Nasty (A la venta en Amazon)

By lizquo_

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¿Alguna vez te enamoraste de quien no debías, y todos te acusaron de tonta por hacerlo? Nasty es un libro que... More

El color del infierno
Primera parte: Los genios se van al infierno.
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Segunda parte: Los ángeles son terrenales
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
Capítulo 34
Capítulo 35
Capítulo 37
Capítulo 38
Capítulo 39
Capítulo 40
Capítulo 41
Capítulo 42
Capítulo 43
Capítulo 44
Capítulo 45
Capítulo 46
Capítulo 47
Capítulo 48

Capítulo 36

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By lizquo_





M: Kelly Clarkson - Already gone. 




Estoy agradecida por muchas cosas. Por ejemplo, soy capaz de reírme de los chistes más estúpidos. Entiendo muy bien las materias más difíciles, y eso se lo debo al exhaustivo esfuerzo que hizo mi madre cuando se empeñó en que tomara cursos de verano durante la secundaria. También estoy agradecida por Daryel, porque no es mi hermano, pero sé que siempre seremos como tales.

Y estoy viva. Lo cual quiere decir que no hay nada que sea definitivo. No al menos en este momento...



Es un buen relato erótico —se rio Eíza.

Minutos atrás, al llegar hasta nosotros, había ido directo al grano; me mostró el diario, pero permanecí imperturbable —aparentando— detrás de Sam, que llevaba encima una careta de los mil demonios.

—Ya le dije que no me interesa —repetí—. Su hijo y yo no tenemos nada que ver.

—¿No?

El tipo enarcó una ceja.

Su mirada se desvió a espaldas de nosotros, a las puertas de mi edificio. Miré por encima del hombro, consciente de que el padre de la Calamidad había visto algo que acababa de llamar su atención. Tragué saliva en cuanto la figura de Nash apareció en el marco de madera; vestía pantalones negros y una camisa de botones.

Con la mirada llena de espurio, analizó la escena frente a sus ojos; no lo hizo como solía, siempre con aire de superioridad, sino que... sondeó el alrededor como si estuviera comprobando un pensamiento. Yo no me arredré al verlo; tal vez porque Sam estaba a mi lado, tal vez porque me di cuenta de que había ido a buscarme y por eso su padre estaba también aquí.

Una terrible sensación de déjà vu se cernió a mí apenas observé cómo él descendía por las escaleras. La mano de Sam, junto a mí, buscó mis dedos y los apretó quizás para darme un confort que no fui capaz de solicitarle, pero que sí necesitaba.

—Mañana voy a estar con Myers. —Eíza lo miró, desdeñoso. Sostuvo el diario en la mano izquierda. Pero Nash se limitó a escudriñar mi reacción.

—¿A eso viniste? —le pregunté.

—¿A qué más si no? —respondió él, ahora sí observándose con su padre.

Eíza hizo un mohín de disgusto y levantó la mano. Sam y yo comenzamos a caminar hacia la escalinata. Si no hubiera ocurrido esto, habría entrado en el edificio sin ningún problema, pero en esta ocasión decidí agregar a mi lista otra cosa por la cual estaba agradecida: mis amigos. Tenía muy buenos amigos. Incluida Shon, e incapaz de imaginar cómo lo había conseguido, me fijé en que mi círculo de amistades era muy leal.

Lo bastante como para hacerme sentir segura.

—No mires atrás —señaló Sam, al tiempo que empujaba la puerta.

Escuché los murmullos de las voces en los Singh, el dejo de furia contenida en la de Eíza y la exigencia de Nash porque no exagerara algo que ya no alcancé a oír. En el vestíbulo, cerré los ojos, aliviada, y me obligué a caminar con dirección a las escaleras.

—¿Nash le daría su diario? —inquirí.

Abrí la puerta de mi habitación. Sam dijo—: Lo que creo es que no le gustó para nada el que su hijo no sepa escribir otra cosa que líneas describiéndote. Y, si quieres que te sea sincero, me parece algo bastante perturbador. Romántico, pero perturbador.

—Romántico y perturbador no forman una mezcla muy alentadora —murmuré.

Me adentré en la pieza; Siloh estaba en su cama, con pijama, y tenía la laptop en el regazo. Nos miró unos instantes y yo me limité a entornar los ojos.

—¿Qué me dices de Romeo y Julieta? —se rio Sam.

—Esa es una obra trágica —señalé, quitándome el abrigo que me había dado mi madre. Lo arrojé a la cama.

Sam se recargó en la mesa de estudio y, desde su postura, enarcó una ceja. Su hermana nos digirió una mirada interrogante.

—Me imagino que, si la charla va sobre cosas perturbadoras y romances trágicos, se encontraron de camino con Nash —nos espetó.

—Más bien presenciamos una escena un tanto desagradable. —Sam sacudió la cabeza, con gesto de incredulidad. Su hermana, por otro lado, arqueó las cejas. Cerró la laptop de un manotazo y se mordió el labio inferior—. Veinticuatro años y aún lo tratan como si fuera un adolescente.

—En mi caso —se lamentó Siloh, echando la espalda en la cama—, no puedo opinar nada. No es como si mi madre respetara mis decisiones.

A su pesar, Sam se echó a reír. Al menos Siloh se tomaba mejor las cosas; lo suyo con Shon iba de mal en peor, pero gracias a la escuela y las muchas ocupaciones que tenía, a veces no le quedaba tiempo para llorar en los rincones.

Mente sana...

—¿Qué quería Nash? —interrumpí la plática de los hermanos.

—Creo que Cristin le robó su diario, y vino a verte porque pensó que lo tenías tú —nos contó—. Parecía extraño, ¿sabes? Como angustiado.

—Por su diario, claro —dijo Sam—. No debe de ser agradable que alguien lea cosas que no quieres mostrarle al mundo. Mucho menos si te hacen parecer más humano.

Sin querer, Sam me hizo pesar que lo que Nash escribía, ya fuera sobre mí o no, tenía relación con sus demonios internos; sentí mucha curiosidad al respecto. Pero, sobre todo, sentí que Cristin me quería involucrar demasiado en un embrollo que solo parecía tener repercusiones en la vida de Nash.

Aún aletargada por la imagen de un Nasha Singh expuesto delante de Eíza, recordé aquella vez en la que fingió que su libro de Los Miserables no le pertenecía. Y supe que lo había hecho por la presencia de su padre.

—Le tiene miedo —dije, en un murmullo. Sam y Siloh se volvieron a mirarme—. A su padre. Todavía le tiene miedo.

—Y cómo no —masculló Sam—. Según lo poco que yo sé, le arruinó la infancia, y parte de la adolescencia.

—También a Shon se la arruinaron —lo contradijo Siloh; Sam le prestó atención porque había un tono de reproche en la voz de su hermana—. Y no va por ahí con el afán de manipular a la gente para que le rindan culto; Nash creció y me imagino que, como todos nosotros, tuvo su oportunidad de elegir.

Cuánta razón.

Nos quedamos varios minutos en silencio. Cuando Sam se despidió al notar que la noche ya estaba bien cernida, Siloh y yo continuamos hablando sobre mi próxima cita con el decano y traté de hacer un breve ensayo acerca de la enorme mentira que diría para encubrir a una persona de mi pasado.

*

Fui la primera en entrar.

Antes de sentarme frente a Myers, él despidió a la madre de Aida; para esa familia, las cosas se habían tornado muy negativas. El padre estaba metido en la política y su carrera dependía de que se aclarara aquello. Por supuesto, los medios todavía no se enteraban de que la hija de un posible candidato a gobernador, estaba involucrada en un bochornoso exabrupto a causa de una mala noche.

Así como la que yo había pasado; no pegué un ojo a pesar de haberlo intentado con base a esfuerzos y conteos repetidos de ovejas. Incluso le envié un mensaje a Sam, aunque era de madrugada. Pero no respondió hasta que se hubo despertado, como era de esperarse.

Le pedí que me viera afuera de las oficinas de la facultad. Si Nash estaba ahí, después de ayer, no quería enfrentar nada que pudiera hacerme flaquear. Por principio, no quería estar en la línea de sus manipulaciones. Se le daba de maravilla mostrarse débil solo para poner en tela de juicio mi repudio por él.

—¿Y bien? —preguntó el decano.

Era un hombre mayor, que no llegaba a la tercera edad. También había estudiado en Yale; su lema era el de perseguir siempre los objetivos que te hagan ser mejor persona. Pero se notaba que, tratándose de un escándalo, estaba dispuesto a olvidarse de todos los principios antiguos que defendía aquella universidad tan prestigiosa.

Resultaba bastante típico, en realidad, pero no dejaba de causarme gracia.

—Ya contemplé todo, y de verdad creo que ha sido una broma pesada —dije, con voz pasiva.

Myers me miró a través de sus anteojos. Su oficina olía a lavanda; se escuchaba el leve repiqueteo del aire acondicionado. Ninguna de las comodidades alrededor, lograron hacerme sentir protegida de lo que había afuera. Nash, por algún motivo, venía acompañado por su padre.

Yo no sabía qué tipo de advertencias le habían hecho llegar a él, así que atribuí sus presencias a una manera de no aceptar nada de la culpa.

—¿Incluida la foto en la página de la facultad? —inquirió el decano, mordaz.

Desvié la vista hacia un librero del fondo, consciente de que él sabía muy bien lo que había sucedido. Pero si yo no lo aceptaba, no tenía manera de echar culpas a nadie, ni tampoco de exculpar a Aida.

El caso, seguramente, llevaría su nombre durante muchas generaciones postreras.

—Quien quiera que lo haya hecho —dije, decidida a no dejarme amedrentar por ninguna mirada amenazante. Myers entrecerró los ojos—, pierde su tiempo. Ya me vieron desnuda una vez, ahora no hace la diferencia.

—Penélope, tu familia se vería implicada en cosas muy vergonzosas —sonrió, como si nada.

—A ustedes no les interesó mi caso hace dos años. Para mí, es inútil sacarlo a colación ahora que me falta solo un año para terminar —repuse. Myers esbozó otra sonrisa, pero me percaté de que era muy consciente de mi tono, de mi seguridad y de mi reticencia—. Y, si piensa amenazarme con el máster, quiero que sepa que lo voy a tomar en California.

Sin pensármelo dos veces, me incorporé del asiento y me di la vuelta. El decano suspiró a mis espaldas. Sujeté el pomo de la puerta para salir y le dije por encima del hombro—: Dígale a Aida, de mi parte, que lo siento mucho. Pero cada quien debe lidiar con sus propios errores. A mí me tocó ya, y si es su turno, no hay motivo para que me lleve entre los pies.

Lo más fácil para la familia era sacar a la luz otros casos como el mío o el de Cristin. No obstante, conmigo no tenían oportunidad. Era hacer de justiciera, y encadenarme a días enteros, meses quizás, de estar rodeándome de gente que emanaba vibras muy negativas.

En pocas palabras, decir la verdad significaba atarme a Nash otra vez; verme a su alrededor, más cerca, escuchándolo todo el tiempo; era imposible para mí.

Avancé por el corredor principal con dirección a la salida de las oficinas. Pero, en el vestíbulo, Nash estaba poniéndose de pie para, supuse, ir con el decano.

Sus estudios lo alejaban mucho de tener relación con Myers, pero era quien se estaba haciendo cargo del escándalo actual. De modo que allí estaba la Calamidad con pies, cuyo nombre real era infierno, escudado por su padre; Eíza, al verme, se ajustó las solapas del abrigo que llevaba puesto. Era lo bastante parecido al hijo como para sentir escalofríos en el estómago; salvo por el color de sus ojos, mantenían una expresión cansina demasiado excéntrica.

Sus gestos te decían muchas cosas cuando no estabas embobada por el color de su cabello, en el caso de Nash, o por el tono grisáceo de los ojos de Eíza; le calculé no menos de cincuenta años; su pelo iba entrecano y leves líneas de expresión se formaban en las comisuras de sus labios y ojos.

Aun así, había algo en la manera de mirarte que causaba miedo instantáneo. Tenías que mirar hacia otro lado porque, a mí principalmente, me daba terror el solo imaginar qué tipo de persona era si había sido capaz de dejarle tantas cicatrices a su único hijo.

Y no solo las cicatrices de la piel.

—Buena suerte —dije.

—Quisiera decir lo mismo —musitó Nash; su padre carraspeó, y ambos nos observamos antes de que me dejasen allí en el vestíbulo.

Permanecí quieta y admiré el cómo se movían hacia la oficina. Ninguno se volvió a mirarme.

En ese instante, mi teléfono emitió un pitido aunado a una leve vibración; era un texto de Sam. que me pedía que lo viera en el estacionamiento. Me extrañé de que no se hubiera bajado del auto para venir a buscarme. Eso hubiera sido lo natural en él. Por lo regular hacía las cosas con total delicadeza, sin dejar de mostrarse educado en ningún momento.

Tenía que preguntarle si no se cansaba de ser tan limpio en sus ademanes. A mí me resultaría un acto digno de la asfixia.

Después de acercarme al automóvil, vi que una figura de melena larga, ondulada y rubia oscura, estaba junto con Sam; se encontraba abrazada de sí misma, y movía la cabeza a los lados para enfatizar cualquier cosa de lo que hablaba con mi amigo.

Era Clarisa. Clarisa Danvert, la que yo había pensado amante de Nash, y que había resultado ser su tía.

—¿Se te ofrece algo en especial? —pregunté, una vez estar frente a ella.

Sam tiró de mi brazo y acabé pegándome a él como si fuera un bote salvavidas. No me agradaba la imagen de él hablado con alguien tan retorcido como aquella mujer.

Observé cómo parpadeaba, llena de vergüenza, y entonces musitó—: Solo...

—Ya le expliqué que no dijiste nada —la interrumpió Sam.

Asentí.

Clarisa estiró una sonrisa carente de diversión y se cepilló el fleco con los dedos.

—Pero no lo hice para protegerla a ella —murmuré.

A Sam no le había dicho el motivo real de aquel silencio, además de mi interés por quedarme tranquila y ajena a todo.

—Me da igual si lo cuentas o no —se defendió Clarisa—. Lo que yo vine a decirte no tiene nada que ver conmigo; solo quería advertirte sobre algo que Cristin me dijo ayer. —Ni Sam ni yo nos movimos. Yo ya estaba cansada de amenazas y, también, tenía demasiado que hacer como para emplear mi tiempo oyendo más sandeces. Luego de cavilar, giré sobre mis talones, pero Clarisa dijo, obligándome a parar—: El gato, ¿lo recuerdas? —Congelada de miedo junto a la puerta del auto, después de haberlo contorneado, reprimí un gemido; el recuerdo estaba fresco en mi mente, como si hubiera ocurrido un día antes. Sam dijo algo en voz baja. Clarisa solo le arrojó una mirada de recriminación y continuó, hacia mí—: No tienes idea de lo que es capaz.

—¿Fue Nash? —pregunté.

Clarisa negó con la cabeza. Sam se volvió a mí, y dijo—: Vámonos, Pen. No vale la pena.

—Créeme, lo vale —masculló Clarisa, con tono de desesperación—. Si Cristin le ha estado llenando de cosas la cabeza a Eíza, es porque sabe de lo que es capaz; a estas alturas, la pobre hará lo que sea para evitar que Nash se acerque a ti.

—Pero si Nash y yo no tenemos nada —farfullé.

Los ojos se me anegaron en lágrimas; la imagen tórrida de la insinuación de Clarisa, era mucho más pesada que mis sueños; antes de mi terapeuta, cuando huí y me refugié en la casa de mi madre, fui víctima de insomnio, de pesadillas y de pensamientos que nadie debe de tener sobre sí mismo.

Para poder aceptar que quería reinventarme, tuve que escalar desde el hoyo y no lo hice sola.

—A Cristin le bastó con leer lo que escribe sobre ti —murmuró la profesora—. Tal vez no debería decírtelo, pero, misteriosamente, mi hermana se murió por sobredosis después de que Eíza leyera el diario en el que contaba que lo iba a dejar. —Ella bajó la mirada, escondiéndola de mi escrutinio—. Lo siento, Penélope. Pero tienes que tener mucho cuidado.

Se dio la vuelta sin decir nada más.

Del otro lado del coche, Sam me miró como hacía últimamente. Se metió en el auto después y yo lo seguí. Una vez adentro, clavé la mirada al frente, en la puerta de las oficinas; Eíza y Nash salían de él. Aparté la vista de ellos para mirar a Samuel Mason a mi lado, que encendió el auto e inspiró muy hondo.

Si estaba enojado o desesperado, o lo que me estaba ocurriendo le importaba poco, no lo demostró de ninguna forma.

—¿Quieres ir a ver departamentos ahora? —dijo, mientras conducía.

—Por favor —suspiré.

La nuez en su cuello se removió dos veces seguidas.

—Llámale a tu primo, entonces —murmuró.

Saqué mi móvil; había dos textos de un remitente desconocido. Los ignoré para llamarle a Daryel y, tras quedar con él en una dirección que Sam colocó en el GPS del auto, abrí primero uno y luego el otro. Ambos eran de Cristin.

Lo supe porque lo que había dentro eran fotos de un cuaderno; del diario de Nash, supuse, cuando leí lo que decía sobre un lunar, sobre una obsesión, sobre una mancha de sangre.

Volví a guardar el móvil, convencida de que era hora de renovar el número. 

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