, entre las que estaba Ginevra Fanshawe, trabajaban alegremente a sus órdenes.

Llegó el gran día. Brillaba el sol, y el cielo estuvo despejado hasta el atardecer. Se abrieron todas las puertas y ventanas, lo que proporcionaba una agradable sensación de libertad veraniega; y lo cierto es que la más completa libertad parecía estar a la orden del día. Profesoras y alumnas bajaron a desayunar en bata y papillotes(tubos para rizos): disfrutando de antemano avec délices de la toilette de la tarde, parecían recrearse aquella mañana en el lujo del desaliño, de igual modo que los regidores ayunan antes de un banquete. Hacia las nueve de la mañana, llegó un importante funcionario, el coiffeur(peluquero). Cometiendo un sacrilegio, estableció su cuartel general en el oratorio, y allí, en presencia de bénitier(Pila de agua bendita), cirios y crucifijo, solemnizó los misterios de su arte. No hubo una sola joven que no pasara por sus manos; y emergían de ellas con la cabeza tan suave como una concha, cruzada por primorosas líneas blancas y engalanada con hermosas trenzas griegas que brillaban como si estuvieran lacadas. Me llegó el turno, como a las demás, y no daba crédito a mis ojos cuando, al terminar, me miré en el espejo en busca de información; la profusión de cabellos castaños trenzados como guirnaldas me dejó boquiabierta... temí que no fueran todos míos, y tuve que darme varios tirones para cerciorarme de lo contrario. Entonces reconocí en aquel coiffeur a un artista de primer orden, alguien que sacaba el máximo partido del material más mediocre. Una vez cerrado el oratorio, el dormitorio se convirtió en escenario de abluciones, vestimentas y acicalamientos singularmente concienzudos. Para mí era y seguirá siendo un enigma entender cómo lograban emplear tanto tiempo en hacer tan poco. La operación parecía minuciosa, compleja, prolongada: el resultado simple. Un vestido de muselina blanca, un lazo azul (los colores de la Virgen), unos guantes de cabritilla blancos o de color pajizo: ése era el uniforme de gala que profesoras y alumnas tardaban tres agotadoras horas en ponerse. Pero, a pesar de su simpleza, he de reconocer que era un atuendo perfecto... perfecto por su elegancia, comodidad y frescura; y como todas las cabezas iban peinadas con exquisita delicadeza —de un modo que favorecía el encanto redondeado y firme de las mujeres de Labassecour, aunque fuera demasiado rígido para un estilo de belleza más cimbreante y flexible—, el efecto general era, en conjunto, encomiable. Al contemplar aquella masa nívea y diáfana, recuerdo que me sentí como una pequeña sombra en un campo de luz. Me faltaba valor para ponerme un vestido blanco: debía llevar algo ligero, hacía demasiado calor para soportar tejidos gruesos, así que había visitado una docena de tiendas hasta dar con una tela parecida al crepé de color gris rosáceo, el color, en suma, de la triste niebla en un brezal florido. Mi tailleuse(modista) había intentado hacerlo lo más bonito posible; ya que, como señaló juiciosamente, era «si triste... si peu voyant»(Tan triste, tan poco lúcido) que resultaba imperativo seguir la moda: fue una suerte que pensara así, pues yo no tenía ni flores ni joyas para animarlo; y, lo que era peor, tampoco tenía una tez sonrosada. Olvidamos esas deficiencias en medio de la monótona rutina del trabajo cotidiano, pero aparecen ante nosotros con toda su crudeza en las brillantes ocasiones en que la belleza debería resplandecer. Sin embargo, con aquel sombrío vestido, me sentía cómoda y tranquila; una ventaja de la que no habría disfrutado con otro traje más alegre y llamativo. Madame Beck impidió, asimismo, que me sintiera avergonzada; su atuendo era casi tan discreto como el mío, aunque ella lucía una pulsera y un enorme broche de oro y piedras finas. Nos encontramos casualmente en la escalera y me obsequió con una sonrisa de aprobación. No creo que pensara que yo tenía buen aspecto —algo que difícilmente atraería su interés—, pero sí que vestía convenablement, décemment, y la Convenance y la Décence(la Respetabilidad y la Decencia) eran las dos serenas deidades que madame veneraba. Incluso se detuvo, apoyó en mi hombro una mano enguantada, en la que sostenía un pañuelo bordado y perfumado, y me dijo al oído unas palabras sarcásticas sobre las demás profesoras, a las que acababa de felicitar por su indumentaria.

—No hay nada tan absurdo —exclamó— como des femmes mûres que se visten igual que a los quince años. Quant à la St Pierre, elle a l'air d'une vieille coquette qui fait l'ingénue.(Las mujeres maduras [...]. En cuanto a la St Pierre, parece una vieja coqueta haciéndose la ingenua.) Terminé de vestirme al menos un par de horas antes que las demás, y fue un placer para mí dirigirme, no al jardín, donde los criados estaban sujetando largas mesas, colocando sillas y extendiendo apresuradamente manteles para el refrigerio, sino a las aulas, ahora vacías, silenciosas, frescas y limpias; con las paredes recién pintadas, y los suelos de madera recién fregados y todavía húmedos; con las flores recién cortadas adornando los rincones, y las cortinas recién colgadas embelleciendo los ventanales. Me metí en la primera clase, una estancia más pequeña y ordenada que las otras, y cogiendo de la librería acristalada, cuya llave guardaba yo, un volumen que parecía interesante, me senté a leer. La puerta de cristal de aquella classe o aula daba al gran cenador; las ramas de acacia acariciaban el vidrio y acababan enlazándose con un rosal que florecía junto al dintel opuesto: en ese rosal zumbaban las abejas, felices y atareadas. Comencé a leer. Justo en el instante en que el tranquilo zumbido, la sombra de la enramada, la cálida y solitaria paz de mi refugio empezaban a restar visión a mis ojos y sentido a la página, y a llevarme por la senda de la imaginación hacia una profunda hondonada en el país de los sueños... justo entonces sonó la campanilla de la puerta principal, con una intensidad desconocida, devolviéndome a la realidad. La campanilla llevaba sonando toda la mañana, con las idas y venidas de trabajadores y criados, coiffeurs y tailleuses. Además, todo parecía indicar que sonaría muchas veces a lo largo de la tarde, pues aún debían llegar unas cien alumnas externas en carruajes o fiacres; y que tampoco descansaría al anochecer, cuando padres y amigos acudieran en tropel a ver la obra de teatro. En tales circunstancias, un campanillazo, incluso fuerte, era normal; y, sin embargo, aquel sonido tuvo un acento propio que acabó con mis ensueños e hizo caer el libro de mis rodillas. Estaba agachándome para recogerlo cuando —firmes, veloces, directos— a través del vestíbulo... a lo largo del pasillo... cruzando el carré, la clase de primero, la clase de segundo y la grande salle, se oyeron unos pasos rápidos, regulares, decididos. La puerta de la primera clase, mi santuario, no opuso la menor resistencia; se abrió de golpe, y un paletot y un bonnet grec(Un gabán y gorro griego) llenaron el hueco; dos ojos examinaron vagamente el interior y luego se clavaron en mí. —C'est cela! —dijo una voz—. Je la connais: c'est l'Anglaise. Tant pis. Toute Anglaise, et par conséquent, tout bégueule qu'elle soit - elle fera mon affaire, ou je saurai pourquoi.(¡Es ella! [...] La conozco: es la inglesa. Da igual. Aunque es típicamente inglesa y, en consecuencia, una mojigata, hará lo que le pida, o yo sabré el motivo.) Después, con cierta cortesía severa (supongo que creía que yo no había captado el sentido de su desconsiderado comentario) y en la jerga más execrable que jamás había oído, exclamó: —Señorita... tiene que actuar: no me moveré de aquí. —¿Qué puedo hacer por usted, monsieur Paul Emanuel? —pregunté, pues se trataba de él, y en un estado de no poca agitación. —Tiene que actuar en la obra. No le permitiré echarse atrás, ni fruncir el ceño, ni hacerse la remilgada. Leí su cráneo la noche en que llegó; conozco sus moyens(recursos): puede actuar; tiene que actuar. —Pero ¿cómo, monsieur Paul? ¿Qué quiere usted decir? —No tenemos tiempo que perder —prosiguió, hablando en francés—; nada de objeciones, excusas, minauderies(melindres). Tiene que interpretar un papel. —¿En el vodevil? —En el vodevil. Usted lo ha dicho. Lancé un grito, horrorizada. ¿Qué pretendía aquel hombre? —¡Escuche! —exclamó—. Le expondré el caso y luego me contestará sí o no; en función de su respuesta, conquistará o no mi aprecio para siempre. La vehemencia apenas reprimida de un carácter tan irritable encendía sus mejillas y convertía sus miradas en afilados dardos; un carácter al que lo insensato, lo sensiblero, lo vacilante, lo huraño, lo afectado y, sobre todo, lo inflexible, podía volver de pronto violento e implacable. El silencio y la atención eran el mejor bálsamo que podía aplicar: le escuché. —Todo está a punto de irse al traste —empezó—. Louise Vanderkelkov se ha puesto enferma... al menos eso afirma su ridícula madre; por mi parte, estoy seguro de que podría actuar si quisiera: lo único que le falta es buena voluntad. Interpretaba un rôle, como sabe, o no sabe... da igual: sin ese rôle, la obra no puede representarse. No quedan más que unas horas para aprenderlo: ni una sola alumna atendería a razones o aceptaría hacerlo. En verdad no es un papel interesante, ni agradable; su infame amour-propre, ese mezquino defecto que tanto abunda en las mujeres, se lo impediría. Las mujeres inglesas son las mejores o las peores de su sexo. Dieu sait que je les déteste comme la peste, ordinairement(Dios sabe, por lo general, las detesto como a la peste.) —dijo entre dientes—. Me dirijo a una inglesa para que venga en mi auxilio. ¿Cuál es su respuesta... sí o no? Se me ocurrieron mil objeciones. El idioma extranjero, el escaso tiempo, el hecho de exhibirme en público... La Disposición retrocedió, la Habilidad flaqueó, el Amor Propio, ese mezquino defecto, tembló. «Non, non, non!», repetían todos; pero, al mirar a monsieur Paul y adivinar en sus ojos irritados, ardientes e inquisitivos una suerte de súplica bajo su tono amenazador, mis labios dejaron escapar la palabra «oui». Por unos instantes, su rígida expresión se dulcificó en un estremecimiento de alegría: pero se recuperó en seguida y prosiguió: —Vite à l'ouvrage!( ¡Rápido! ¡Manos a la obra!) Tome el libro; éste es su rôle: léalo. Y yo lo leí. No me dedicó el menor elogio; en algunos pasajes frunció el ceño y dio una patada en el suelo. Me enseñó el mejor modo de hacerlo y yo me esforcé por imitarlo. Era un papel desagradable, el de un hombre... un petimetre con la cabeza vacía. Era imposible poner el alma o el corazón en él: resultaba odioso. La obra, un mero divertimento, trataba principalmente de los esfuerzos de dos rivales por conquistar la mano de una bella coqueta. Uno de los galanes se llamaba Ours, un hombre valiente y generoso, aunque poco refinado, una especie de diamante en bruto; el otro era un calavera, charlatán y traidor: y yo tenía que ser ese calavera, charlatán y traidor. Lo hice lo mejor posible... es decir, mal, lo sé: enfurecí a monsieur Paul; parecía indignado. Esforzándome al máximo, traté de mejorar mi interpretación; supongo que reconoció mis buenas intenciones; afirmó estar satisfecho con una parte de mi trabajo. —Ça ira! —exclamó; y como empezaban a oírse voces en el jardín y a verse vestidos blancos revoloteando entre los árboles, añadió—: Debe retirarse: tiene que estar sola para aprender bien el papel. Venga conmigo. Sin tener tiempo ni autoridad para pensarlo, me vi arrastrada por una especie de torbellino, escaleras arriba, dos tramos... no, en realidad tres (pues aquel exaltado hombrecillo parecía conocer instintivamente todos los rincones); y, después de conducirme hasta el solitario desván, me encerró en él y desapareció, llevándose la llave de la puerta. El desván no era un lugar nada agradable: estoy convencida de que, si monsieur Paul hubiera sabido lo horrible que era, no me habría abandonado allí con tan poca ceremonia. Al ser un día de verano, hacía tanto calor como en África; de igual modo que en invierno hacía el mismo frío que en Groenlandia. Estaba lleno de cajas y cachivaches; viejos vestidos cubrían sus descoloridas paredes y telarañas, su polvoriento techo. Sus inquilinos eran ratas, escarabajos negros y cucarachas; y circulaban rumores de que, en una ocasión, se había visto allí al fantasma de la monja del jardín. Uno de sus extremos quedaba sumido en una oscuridad parcial; y, para aumentar el misterio de aquel rincón, una vieja cortina de color rojizo trataba de ocultar una sombría fila de capas invernales, colgando cada una de su gancho, como un malhechor de su horca. Decían que la monja salía de entre todas esas capas y de detrás de esa cortina. Yo no lo creía, y no sentía ningún temor al respecto; pero vi cómo una rata enorme y muy oscura, con una larga cola, salía reptando de aquel mísero hueco; y, además, mis ojos descubrieron muchos escarabajos negros desperdigados por el suelo. Es posible que todo aquello me perturbara más de lo que sería prudente reconocer, al igual que el polvo, los trastos viejos y el calor agobiante. Este último inconveniente se habría vuelto insoportable, de no haber hallado el modo de abrir y apuntalar la claraboya, dejando entrar así un poco de frescor. Empujé un arcón vacío hasta colocarlo bajo la abertura y, después de poner encima un cajón más pequeño y de quitarles el polvo a los dos, me recogí escrupulosamente el vestido (como recordará el lector, el mejor que tenía y, por ese motivo, digno del mayor cuidado), subí a aquella especie de trono improvisado y, una vez sentada, inicié mi aprendizaje; mientras estudiaba mi papel, extremé mi vigilancia sobre los escarabajos negros y las cucarachas, que me aterrorizaban aún más que las ratas. Al principio tuve la impresión de haber emprendido algo imposible de realizar, y decidí hacer cuanto estuviera en mis manos y resignarme al fracaso. No tardé en comprender, sin embargo, que un papel en una obra tan corta podía memorizarse en pocas horas. Lo repetí una y otra vez, primero en un susurro, después en voz alta. Completamente a salvo de cualquier público humano, interpreté mi papel ante las alimañas del desván. Adentrándome en su vacuidad, hipocresía y frivolidad con un espíritu inspirado por el desprecio y la impaciencia, me vengué de aquel fat(fatuo, vanidoso) convirtiéndolo en el ser más necio posible. Transcurrieron así las primeras horas de la tarde: el día empezó a ceder hacia el ocaso; y yo, que no había tomado nada desde el desayuno, empecé a morirme de hambre. Recordé el refrigerio que sin duda en aquellos instantes estarían devorando abajo, en el jardín. Había visto en el vestíbulo una cesta de pâtés à la crème, lo que más me gustaba del mundo. En mi situación, un pâté o un pedazo de pastel hubieran resultado de lo más à propos; y, como cada vez tenía más ganas de comer esas exquisiteces, empezó a parecerme muy duro tener que pasar el día de fiesta ayunando en prisión. A pesar de lo lejos que estaba el desván de la puerta principal y del vestíbulo, el sonido constante de la campanilla y el incesante traqueteo de las ruedas sobre el castigado pavimento llegaban débilmente hasta mis oídos. Sabía que la casa y el jardín estaban abarrotados de gente, y que abajo todo era alegría y buen humor. Empezaba a anochecer: los escarabajos desaparecían de mi vista; me estremecí ante la idea de que pudieran acercarse sigilosamente a mí, subir a mi trono sin ser vistos y trepar por mi falda libres de sospecha. Impaciente y temerosa, volví a ensayar mi papel para matar el tiempo. Cuando estaba a punto de acabar, oí el anhelado ruido de la llave en la cerradura... un sonido de lo más agradable. Monsieur Paul (pude distinguir su figura en la penumbra, pues aún quedaba suficiente luz para ver la negrura aterciopelada de sus cortos cabellos y el marfil cetrino de su frente) se asomó al desván. —¡Bravo! —exclamó muy serio, sujetando la puerta y quedándose en el umbral—. J'ai tout entendu. C'est assez bien. Encore!(Lo he oído todo. Está bastante bien. ¡Una vez más!) Vacilé un momento. —Encore! —repitió con severidad—. Et point de grimaces! À bas la timidité!( ¡Una vez más! [...] ¡Y nada de muecas! ¡Abajo la timidez!) Recité nuevamente mi papel, pero ni la mitad de bien que cuando estaba sola. —Enfin, elle le sait —exclamó, no muy satisfecho—, y uno no puede ser demasiado quisquilloso ni exigente en las presentes circunstancias. Todavía tiene veinte minutos para prepararse, au revoir! —añadió, dispuesto a marcharse.

—Monsieur —grité, armándome de valor. —Eh bien. Qu'est-ce que c'est, mademoiselle? —J'ai bien faim. —Comment, vous avez faim! Et la collation? —No sé nada. Ni siquiera la he visto, estaba encerrada aquí arriba. —Ah! C'est vrai!(Y bien, ¿qué ocurre, señorita? —Tengo hambre. —¡Cómo que tiene hambre! ¿Y el refrigerio? [...] —¡Ah! Es verdad) —dijo él. En un instante renuncié a mi trono y desalojé el desván; el mismo torbellino que me había llevado hasta allí, me obligó a bajar... y bajar... y bajar hasta la mismísima cocina. Pensé que acabaría en el sótano. La cocinera recibió la imperiosa orden de traer comida, y a mí se me conminó igualmente a tomar el refrigerio. Para mi satisfacción, sólo me ofrecieron café y un pastel: había temido que me dieran vino y dulces, que no me gustaban. No sé cómo adivinó monsieur Paul cuánto deseaba un petit pâté à la crème; pero salió y me consiguió uno. Comí y bebí de muy buena gana, guardando el petit pâté para el final, como una bonne bouche. Monsieur Paul supervisó aquel banquete, y casi me forzó a engullir más de lo que podía. —À la bonne heure —exclamó, cuando le dije que no podía comer más y le supliqué, alzando las manos, que me perdonara el último bollo que acababa de untar con mantequilla—. Pensará usted que soy una especie de tirano y de Barba Azul que deja morir de hambre a las mujeres en un desván; pero no soy nada de eso. Y ahora, mademoiselle, ¿se siente usted con fuerzas y valor para aparecer en escena? Le respondí que así lo creía; aunque, en realidad, estaba muy confusa y apenas podía decir cómo me sentía: pero aquel hombrecillo era de ese tipo de personas a las que resulta imposible llevar la contraria, a menos que uno posea suficiente autoridad para aplastarla. —Entonces, venga —dijo monsieur Paul, ofreciéndome su mano. Le di la mía, y él empezó a andar con tanta rapidez que me vi obligada a correr a su lado para no quedarme atrás. Se detuvo un momento en el carré, iluminado con grandes lámparas; las puertas de las clases estaban abiertas, al igual que las puertas del jardín, flanqueadas por enormes macetas con naranjos y tiestos con flores muy altas; algunos grupos de damas y caballeros, elegantemente vestidos, charlaban y paseaban entre las flores. En el interior, las amplias aulas ofrecían el espectáculo de una multitud apiñada y ondulante, rumorosa, zigzagueante, toda en rosa, azul y un blanco translúcido. Arañas de cristal brillaban en lo alto; y al fondo había un escenario, con un majestuoso telón verde y unas candilejas. —N'est-ce pas que c'est beau?(No le parece bonito?) —inquirió mi compañero. Debería haber dicho que sí, pero se me encogió el corazón. Monsieur Paul se percató de ello, me miró ceñudo con el rabillo del ojo y me sacudió un poco en pago a mis esfuerzos. —Haré cuanto pueda, pero ¡ojalá hubiera acabado todo! —exclamé, antes de preguntarle—: ¿Tenemos que atravesar esa muchedumbre? —De ningún modo, sé hacer mejor las cosas: iremos por el jardín. Unos instantes después estábamos fuera; el frescor y la serenidad de la noche parecieron reanimarme. No había luna, pero el resplandor de las numerosas ventanas iluminaba el patio con intensidad, e incluso los senderos... tenuemente. El cielo estaba despejado; el parpadeo de sus fuegos vivos le confería un aspecto grandioso. ¡Qué dulces son las noches del Continente! ¡Qué apacibles, templadas y seguras! Sin niebla; sin fría humedad: claras como el mediodía, frescas como la mañana. Después de cruzar el patio y el jardín, llegamos a la puerta acristalada de la primera clase. Estaba abierta, como todas las demás; entramos y fui conducida a un pequeño gabinete que separaba esa aula de la grande salle. Me deslumbró ver tantas luces en su interior; me ensordeció el ruido de tantas voces; me asfixió aquel ambiente sofocante y cargado. —De l'ordre! Du silence! —gritó monsieur Paul—. ¿A qué viene este caos? —preguntó. Y reinó el silencio. Con una docena de palabras, y otros tantos gestos, echó a la mitad de los presentes y obligó a los demás a ponerse en fila. Sólo quedaban jóvenes disfrazadas: eran las intérpretes de la obra y aquél era el camerino. Monsieur Paul me presentó. Todas dirigieron sus ojos hacia mí y se oyeron algunas risitas disimuladas. Fue una sorpresa para ellas: no esperaban que la inglesa actuara en un vaudeville. Ginevra Fanshawe, hermosamente ataviada para su papel, increíblemente bella, me miró con los ojos muy abiertos. De excelente humor, indiferente al miedo o a la timidez, encantada de poder brillar ante centenares de personas... mi llegada pareció llenarla de asombro, en medio de su alegría. Habría prorrumpido en exclamaciones, pero monsieur Paul impidió que las jóvenes se desmandaran. Después de inspeccionar y criticar a toda la tropa, se volvió a mí. —Usted también ha de vestirse para su papel. —Vestirse, sí... ¡vestirse de hombre! —exclamó Zélie St Pierre, adelantándose—; yo la ayudaré —añadió, solícita. No me atraía la idea de vestirme de hombre, y tampoco pensé que me favoreciera. Había aceptado interpretar un papel masculino; en cuanto al traje... halte là! No. Llevaría mi propio vestido; pasara lo que pasara. Monsieur Paul podía ponerse hecho una furia, montar en cólera: llevaría mi propio vestido. Lo dije con una voz tan decidida en su propósito como baja en su tono, y quizá temblorosa en su locución. Él no se puso hecho una furia ni montó en cólera, como yo había esperado: guardó silencio. Pero Zélie volvió a entrometerse. —Será un estupendo petit-maître. Aquí está su vestimenta, toda... al completo: le vendrá algo grande, pero yo la arreglaré. Venga, chère amie, belle Anglaise! Y sonrió desdeñosa, pues yo no era precisamente belle. Me cogió de la mano, empezó a tirar de mí. Monsieur Paul continuó impasible, neutral. —No debe resistirse —prosiguió Zélie St Pierre; pues realmente yo me resistía—. Lo estropeará todo, echará a perder la alegría de la obra y la diversión de la compañía, sacrificará todo por su amourpropre. Sería demasiado horrible... Monsieur jamás lo permitirá, ¿verdad? Buscó sus ojos y yo la imité. Monsieur Paul la miró a ella y luego a mí. —¡Basta! —dijo lentamente, deteniendo a mademoiselle St Pierre, que seguía intentando arrastrarme tras ella. Todo el mundo aguardó su decisión. No estaba enfadado, ni irritado; al percibirlo, me animé. —¿No le gustan esas prendas de vestir? —inquirió, señalando la ropa masculina. —Me parece bien llevar alguna, pero no todas. —¿Qué quiere decir? ¿Cómo puede aceptar el papel de un hombre y salir a escena vestida de mujer? Es cierto que es un asunto de aficionados... un vaudeville de pensionnat; podría tolerar ciertas modificaciones, pero tendrá que ponerse algo que anuncie su pertenencia al sexo más noble. —Y lo haré, monsieur; pero a mi manera: no quiero que nadie se entrometa, que nadie me obligue a nada. Dejen que me vista sola. Sin decir nada más, monsieur Paul cogió el traje de manos de Zélie St Pierre, me lo dio, y me permitió pasar al vestuario. Una vez allí, me tranquilicé y, con toda serenidad, me puse manos a la obra. Dejando mi vestido de mujer tal como estaba, me limité a ponerme encima un pequeño chaleco, un cuello, un corbatín y un gabán bastante pequeño; el propietario de todo aquello era el hermano de una de las alumnas. Después de soltarme las trenzas, peiné mis largos cabellos hacia atrás y me hice la raya a un lado; cogí el sombrero y los guantes, y salí. Monsieur Paul me esperaba, y también las demás. Él me miró. —Para un pensionnat, puede pasar —dictaminó, antes de añadir con cierta amabilidad—: Courage, mon ami! Un peu de sang froid - un peu d'aplomb, monsieur Lucien, et tout ira bien.(¡Valor, amiga mía! Un poco de sangre fría... un poco de aplomo, señor Lucien, y todo irá bien.) St Pierre sonrió de nuevo despectivamente, con su frialdad de serpiente. Yo estaba irritable, por culpa de la emoción, y no pude evitar volverme y decirle que, de no ser ella una dama y yo un caballero, la retaría a un duelo. —Después de la obra, después de la obra —señaló monsieur Paul—. Entonces les prestaré mis dos pistolas y zanjaremos la disputa como es debido: sólo será la vieja pelea entre Francia e Inglaterra. Pero ahora se acercaba el momento de empezar la función. Monsieur Paul nos colocó frente a él, y nos arengó brevemente, como un general dirigiéndose a sus soldados antes de cargar contra el enemigo. No recuerdo bien lo que dijo, sólo sé que nos recomendó tener siempre presente nuestra propia valía. Dios sabe que aquel consejo me pareció superfluo para algunas de nosotras. Tintineó una campanilla. Me condujeron al escenario con otras dos actrices. La campanilla volvió a tintinear. Yo tenía que pronunciar las primeras palabras. —No mire al público, olvídese de él —me susurró monsieur Paul al oído—. Imagine que está en el desván, actuando para las ratas. Desapareció. Se alzó el telón, que quedó enrollado en el techo; el brillo de las luces, la amplitud de la estancia, la alegría de la multitud se nos vinieron encima. Pensé en los escarabajos negros, en las viejas cajas, en los escritorios comidos por la carcoma. Dije mi parte torpemente; pero la dije. Aquel primer parlamento era el más difícil; y me desveló algo: que no temía tanto al público como a mi voz. Aquella muchedumbre de extranjeros y desconocidos no significaba nada para mí. Ni siquiera pensaba en ellos. Cuando mi lengua se liberó, y mi voz recuperó su verdadero tono y su inflexión natural, centré toda mi atención en el personaje que interpretaba... y en monsieur Paul, que estaba escuchando, observando, ejerciendo su tarea de apuntador. Poco a poco, adquirí confianza (el manantial necesitaba salir a borbotones y elevarse desde el interior) y me serené lo suficiente para fijarme en mis compañeras de reparto. Algunas de ellas actuaban muy bien; especialmente Ginevra Fanshawe, que tenía que coquetear con los dos pretendientes y se desenvolvía a las mil maravillas: de hecho, estaba en su elemento. Observé que en un par de ocasiones mostraba un gran cariño y una marcada predilección por mí, el petimetre. Me trataba con tanto favoritismo, lanzaba tales miradas a la multitud que escuchaba y aplaudía, que, conociéndola bien, comprendí que actuaba para alguien en particular; y seguí su mirada, su sonrisa, sus gestos, y no tardé en descubrir que al menos había elegido un blanco apuesto y distinguido para sus dardos; en la trayectoria de éstos —más alto que los demás espectadores y, por ese motivo, más seguro de recibirlos— estaba, en actitud tranquila y atenta, una figura bien conocida... la del doctor John. El espectáculo resultaba sugerente. La mirada del doctor John expresaba algo, aunque yo no sabía interpretarlo; eso me animó: extraje de ella una historia que entremezclé con el papel que representaba; me sirvió de ayuda para cortejar a Ginevra. En Ours, el fiel enamorado, veía al doctor John. ¿Le compadecí al principio? No, mi corazón se endureció, rivalicé con él y le derroté. Sabía que yo no era más que un petimetre, pero podía agradar allí donde él era rechazado. Sé que actué como si deseara vencer y conquistar, y estuviera decidida a hacerlo. Ginevra me secundó; entre las dos cambiamos la naturaleza del rôle, adornándolo de pies a cabeza. En el intermedio, monsieur Paul quiso saber qué nos ocurría, y protestó un poco. —C'est peut-être plus beau que votre modèle —exclamó—, mais ce n'est pas juste.(Tal vez sea más hermoso que vuestro modelo [...], pero no es justo.) Tampoco sé qué me ocurría; pero sentía el vivo deseo de eclipsar a Ours: es decir, al doctor John. Ginevra era tierna y cariñosa; ¿cómo no iba a ser yo caballeroso? Conservando la letra, alteré temerariamente el espíritu del rôle. Sin corazón, sin interés, era incapaz de interpretarlo. Pero había que hacerlo, así que lo sazoné a mi gusto para poder disfrutar. Lo que sentí e hice aquella noche fue tan inesperado como verme elevada al séptimo cielo sumida en una especie de trance. Había aceptado el papel con frialdad, renuencia y temor para complacer a otra persona: poco después, embargada por la emoción, con el ánimo encendido, lo representé para complacerme a mí misma. Sin embargo, al día siguiente, recordando lo sucedido, censuré por completo aquellas funciones de aficionados; y, aunque me alegraba de haberle hecho un favor a monsieur Paul, y de haberme puesto a prueba por una vez, tomé la firme decisión de no volver a dejar que me arrastraran a algo semejante. Un intenso deleite en la expresión dramática se había revelado como parte de mi naturaleza; mimar y ejercitar aquella facultad recién descubierta podía ofrecerme un mundo de alegrías y placeres, pero no sería beneficioso para una mera espectadora de la vida: la fuerza y el deseo debían dejarse a un lado; y así lo hice, con una determinación que ni el Tiempo ni la Tentación han podido vencer. En cuanto acabó la obra, y además con éxito, el colérico y arbitrario monsieur Paul experimentó una metamorfosis. Liberado de la responsabilidad de dirigirnos, abandonó su severidad ejemplar; en unos instantes se encontró entre nosotras, vivaz, amable y comunicativo, nos estrechó la mano a todas, nos dio las gracias una por una, y anunció su decisión de que todas fuéramos su pareja en algún baile. Cuando vino en mi busca, le dije que no bailaba. —Pues debe hacerlo por una vez —replicó. Y, de no haberme apartado y haber puesto distancia frente a él, me habría obligado a esta segunda actuación. Pero ya había actuado suficientemente por una noche; había llegado el momento de volver a ser Lucy Snowe y regresar a mi vida cotidiana. Mi vestido de color pardo estaba bien debajo de un gabán en el escenario, pero no resultaba apropiado para un vals o una contradanza. Me retiré a un tranquilo rincón, desde el que podía observar sin ser vista; y el baile, su esplendor y sus placeres desfilaron ante mí como un espectáculo. Ginevra Fanshawe fue una vez más la reina de la fiesta, la joven más hermosa y alegre de todas; la eligieron para abrir el baile: estaba adorable, se movía con gracia y sonreía dichosa. En escenarios así, no tenía rival; era hija del placer y la diversión. Ante el trabajo o el sufrimiento se mostraba débil, pusilánime, temerosa y angustiada; pero la alegría extendía sus alas de mariposa, iluminaba sus polvos de oro y sus brillantes motas, la hacía resplandecer como una gema y encenderse como una flor. Hacía un mohín ante una dieta corriente y una bebida vulgar; pero se alimentaba de cremas y helados como un colibrí de miel: el vino dulce era su elemento y los pasteles, su pan de cada día. Ginevra sólo era feliz en un salón de baile; en cualquier otro lugar, cedía al desánimo. No creas, lector, que sólo florecía y brillaba de ese modo para complacer a monsieur Paul, su pareja, ni que prodigaba todas aquellas gracias para servir de ejemplo a sus compañeras, o a los padres y abuelos que abarrotaban el carré y el salón de baile. En circunstancias tan insulsas y limitadas, con motivos tan fríos y banales, Ginevra no se habría dignado bailar siquiera una contradanza, y el hastío y la irritabilidad habrían reemplazado su animación y buen humor, pero advirtió la presencia de una levadura —en la, por lo demás, pesada masa festiva— que avivaba el conjunto; probó un condimento que le daba sabor; reconoció que había razones que justificaban el despliegue de sus más exquisitos atractivos. Lo cierto es que en el salón de baile no había un solo espectador masculino que no estuviera casado ni tuviera hijos, si exceptuamos a monsieur Paul, el único caballero, además, que podía sacar a bailar a una alumna; si desempeñaba aquel papel excepcional era porque se trataba de una costumbre arraigada (pues era pariente de madame Beck, y gozaba de su confianza), porque le gustaba salirse con la suya y hacer lo que le venía en gana, y porque, a pesar de su obstinación, vehemencia y parcialidad, era el honor personificado, y se le podía confiar todo un regimiento de hermosas e inocentes jovencitas con la completa seguridad de que, bajo su tutela, no sufrirían el menor daño. Muchas de las alumnas, entre paréntesis, no eran nada ingenuas, sino todo lo contrario; pero no se atrevían a mostrar su naturaleza vulgar en presencia de monsieur Paul, ni a herir sus sentimientos, reírse en su cara durante una fogosa reprimenda, o hablar en voz alta cuando un ataque de furia cubría su semblante humano con la máscara de un tigre inteligente. Así, pues, monsieur Paul podía bailar con quien quisiera... y ¡ay de aquella que le hiciera perder el paso! Otros hombres eran admitidos como espectadores, aunque (al parecer) a regañadientes, a base de ruegos e influencias, y con limitaciones, gracias al difícil y delicado ejercicio de la bondad natural de madame Beck, que los vigiló personalmente durante toda la noche, impidiéndoles salir del rincón más alejado, deprimente, frío y oscuro del carré; se trataba de un pequeño y triste grupo de jeunes gens, todos de las mejores familias, cuyas madres estaban en la fiesta y cuyas hermanas estudiaban en la rue Fossette. Madame estuvo toda la velada de guardia junto a aquellos jeunes gens, atenta como una madre, severa como un dragón. Trazó una línea, y ellos insistieron hasta el agotamiento para que les permitiera traspasarla y revivir bailando con esa belle blonde, esa jolie brune o cette fille magnifique aux cheveux noirs como le jais( Jóvenes [...] hermosa rubia [...] linda morena, o esa joven maravillosa de cabellos negros como el azabache). —Taisez-vous! —contestaba madame, heroica e inexorablemente—. Vous ne passerez pas à moins que ce ne soit sur mon cadavre, et vous ne danserez qu'avec la nonnette du jardín(¡Cállense! [... ]Tendrán que pasar por encima de mi cadáver, y sólo bailarán con la monjita del jardín). E iba majestuosamente de un lado a otro de su desconsolada e impaciente fila, como un pequeño Bonaparte vestido de seda gris. Madame sabía algo del mundo; madame conocía bien la naturaleza humana. No creo que ninguna otra directora de Villette se hubiera atrevido a admitir a un jeune homme entre los muros de su colegio; pero madame sabía que, al permitirlo, en una ocasión así, asestaba un golpe audaz y conseguía un triunfo. En primer lugar, los padres eran cómplices del hecho, pues sólo podía hacerse con su mediación. En segundo lugar, la admisión de esas serpientes de cascabel, tan fascinantes y peligrosas, servía para que madame interpretara precisamente su mejor papel: el de una surveillante de primera categoría. En tercer lugar, su presencia proporcionaba un ingrediente de lo más picante al entretenimiento: las alumnas lo sabían, y lo veían, y la visión de aquellas manzanas doradas brillando en la lejanía las animaba como ninguna otra circunstancia. El placer de las hijas se contagiaba a los padres; vida y alegría circulaban velozmente por el salón de baile; los jeunes gens, aunque refrenados, se divertían: pues madame jamás les permitía aburrirse. De ese modo, la fête anual de madame Beck tenía asegurado un éxito desconocido en las fêtes de cualquier otra directora del país. Observé que al principio dejaban pasear al doctor John libremente por las clases: tenía un aire responsable y varonil que lo redimía de su juventud, y expiaba a medias su atractivo; pero, en cuanto

empezó el baile, madame corrió a su encuentro. —Venga conmigo, Lobo —exclamó entre risas—. Lleva usted piel de cordero, pero debe abandonar el redil. Venga conmigo; allí, en el carré, tengo una bonita colección de veinte animales salvajes: déjeme llevarle con ellos. —Pero antes permítame bailar una sola vez con la alumna que yo elija. —¿Cómo tiene el descaro de pedírmelo? Es una locura, una irreverencia. Sortez, sortez, et au plus vite.(Vamos, salga, y lo antes posible.) Lo condujo por delante de ella hasta los otros jóvenes, y no tardó en tenerlo tras la línea divisoria. Supongo que Ginevra se cansó de bailar, pues vino a buscarme a mi refugio. Se desplomó en un banco a mi lado, y (una muestra de cariño de la que yo habría podido prescindir) rodeó mi cuello con sus brazos. —¡Lucy Snowe! ¡Lucy Snowe! —exclamó con una voz entre llorosa e histérica. —Pero ¿qué le ocurre? —pregunté secamente. —¿Cómo me encuentra... cómo me encuentra esta noche? —quiso saber. —Como siempre —respondí—; ridículamente vanidosa. —¡Qué criatura tan mordaz! Jamás me dedica una palabra amable; pero, a pesar de usted, y de otros detractores envidiosos, sé que soy hermosa: lo siento, lo veo... pues hay un gran espejo en el vestuario, donde puedo verme de pies a cabeza. ¿Quiere venir ahora mismo conmigo para que nos miremos las dos? —Sí, señorita Fanshawe: complaceré todos sus caprichos. El vestuario estaba muy cerca, y entramos en él. Ginevra me cogió del brazo y me condujo ante el espejo. Sin resistencia, protestas ni comentarios, me quedé allí, dejando que su vanidad disfrutara del triunfo: tenía curiosidad por ver si ésta tendría límite... si llegaría a saciarse... si un susurro de consideración hacia los demás podría penetrar en su corazón y mitigar su alegría jactanciosa. En absoluto. Me obligó a dar una vuelta y ella dio otra; nos examinó a las dos desde todos los ángulos; sonrió, agitó sus rizos, se ajustó el lazo de la cintura, se alisó el vestido y, finalmente, soltando mi brazo y simulando respeto, me hizo una reverencia y exclamó: —No me cambiaría con usted por nada del mundo. El comentario era demasiado naïf para despertar mi ira; me limité a responder: —Muy bien. —Y ¿qué daría usted por ser yo? —inquirió. —Por extraño que parezca, ni una moneda falsa de seis peniques. Sólo es usted una pobre criatura. —En el fondo de su corazón no cree en esas palabras. —No; pues en el fondo de mi corazón no tiene usted cabida: sólo pasa por mi imaginación de vez en cuando. —¡Ya! Pero fíjese en la diferencia de nuestras posiciones —dijo en tono de protesta—, y vea lo feliz que soy yo y lo desgraciada que es usted. —Continúe; la escucho. —En primer lugar, soy la hija de un caballero de buena familia y, aunque mi padre no es rico, heredaré de un tío. Además, tengo sólo dieciocho años, la mejor edad posible. He tenido una educación continental y, aunque no sé ortografía, tengo muchas cualidades. Soy hermosa; no lo negará; puedo tener todos los admiradores que desee. Esta misma noche he roto el corazón a dos caballeros y, si estoy de tan buen humor, es por la mirada suplicante que acaba de lanzarme uno de ellos. Me encanta verlos enrojecer y palidecer, y fruncir el ceño e intercambiarse miradas desafiantes cuando no me contemplan lánguidamente. Ésa soy yo... dichosa de mí; y ahora le toca a usted, ¡pobrecilla! »Supongo que es la hija de un don nadie, ya que cuidaba niños cuando llegó a Villette: no tiene familia; con veintitrés años, no puede decirse que sea joven; no tiene ningún atractivo especial... ni es hermosa. En cuanto a admiradores, apenas sabe lo que son; ni siquiera puede hablar de eso: se queda muda cuando las demás profesoras comentan sus conquistas. Creo que jamás ha estado enamorada, y que jamás lo estará; no conoce ese sentimiento: y es una suerte, pues, aunque su corazón podría romperse, usted nunca romperá el corazón de otro ser viviente. ¿Acaso no son ciertas mis palabras? —Algunas de ellas son tan ciertas como el evangelio, además de muy sagaces. Debe de haber algo bueno en usted, Ginevra, para que pueda hablar con tanta sinceridad; esa serpiente, Zélie St Pierre, sería incapaz de decir lo que ha dicho usted. Con todo, señorita Fanshawe, a pesar de lo desafortunada que soy, según ha señalado usted, no daría ni seis peniques por comprar su cuerpo y su alma. —Sólo porque no soy inteligente, lo único que parece importarle. Es usted la única persona en el mundo que se preocupa por la inteligencia. —Al contrario, la considero inteligente, a su manera... muy inteligente, a decir verdad. Pero hablaba usted de romper corazones, esa diversión tan edificante cuyos méritos no alcanzo a comprender; así que dígame, se lo ruego, empujada por su vanidad, ¿a quién cree haber destrozado esta noche? Ella acercó sus labios a mi oído. —Isidore y Alfred de Hamal están los dos aquí —susurró. —¿En serio? Me gustaría verlos. —¡Querida mía! ¡Por fin se ha despertado su curiosidad! Venga conmigo y se los señalaré. Encabezó orgullosamente la marcha. —Pero no podrá verlos bien desde las aulas —dijo, dándose la vuelta—. Madame no les deja acercarse. Será mejor que crucemos el jardín, entremos por el pasillo y nos acerquemos a ellos por detrás: nos reñirán si nos ven, pero qué más da. Por una vez, no me importaba. Cruzamos el jardín, nos metimos en la casa por una pequeña puerta privada y, acercándonos al carré protegidas por la sombra del pasillo, conseguimos ver de cerca al grupo de jeunes gens. Creo que habría reconocido al victorioso Alfred de Hamal sin ninguna ayuda. Era un pequeño dandi de nariz recta y facciones correctas. Y digo pequeño dandi, aunque era de estatura media, porque sus rasgos eran pequeños, al igual que sus manos y sus pies; y era guapo, e iba cuidadosamente afeitado y tan peripuesto como un muñeco: tan bien vestido, con los cabellos tan bien rizados, y calzado, enguantado y encorbatado con tanto primor... ¡un verdadero encanto! Así lo manifesté. —¡Qué personaje tan cautivador! —exclamé, y elogié calurosamente el gusto de Ginevra. Le pregunté, asimismo, qué pensaba que haría Alfred de Hamal con los preciosos fragmentos de ese corazón que ella había roto... ¿los guardaría en un frasco de perfume y los conservaría en esencia de rosas? Observé también, con inmensa satisfacción, que las manos del coronel no eran mucho más grandes que las de la señorita Fanshawe, y señalé lo ventajosa que podía ser esa circunstancia, pues de ese modo él podría usar sus guantes en caso necesario. De sus encantadores rizos, le dije que me parecían adorables; en cuanto a su frente griega y a su exquisita cabeza clásica, confieso que no encontraba palabras para describir con justicia tanta perfección. —¿Y si estuviera enamorado de usted? —señaló jubilosa y cruelmente Ginevra.

—¡Santo cielo! ¡Qué felicidad! —repliqué—; pero no sea inhumana, señorita Fanshawe: meterme esa idea en la cabeza es como dejar que el desdichado y maldecido Caín vislumbre a lo lejos el Paraíso. —Entonces, ¿le gusta? —Del mismo modo que me gustan los dulces, las mermeladas, las confituras y las flores de invernadero. Ginevra admiró mi gusto, pues adoraba todas esas cosas; así que no le costó creer que me ocurriera lo mismo. —Ahora... Isidore —proseguí. Reconozco que sentía más curiosidad por verlo a él que a su rival; pero Ginevra continuaba absorta en de Hamal. —Alfred ha sido admitido esta noche —explicó— gracias a su tía, madame la baronesa de Dordolot; y ahora, después de haberlo conocido, ¿entiende por qué he estado de tan buen humor, y he actuado tan bien, y he bailado con tanta animación, y por qué soy tan feliz como una reina? Dieu! Dieu! Ha sido tan divertido mirarle primero a él y luego al otro, y volverlos locos a los dos. —Pero el otro... ¿dónde está? Enséñeme a Isidore. —No quiero. —¿Por qué? —Me avergüenzo de él. —¿Por qué motivo? —Porque... porque —en un susurro— tiene unas patillas... naranjas... rojas... ¡por eso! —El crimen ha salido a la luz —añadí—. Da igual, señálemelo de todos modos; le prometo que no me desmayaré. Ginevra miró a uno y otro lado. Justo en ese momento, alguien habló en inglés detrás de nosotras. —Están las dos en una corriente de aire; será mejor que se vayan de este pasillo. —No hay corriente, doctor John —dije, dándome la vuelta. —Ella se resfría con tanta facilidad... —prosiguió él, mirando a Ginevra con suma cortesía—. Es muy delicada; tenemos que cuidarla: tráigale un chal. —Permítame que sea yo quien lo decida —exclamó la señorita Fanshawe, con altivez—. No quiero ningún chal. —Su vestido es ligero, ha estado bailando, está acalorada. —Siempre con sus sermones —contestó ella—; siempre mimándome y reprendiéndome. La respuesta que hubiera dado el doctor John no salió de su boca; la expresión de sus ojos, sombríos, apenados, afligidos, manifestaba que se sentía dolido; se dio la vuelta, pero conservó la calma. Yo sabía dónde había montones de chales muy cerca; fui corriendo a buscar uno. —Lo llevará si tengo fuerzas para obligarla —dije, envolviendo con él su vestido de muselina, cubriendo cuidadosamente su cuello y sus brazos—. ¿Es él Isidore? —pregunté a Ginevra, con un susurro algo exaltado. Ella hizo un mohín, sonrió y movió la cabeza. —¿Es él Isidore? —repetí, dándole una pequeña sacudida: podría haberle dado una docena. —C'est lui même —contestó—. ¡Qué vulgar resulta comparado con el conde coronel! Y encima, oh, ciel!(Sí, es él [...], ¡oh cielos!), ¡esas patillas! El doctor John se alejó.

—¡El conde coronel! —repetí—. ¡El muñeco... el títere... el hombrecillo... esa pobre criatura inferior! Un mero lacayo del doctor John: ¡su ayuda de cámara, su criado! ¿Es posible que ese distinguido y generoso caballero —apuesto como un Adonis— le ofrezca su respetable mano y su noble corazón, y prometa proteger su frágil persona y su insensato espíritu de las tormentas y dificultades de la vida... y usted no lo acepte... lo desprecie, le hiera y lo atormente? ¿Tiene poder para hacerlo? ¿Quién se lo ha dado? ¿Y dónde reside? ¿En su belleza... en su cutis blanco y sonrosado y en sus cabellos rubios? ¿Es eso lo que encadena el alma del doctor y le hace arrastrarse a sus pies y someterse a su yugo? ¿Es eso lo que conquista su afecto, su ternura, sus pensamientos, sus esperanzas, su interés, su amor sincero y profundo? ¿Y usted lo rechaza? ¿Lo menosprecia? Debe de estar fingiendo: no habla en serio; usted lo ama; lo desea; pero juega con su corazón para asegurarse de que es realmente suyo... —¡Bah! ¡Habla demasiado! No he entendido la mitad de sus palabras. Antes de eso, la había conducido al jardín. Le hice sentarse y le aseguré que no la dejaría moverse de allí hasta que me confesara a cuál de sus dos pretendientes pensaba finalmente aceptar... al hombre o al mono. —El que usted llama hombre —exclamó—, ¡es burgués, tiene el pelo rojizo y responde al nombre de John! Cela suffit: je n'en veux pas. El coronel de Hamal es un caballero de excelente familia, modales distinguidos, dulce apariencia, semblante pálido e interesante, y ojos y cabellos como los de un italiano. Además, es el compañero más encantador del mundo... muy de mi gusto; menos serio y juicioso que el otro, pero alguien con quien puedo conversar de igual a igual... que no me acosa, ni me aburre, ni me importuna con profundidades, y alturas, y pasiones, y conocimientos que no me interesan. Y eso es todo. No me sujete tan fuerte. Aflojé la presión de mi mano, y ella se escapó corriendo. No me molesté en seguirla. Por algún motivo, no pude evitar regresar al pasillo para ver por un instante al doctor John; pero me tropecé con él en los escalones del jardín, bajo la luz de una ventana. Su figura bien proporcionada era inconfundible, pues dudo que hubiera otro hombre en la reunión que pudiera comparársele. Llevaba el sombrero en la mano; su cabeza descubierta, su rostro y su frente resultaban de lo más varoniles y atractivos. Sus rasgos no eran delicados ni menudos como los de una mujer, ni tampoco fríos, superfluos, débiles; aunque bien delineados, no eran tan acusados para perder en energía o importancia lo que ganaban en simetría. A veces reflejaban muchas emociones; otras tantas se asomaban silenciosas a sus ojos. Al menos yo lo veía así: el doctor John me parecía todo eso. Una sensación indescriptible de asombro se apoderó de mí cuando miré a aquel hombre y pensé que alguien podía rechazarlo. No tenía intención de acercarme o dirigirme a él en el jardín, pues nuestra relación no justificaba ese paso; únicamente quería contemplarlo entre la multitud... sin ser vista: al encontrarlo solo, me alejé. Pero él estaba buscándome; mejor dicho, buscaba a la joven que me acompañaba. Por ese motivo, bajó los escalones y me siguió por el sendero. —¿Conoce a la señorita Fanshawe? He deseado preguntárselo a menudo —dijo. —Sí, la conozco. —¿Mucho? —Todo lo que quiero. —¿Qué ha hecho con ella ahora? «¿Acaso soy su niñera?», me sentí inclinada a preguntar; pero me limité a responder: —La he zarandeado, y la habría zarandeado más si no se hubiera escapado corriendo.

—¿Quiere hacerme el favor de vigilarla esta noche —prosiguió—, e impedir que cometa alguna imprudencia... como, por ejemplo, salir al aire libre nada más bailar? —Podría, quizá, cuidar un poco de ella, ya que usted lo desea; pero es demasiado independiente y obstinada para dejarse dominar. —Es tan joven, tan increíblemente ingenua —exclamó. —Para mí es un enigma —señalé. —¿De veras? —inquirió, lleno de interés—. ¿Por qué lo dice? —Sería difícil explicarlo... sobre todo a usted. —Y ¿por qué sobre todo a mí? —Me sorprende que a ella no le agrade más que sea usted su amigo. —Pero ella no tiene la menor idea de hasta qué punto soy su amigo. Es algo que precisamente yo no puedo enseñarle. ¿Puedo preguntarle si le ha hablado alguna vez de mí? —Lo ha hecho con frecuencia, dándole el nombre de «Isidore»; pero debo añadir que hace sólo diez minutos que he descubierto que usted e «Isidore» son el mismo hombre. En este breve intervalo, doctor John, he comprendido que Ginevra Fanshawe es la persona de este establecimiento por la que lleva usted tanto tiempo interesándose; que ella es el imán que lo atrae a la rue Fossette; que por ella se aventura en este jardín para buscar los cofrecillos que lanzan sus rivales. —¿Lo sabe todo? —Todo lo que acabo de decirle. —Durante más de un año, me he acostumbrado a verla en sociedad. Conozco a la señora Cholmondeley, su amiga; así que la veo todos los domingos. Pero ha señalado usted que, bajo el nombre de «Isidore», le ha hablado a menudo de mí: no querría abusar de su confianza, pero ¿puedo preguntarle en qué tono lo hace y qué piensa usted de sus comentarios? Tengo muchas ganas de conocer su opinión, pues me atormenta la incertidumbre de no saber a qué atenerme con ella. —Oh, es una joven voluble: se mueve y cambia como el viento. —Aun así, ¿ha deducido usted algo? «En efecto —pensé yo—, pero no puedo decírselo. Además, si le respondiera que Ginevra no le ama, usted no me creería.» —Está muy callada —continuó él—. Supongo que no tiene ninguna buena noticia que darme. Lo mismo da. Si sólo despierto en ella aversión y frialdad, es señal de que no la merezco. —¿Acaso duda de sí mismo? ¿Se considera inferior al coronel de Hamal? —Amo a la señorita Fanshawe mucho más de lo que Alfred de Hamal es capaz de amar a cualquier ser humano, y la cuidaría y protegería mucho mejor que él. En lo que concierne a de Hamal, me temo que ella se hace demasiadas ilusiones; conozco el carácter de ese hombre, todos sus antecedentes, todos sus enredos. No es digno de su joven y hermosa amiga. —Mi «joven y hermosa amiga» debería ser consciente de eso, y saber o advertir quién es digno de ella —exclamé—. Si su belleza o su inteligencia no le sirven para verlo, le estará bien empleada la amarga lección de la experiencia. —¿No es usted un poco severa? —Soy terriblemente severa... mucho más de lo que pienso mostrarle a usted. Tendría que oír las críticas que dirijo a mi «joven y hermosa amiga», aunque le escandalizaría sobremanera mi falta de ternura y de consideración hacia su delicada naturaleza. —Es tan encantadora que uno no puede evitar ser afectuoso. Usted... cualquier mujer mayor que ella, debe de sentir por una criatura tan sencilla e inocente una especie de cariño maternal o de hermana mayor. ¡Es un ángel! ¿Acaso no se emociona cuando ella le hace sus confidencias, puras e ingenuas? ¡Es usted un ser privilegiado! —y suspiró. —Lo cierto es que, de vez en cuando, interrumpo esas confidencias con cierta brusquedad — afirmé—. Pero disculpe, doctor John, ¿puedo cambiar de tema por un instante? ¡Ese de Hamal tiene una belleza sobrehumana! ¡Qué nariz... realmente perfecta! Si modeláramos una en arcilla, no lograríamos hacerla mejor, o más recta, o más cuidada; y, además, esos labios y ese mentón tan clásicos... y su porte... sublime. —De Hamal es un petimetre espantoso, y un héroe de lo más pusilánime. —Usted, doctor John, y cualquier hombre menos refinado que de Hamal, ha de sentir por él una especie de cariñosa admiración, como la que profesaban Marte y las deidades más simples por el joven y elegante Apolo. —¡Un petimetre jugador y sin principios! —dijo secamente el doctor John—. Yo podría levantarlo cualquier día con una sola mano, y arrojarlo a la perrera si quisiese. —¿Al dulce serafín? —exclamé—. ¡Qué idea tan cruel! ¿No es usted un poco severo, doctor John? E hice una pausa. Por segunda vez aquella noche estaba comportándome de un modo insólito... aventurándome fuera de lo que consideraba mis hábitos naturales... hablando de forma impulsiva con una vehemencia que me dejó extrañamente sobrecogida cuando me paré a reflexionar. Al levantarme aquella mañana, ¿había presentido que antes de llegar la noche interpretaría el papel de alegre enamorado en un vodevil, y que una hora después discutiría sin ambages con el doctor John el asunto de su desventurado cortejo, burlándome de sus ilusiones? Aquellas proezas me hubieran parecido tan verosímiles como subir en globo o viajar al cabo de Hornos. El doctor y yo, después de bajar por el sendero, volvíamos sobre nuestros pasos; el reflejo de la ventana iluminó de nuevo su rostro: sonreía, pero su mirada era melancólica. ¡Cuánto deseé que dejara de sufrir! ¡Cuánto lamenté que se consumiera de dolor, y por semejante causa! Y que él, con su enorme valía, ¡amara en vano! Entonces no sabía lo placentero que resulta para algunos dar vueltas a sus desgracias; tampoco me había dado cuenta de que algunas hierbas, «aunque carecen de aroma cuando están enteras, desprenden su fragancia al ser tronchadas». —No esté apesadumbrado ni afligido —exclamé—. Si hay una pequeña partícula en Ginevra que merezca su afecto, ella sentirá... debe sentir devoción por usted. Anímese, doctor John, no desespere. ¿Quién puede tener esperanzas si no es usted? A cambio de mis palabras recibí —lo que, como es natural, merecía— una mirada de sorpresa: me pareció que no faltaba en ella cierta censura. El doctor y yo nos separamos, y entré en la casa aterida. El reloj y las campanas señalaron la medianoche; la gente empezaba a marcharse: la fiesta había terminado; las lámparas se extinguían. Una hora más tarde, tanto la casa como el pensionnat se hallaban oscuros y silenciosos. Yo también estaba acostada, pero no dormía. No era fácil para mí conciliar el sueño después de un día tan agitado.

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