Nasty (A la venta en Amazon)

By lizquo_

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¿Alguna vez te enamoraste de quien no debías, y todos te acusaron de tonta por hacerlo? Nasty es un libro que... More

El color del infierno
Primera parte: Los genios se van al infierno.
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Segunda parte: Los ángeles son terrenales
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 34
Capítulo 35
Capítulo 36
Capítulo 37
Capítulo 38
Capítulo 39
Capítulo 40
Capítulo 41
Capítulo 42
Capítulo 43
Capítulo 44
Capítulo 45
Capítulo 46
Capítulo 47
Capítulo 48

Capítulo 33

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By lizquo_





M: Jess Glynne - Take me home.




Bajé los peldaños de la biblioteca, mientras leía uno de esos mensajes en la red de la universidad; la propaganda para las fraternidades se encontraba en su auge por esas fechas. Cuando vi el emblema de Upsilon, no pude reprimir una sonrisa de estupefacción. Año con año, aquella casa de resguardo permitía que muchos hijos de familias acaudaladas se salieran con la suya.

Por eso Sam había estado tan pensativo al enterarse del usufructo en favor de Aida, una chica que apenas hubiera comenzado su segundo año en el campus de Artes.

Nadie que supiera quiénes eran los miembros de aquella fraternidad se atrevía a decir nada en su contra; poseían favoritismos antiguos por su fundación. En lo personal, nunca había estado tan consciente del poder que tenían para acallar la voz de una víctima de sus burlas.

Antes de poder llegar al estacionamiento frontal, y adentrarme en el crucero que guiaba a los dormitorios, una mano fuerte, de dedos suaves y largos, rodeó mi brazo en un tirón delicado que me obligó a detenerme. Con un gesto de incomprensión, me giré para mirar a la persona que trataba de llamarme.

Nash llevaba el pelo más corto que nunca; ya no dejaba que los mechones ondulados de su fleco le cayeran sobre la frente. Por la luz solar, sus ojos rutilaban con mayor fuerza y le daban la apariencia de un lince surgiendo desde la oscuridad. Apreté mi cuaderno con los nudillos y las yemas de los dedos, tragando saliva para poder plantarle cara a la presencia demoníaca que tenía al frente.

Me gustó saber que ya no me causaba terror el tenerlo dentro de mi espacio personal; sentí que había penetrado en él como un mosquito por la noche, incapaz de hacer más daño que el leve pinchazo sobre la piel.

—Myers —musitó primero, y me soltó para cruzarse de brazos—, ¿qué te dijo?

—Nada que vaya a importarte —respondí en tono indiferente.

Quería demostrarle la poca gracia que me hacía el estar en mitad de un lugar público, charlando con él, pero sentí que, si me ponía hostil, iba a darle más importancia de la que en realidad tenía. Suspiré para tratar de apacentar mi estómago, que se removió, violento, al notar que Nash me observaba con paciencia; cosa que, dos años atrás, no hubiera hecho ni para concederme el beneficio de la duda.

Él observó lo largo del estacionamiento, circunspecto.

—La cosa es que te va a preguntar por mí tarde o temprano —musitó.

—Y no quieres que te mencione, me imagino —mascullé.

Dejé escapar el aire poco a poco, a través de mis labios entreabiertos. Nash pestañeó un par de veces y puso su mirada sobre la mía.

—Puedes mencionarme. Me da igual —dijo—. A quien no quiero que menciones es a Clarisa.

Asentí y di un paso atrás por instinto y para alejarme de su aroma, que no había cambiado en lo absoluto. Siempre lo había tenido cerca, pero en este momento, era como caminar sobre un túnel que yo misma intenté cubrir con tabiques. Él estaba en un extremo y yo en el otro.

—¿Por qué no? —pregunté, en voz baja.

—Perderá su trabajo si lo haces —se limitó a responder. Su voz era igual de altiva que siempre; aún en medio de palabras que actuaban en defensa de un tercero, me di cuenta de que no podía evitar ser... él.

—Ese no es asunto mío —dije.

Era la verdad. Si el decano me preguntaba qué relación había entre Nash y yo, una vez que le contase lo de mi fotografía, la información nos llevaría de un modo u otro a Clarisa; su falta de ética, favoreciendo a su sobrino, merecía una pena.

Por eso no sentí remordimiento al plantearme la idea de dar a conocer su participación dentro de las fechorías de Nash.

—Puede que no —dijo él, una sonrisa ufana en sus labios—, pero también saldrán a relucir viejas historias que no te conviene que nadie conozca.

—A mí no...

—Penélope, Upsilon está involucrada en la ruina de Aida —me interrumpió, enarcando una ceja—. Tendrás que hablarles al decano y al rector de por qué tú y yo tuvimos que ver. Y, al final, también tendrás que hacer mención de Samuel Mason.

Hay personas en esta vida que te convencen de creer lo que ellos quieren, en apenas unas palabras. Eso había hecho Nash conmigo cuando yo pensaba que, de alguna forma, su padre le obligaba a vivir bajo su yugo. Pero aquella criatura de ademanes pulcros, no poseía ningún rasgo de los seres que se atormentan a sí mismos. Él era un simple y vil manipulador que quería vivir con base en las desgracias. Una sanguijuela, por llamarle de algún modo.

Conocía a su padre de pocas veces; Eíza Singh parecía ser un hombre perturbado por sus propios pensamientos. Mientras que el hijo daba pena por pertenecer a su línea de sangre, el padre me provocó una lástima inigualable. Era el autor original de los modales narcisistas de Nasha. La persona a la que se debía de inculpar por hacerle creer a su hijo que, a pesar del daño provocado, no merecía un castigo.

—¿Qué quieres decir, exactamente? —inquirí.

—Upsilon jamás dejará que tu ángel abra la boca —musitó él, acercándose a mí—, pero si prometes no decir nada sobre Clarisa, Sam no saldrá a colación.

—Todavía se te dan de maravillas las vendettas —dije, sin saber qué otra cosa hacer para calmar mi interior que bullía en rabia—. No puedes ser más patético.

—Llámale como quieras; no me importa —sonrió.

Estaba por darse la media vuelta, pero le dije para detenerlo—: Cristin me dejó una muy buena cantidad de recuerditos en la habitación. ¿Qué se supone que le voy a decir al decano sobre eso?

—De Cris, como hago siempre, me encargo yo —murmuró Nash.

Vi que me escudriñaba unos segundos antes de darse la vuelta por completo y empezar a caminar de regreso a la biblioteca. Examiné el contorno de su cuerpo, que era delgado. Los años estaban colocándose sobre él cada día que pasaba. Nash era sofisticado de una forma brutal; podía pasar por alguien decente, pero al hablar, cualquier atisbo de modales limpios se volvían... obsoletos.

Regresé a la habitación para buscar una respuesta; ¿qué tanto me importaba que los Upsilon quisieran hacer cualquier cosa en contra de Sam?

Mucho...

Me importaba mucho.

Yo sabía perfectamente que el estatus social de Sam no era, ni por asomo, parecido al de muchos de los que militaban en la fraternidad. De pronto, la tarea de pasar por alto el episodio de recuerdos de la tarde, no se sentía tan disparatada. Cuando subí a mi piso, varias de las inquilinas me dirigieron miradas inquisitivas, pero nadie se atrevió a plantarme cara para hacer una verdadera pregunta.

A estas alturas, no me hubiera molestado decirles que, por confiada, alguien había abusado de mi inteligencia, burlándose de mí en más de una ocasión.

La verdad, a Nash tenía que darle un poco de crédito: él no había tenido que decir ninguna mentira para hacerme pensar que se merecía cada segundo que perdí a su lado. Conmigo, jugó la carta del chico con secretos, del ser atormentado que se merece una redención aun cuando no la ha pedido.

Una vez dentro de la habitación, me di cuenta de que olía a lejía y a productos de limpieza, más que en otras ocasiones. Siloh estaba sentada a la mesa de estudio, una pila de libros frente a ella, la computadora abierta, y llevaba puestas sus gafas para leer. Me lanzó una mirada de bienvenida, pero no se levantó ni se movió de su sitio.

Por aquel lugar no había pasado nada. Sam se había llevado las fotografías y el rastro de ellas, en las paredes, había sido desprendido hasta la última mancha. Admiré el estuco limpio y los edredones de las camas, que la mujer de la limpieza había cambiado. Hasta ese momento, no supe que tenía un nudo en la garganta y que, conteniendo la respiración por ratos, no paraba de repetir en mi mente lo que Nash me había dicho.

Su amenaza implícita.

—Nash dice que, si no digo nada sobre Clarisa —En cuanto escuchó el nombre de la Calamidad, Siloh se giró a mirarme, sus facciones sufrieron una contorsión de gravedad. Cerré los ojos, aturdida, y continué—: Él no va a mencionar a Upsilon y, en consecuencia, a Sam.

Mi compañera echó la espalda en su silla y clavó la mirada al frente, en la pared en la que se encontraban nuestros calendarios escolares. Siloh iba a tomar la especialidad de neurología el siguiente año y por eso tenía que mudarse del campus. Muchos otros solo habían podido quedarse los primeros dos años de la universidad, pero nosotras habíamos decidido continuar con la residencia porque era lo más cómodo al ir y venir por los campus.

La pared de su lado estaba llena de cuadros sinópticos de medicina, imágenes anatómicas, y los reconocimientos de los cursos de verano que había tomado. Era una muchacha de buen promedio, inteligente, tranquila, que sabía perfectamente qué tipo de persona era yo.

Los ojos se me aguaron al percibir que Siloh comprendía muy bien los alcances de que el nombre de su hermano saliera a relucir. Aunque eran una familia bastante estable en lo económico, volví a repetirme que no se asemejaba en absoluto con el poder social que tenían algunos miembros de la fraternidad. Dar a conocer sus nombres significaba la ruina total para el valiente que se atreviera.

Jamás en mi vida me sentí tan hundida en los tabúes.

—¿Le vas a contar? —preguntó mi amiga, levantándose.

Estaba muy preocupada por su hermano, se lo noté y, cuando di varios pasos en su dirección para abrazarla, me percaté de que necesitaba su felicidad casi como necesitaba de sentirme estable.

—Por supuesto que no —susurré junto a su oído. Sus brazos delgados también me rodearon—. Nash no ha cambiado para nada. Es el mismo hijo de puta de siempre. Eso comprueba que, no importa cuánto coeficiente intelectual tengas, el cerebro no te ayuda a elegir bien qué tipo de persona quieres ser.

—Sam debería saberlo... —dijo Siloh.

Me senté en otra silla al ver que ella volvía a su lugar.

Tenía razón.

Pero, en ese momento, no me sentía con ánimos de hacerle saber a Sam que su nombre estaría ligado al de Nash tanto en recuerdos como en eventos. Desde Cristin, ellos dos habían firmado un convenio de circunstancias. Casi como si hubieran decidido llevarse en la mente para toda la vida; algún día, sentado en su despacho y admirando su recorrido por la vida, Sam rememoraría la vez en la que ayudó a destruir la dignidad de una chica inocente.

Y Nash..., bueno, él quizás se regodearía en el recuerdo de haber cumplido una promesa.

—Voy a mandarle un texto —dije y saqué el móvil—, así me busca mañana para charlar sobre ello.

—Puede que no le agrade la idea de Nash y tú hablando —musitó Siloh.

Miraba su libro con aire crítico, y hacía señalamientos con un marcador. La miré unos instantes para poder contemplar las facciones que compartía en parecido con su hermano. Sentí que las emociones me provocaban un evento antinatural en el estómago; ojalá que no fuera nada grave porque ya no estaba acostumbrada a jugar en un vaivén de sentimientos.

De hecho, por primera vez en dos años, me sentí... traicionada por mi propio cuerpo.

—No tendría por qué importarle —dije.

—Pero lo hace —se burló Siloh.

Puse los ojos en blanco, mientras acababa de mandarle el mensaje a Sam para citarlo mañana. Me respondió que me recogía a la hora de la comida, porque también quería hablar de un asunto pendiente conmigo. 

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