Nasty (A la venta en Amazon)

Por lizquo_

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¿Alguna vez te enamoraste de quien no debías, y todos te acusaron de tonta por hacerlo? Nasty es un libro que... Más

El color del infierno
Primera parte: Los genios se van al infierno.
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 25
Capítulo 26
Segunda parte: Los ángeles son terrenales
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
Capítulo 34
Capítulo 35
Capítulo 36
Capítulo 37
Capítulo 38
Capítulo 39
Capítulo 40
Capítulo 41
Capítulo 42
Capítulo 43
Capítulo 44
Capítulo 45
Capítulo 46
Capítulo 47
Capítulo 48

Capítulo 24

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Por lizquo_





M: Kelly Clarkson - Let Your Tears Fall.




Me acurruqué entre mis sábanas. Sam estaba sentado a mi lado y me extendió un vaso con agua. Aún tenía una pequeña mota de algodón empapado con alcohol entre los dedos. Al terminar de beber, me lo devolvió y me lo puse debajo de la nariz un instante.

Cerré los ojos completamente. Me hice ovillo en la cama y percibí cómo la mano de Sam acariciaba mi espalda para aliviar mi estado. No paré de llorar: lloraba porque estaba muerta de miedo, porque dos de los profesores que acababan de irse después de hacerme un sinfín de preguntas, me habían dicho que nadie sabía quién era el responsable.

El muchacho que realizó la entrega de la caja, cuyo interior albergaba la cabeza de un gato degollado, se limitó a relatar las cosas tal como me las había dicho a mí. Les señalé que al único que vi en la salida de la biblioteca antes de entrar, había sido a Nash, pero el mensajero dijo que no se trataba de él, sino de un hombre maduro con aspecto desaliñado.

—¿Quieres que le llame a tu madre? —preguntó Sam, arrodillándose junto a la cama para estar al nivel de mi rostro. Puso la mano en mi cabeza y acarició mi cabello—. Tendría que darse cuenta de esto, Pen. No ha sido una broma común.

No. No había sido una broma común. Era una broma del estilo de Nash; oscura, perfectamente profunda, y capaz de hacerme perder el conocimiento. Todo ese tiempo no había hecho otra cosa más que descomponer mi lógica; ahora estaba segura de que era el autor de aquella atrocidad.

O bien habría podido ser Cristin...

—Tal vez Cristin también tiene que ver con esto —musitó Siloh, que se adentró en la habitación—. Ten. —Me entregó una aspirina y Sam se volvió para darme otra vez el vaso con agua.

Con su ayuda me incorporé en la cama. Traía puesta solo una blusa de tirantes y uno de mis shorts de pijama. Así que recorrí la sábana —delante de Sam me sentí más desnuda de lo que en realidad estaba— y me cubrí hasta el pecho. Él no se inmutó con mi ademán, sino que se limitó a mirarme.

Regresó a sentarse en la cama, al tiempo que la puerta era aporreada otra vez.

—¿Qué sucedió? —Sam le preguntó a Dary, que se agachó hacia mí y depositó un beso en mi cabeza.

Traía consigo un aspecto deplorable. No me dio buena espina que susurrara.

—Quiero escuchar todo lo que dices —lo reprendí.

Él se dejó caer en la cama de Siloh, llevándose las manos a la cara para cubrir, al menos por unos segundos, el cansancio del que era víctima. No sabía qué hora era. Pero hacía ya mucho que había despertado del letargo. La enfermera del campus me acababa de revisar y calificó mi desmayo como un daño colateral.

Mi primo se había ofrecido para hablar con los profesores y con el rector a cargo. Y ahora se lo veía tan contrariado como si hubiera perdido un caso importantísimo...

—Ellos no harán nada, Penélope —sentenció—. Este tipo de... eventos, no benefician la reputación de la universidad. E insistieron en que siempre estés acompañada.

—¿Así nada más? —se extrañó Sam—. Pero...

—¡Ya sé! ¡Y se los dije! —bufó Daryel, estupefacto.

Sentada en mi cama, analicé minuciosamente lo que estaba ocurriendo. Denunciar aquello era mi única opción. Y denunciar captaría la atención de las autoridades de la ciudad, además de que los ojos se centrarían todavía más en mí; no solo de mi campus, sino de todas las escuelas pertenecientes al colegio.

Agaché la mirada y, con la espalda pegada al respaldo de la cama, me abracé a mis piernas sin descobijarlas. Sam me miró moverme, pero luego volvió a ver a mi primo. Ambos me impresionaron cuando comenzaron a charlar acerca de con quién podían hablar para resolver aquello de manera privada. Para que a mí no me afectaran las circunstancias. Dudé de que me pudieran afectar más. Si algo tenía claro, era que no iba a poder olvidar ese momento; la sangre, el olor nauseabundo, el moño gris.

—Como sea —se quejó Sam, restregándose los ojos—. Voy a revisar mi horario y a tratar de no irme muy lejos. —Le echó un vistazo a su reloj de pulsera—. ¿No crees que sería mejor que te mudaras fuera del campus? —me preguntó, volviéndose.

Lo estudié durante unos minutos. No parecía mala idea y, aun así, no pude responder.

—Podríamos arrendar un departamento juntas —dijo Siloh—. Para...

—No quiero mudarme —atajé.

Algunas miradas se posaron en mí, confundidas, pero la de Sam me infundió un sentimiento de ira. Había recriminación en su gesto, como si se hubiera permitido cuestionar mi decisión. O tal vez era que no quería que se preocupara por mí. Ya me sentía abrumada. Su presencia solo me vulneraba más: era perfecto, con todo y sus errores; estaba aquí, dispuesto a echarse en los hombros una carga que no le correspondía, gracias a mis decisiones. Mis malas decisiones que eran como una sombra.

En ese momento, Daryel se irguió y caminó hacia mí. Con una mirada reprobatoria, examinó mi cara y se quedó, en silencio, pensativo. Daba miedo cuando se colocaba en su papel de hermano-postizo-sobreprotector. Pero también me hacía sentir querida, sin importar que no fuera a menudo.

—Por favor —dijo—, dime que estás dispuesta a denunciar.

Para que no viera mi indecisión, pestañeé hasta que mis ojos lagrimearon. Sam se puso de pie, dándome la espalda, y caminó hacia la puerta.

Dary negó con la cabeza, incrédulo.

Pero, ¿qué querían que les dijera?

Una parte de mí me decía que le pusiera punto y final a aquel capítulo de terror en mi vida, pero la otra, una parte que seguía febril y enganchada a un puñado de sentimientos insanos, esa parte me advertía que si hablaba... entonces construiría un verdadero muro irrompible entre Nash y yo.

—Date cuenta de lo que ocurre, Penélope —dijo Siloh, su típico tono maternal y paciente para conmigo—. No hay persona que se merezca algo como lo que te hicieron. Ha sido horrible. No te quedes de brazos cruzados.

—No pienso quedarme de brazos cruzados —susurré.

Hice todo lo posible por sonar convincente, pero las caras de las personas que se preocupaban por mí, no disimularon el desconcierto que les provocó mi testarudez.

Por supuesto que no me iba a quedar así. Estaba muy segura de lo que iba a hacer. Al menos estaba lo suficientemente segura como para suspirar, mirar a los demás y confirmar la famosa teoría de que nadie escarmienta en cabeza ajena.

Atravesé la cafetería hasta llegar a la mesa en la que me esperaban Shon y Siloh. A Sam no lo había visto en toda la mañana, y como teníamos un par de horas antes de la última jornada de escuela, decidimos llenar el estómago para no sucumbir a los trabajos exhaustivos a los que estábamos sometidos al final del año.

Un regusto amargo se me incrustó en la lengua cuando vi que Nash entraba por la puerta del otro extremo. Se dirigió hacia mí y avanzó como siempre lo hacía; bajé la vista con la ilusión de que le hubiera molestado lo suficiente mi mensaje de texto. Le había dicho lo que verdaderamente creía de él: que era un cobarde. Y tal vez yo también lo era, pero su forma de llevarme al límite de mis fuerzas me había hartado. Estaba en el borde de la miseria, sin poder dormir, con falta de apetito, y soñando a gatos decapitados.

También le conté que hojeé su diario, y añadí una frase que seguro había sido su límite también. Ambos éramos como gotas de agua en un solo aspecto: el control. Yo quería controlar mi vida, y él quería controlar la suya. Por eso chocábamos. Crucé la mirada con él. Eché la cabeza atrás para poder verlo desde mi lugar en la mesa. Shon se puso de pie, rápido, y acudió con Nash, que se detuvo junto a mí y trató de contener una mueca.

—¿Trajiste lo que te pedí? —le pregunté.

—¿De verdad me crees capaz de jugarte una broma tan...? —preguntó, inclinándose para mirarme directo a los ojos.

Fue su turno de sonreír. Su gesto, a decir verdad, daba miedo. Tenía los ojos inyectados en sangre, como si estuviera desvelado; las ojeras que enmarcaban sus párpados se habían vuelto de un color morado, intensificado por el tono de su piel. Aun así, su apariencia física fue lo de menos. Sujetó mi brazo de un tirón, obligándome a que me levantara. Cuando lo hice y me enfrenté con él, me aterró la posibilidad de que pudiera estar en un error, de que no hubiera sido su culpa. No tenía voluntad alguna para observarlo sin sentirme atrofiada por todas partes.

Es tan... paradisíaco.

—Te puse un punto y un final, Penélope —dijo él, apuntándome a la cara con el dedo índice.

—Bueno, si no trajiste mi foto —aludí y miré en derredor—, lo único que te puedo enseñar es esto.

Di un paso hacia la mesa otra vez y luego de abrir mi cuaderno de tareas, saqué una fotografía que me había hecho en los baños, la noche pasada. No se lo había contado a nadie. Ni siquiera a Sam, que no paraba de enviarme mensajes para entablar cualquier plática.

Pensé en él en ese momento mientras le estiraba la nueva fotografía a Nash. Tardó varios segundos, pero al final sí la sujetó, arrancándomela de los dedos. Inspeccionándola con indiferencia, la arrugó en su mano y se la quedó.

—Le saqué copias esta mañana —musité. El pecho me ardía por el dolor; la herida se abrió más cuando él bajó la vista.

Bajó la vista, y se quedó al descubierto.

—Jamás lo harías —refutó.

Sonreí, y suspiré. Nash apretó las mandíbulas, consciente de que lo mío no era un juego. Me conocía. Siempre había podido leerme. Siempre había tenido el poder de escudriñarme como a un pergamino, salvo que ahora, esa misma capacidad, ponía en tela de juicio su fuerza para mostrar lo que realmente traía dentro.

Yo solo necesitaba una prueba de que no era solo cosa mía. Quería probarle al mundo que, cuando te enfermas, el virus siempre actúa con alevosía y ventaja; porque te sabe indefenso.

—Tú tampoco ibas a esparcir la que le mostraste a Sam —dije.

Los alumnos nos miraban. Siloh, por suerte, no se había levantado de su sitio, pero al mirarla teclear en su teléfono, supe que tenía que apresurarme o se me iba a terminar el tiempo y la oportunidad de resarcir un poco del daño hecho se iría también.

En cuanto mi madre se enterase de todo esto, mis opciones cambiarían de manera radical.

—Aún estoy a tiempo si eso es lo que quieres —musitó él, dando un paso al frente, nuestros cuerpos casi tocándose.

—Soy tu gris —contesté—. Muéstrame, y vamos a ver quién pierde más. —No me refería en lo absoluto a algún sentimiento.

Los dos queríamos lo mismo. Él su vida y yo la mía. Si mostraba la foto, su carrera también quedaba relegada a un sueño futurista; su trabajo espléndido, el talento que poseía, las noches en vela, el engaño de Cristin, la cruz que llevaba consigo a causa de su padre; todo sería en vano.

Sus ojos entrecerrados auguraban tormenta. Nash, después de sacudir la cabeza y hacer, con el movimiento, que se le alborotara un mechón del fleco, alcanzó mi mentón. El apretón no era amigable, pero no dejé que se impusiera otra vez.

—Cuida tus palabras —me dijo. Soltó mi barbilla de un impulso. La piel me ardió donde faltó su tacto.

Me dolía cada parte del cuerpo.

Había tantas cosas ocultas en su rostro, que me vi tentada de parar... Pero, con él, los resultados siempre eran contrarios. Siempre acababan desarmándome. Nash se había robado cosas importantes de mí, cosas que no volvería a ver jamás. Tuvo el poder de llamarme, y yo acudí porque le cedí ese mismo poder. De las personas que derruían, Nash era el peor. Demolía todo cuanto no se ajustaba a él: porque sí. Porque, quien no sufre, no ama. Porque el amor debe doler, ¿no?

—Hay hijos de puta en este mundo; cobardes golpeadores, drogadictos que abandonaron a sus familias; los hay asesinos, pedófilos y secuestradores. Y después de todos esos miserables, estás tú: alguien que sí tuvo oportunidad de cambiar y no lo hizo. Para proteger al asesino de su madre. ¿Quién es más patético entre tú y yo?

Dejó la vista clavada en Shon, que se quedó, boquiabierta, junto con Siloh.

—Pen... —trató de intervenir mi compañera.

—Es la verdad —la interrumpí.

Ella retrocedió al ver mi semblante, y entonces volví a ver a Nash, que continuó observándome.

—No tienes idea de lo que dices —comentó él.

—Tuviste la oportunidad de explicarme, pero decidiste que...

—Porque tú crees que necesito algo de ti, cuando lo único que haces es traer emociones enfermas a mi vida. ¿Por qué no te lo metes en la cabeza, Penélope? ¡No es tan difícil! Estamos tú, yo y el infierno en medio; solo que algunos le llaman amor. No es mi caso: ¿por qué habría de cambiar algo así, de mí?

Minutos largos transcurrieron, tan lento que la escena parecía haber sido pausada. Nash me miraba con la misma intensidad de siempre, pero yo... yo estaba en otro lugar. Estaba sumergida en un recuerdo.

Recordé muchas de sus palabras, pero principalmente recordé los versos que había leído de su poema.

—Qué bueno que tu madre está muerta —dije, rendida—. Así no tendría que ver el monstruo en el que te convertiste. Igual y la matabas tú en lugar de tu...

El amor es una herida abierta, y las despedidas son la sal que corta las hemorragias pequeñas. El único detalle es que se necesita muchísimo valor para mirar un corte en carne viva, echarle sal, y soportar el proceso de curación, antes de poder lavar para que se cierre por sí sola. Eso me había enseñado Nash. Él me había enseñado, con cada palabra hiriente, cada beso desastroso, cada caricia posesiva, que no hay nadie que te haga sentir más nada que tú mismo, cuando le das algo valioso a quien llega a ti con un cuchillo en la mano.

Su mano derecha, con la que me abofeteó fuertemente, fue la última prueba de todo el horror que yo había hecho en su compañía; mis errores y los suyos se hicieron presentes cuando me llevé la palma a la cara, para comprobar un ardor perteneciente al perfecto acto de llegar al límite.

—Cállate —dijo.

Se dio la vuelta aún con la mirada desorbitada. Los ojos de los presentes se clavaron en él por no más de un minuto, mientras salía de la cafetería. Yo me dejé caer en la silla junto a nuestra mesa, escuchando, ausente, las voces de mis amigas que me preguntaban si estaba bien.

Físicamente, estaba bien.

Mental y emocionalmente, estaba hecha pedazos. Nash me había tocado el alma hacía apenas unos minutos; la realidad me golpeó causándome un dolor mucho más profundo que el de su mano sobre mi piel.

Traté de pensar en su expresión tras haberlo hecho, pero lo único que encontré fue la verdad que él había tratado de darme y que nunca acepté, hasta que el agua me llegó al cuello y comencé a ahogarme. 

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