Nasty (A la venta en Amazon)

By lizquo_

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¿Alguna vez te enamoraste de quien no debías, y todos te acusaron de tonta por hacerlo? Nasty es un libro que... More

El color del infierno
Primera parte: Los genios se van al infierno.
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Segunda parte: Los ángeles son terrenales
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
Capítulo 34
Capítulo 35
Capítulo 36
Capítulo 37
Capítulo 38
Capítulo 39
Capítulo 40
Capítulo 41
Capítulo 42
Capítulo 43
Capítulo 44
Capítulo 45
Capítulo 46
Capítulo 47
Capítulo 48

Capítulo 13

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By lizquo_





M: Kate Havnevik - Unlike me.



La enfermera de la universidad me puso una especie de ungüento que había controlado el ardor de mi piel; apenas hacía un par de horas de que, en la cafetería, la exnovia de Nash me hubiera tirado accidentalmente un café encima. Muchas cosas me pasaron por la cabeza mientras percibía cómo el líquido caliente traspasaba la tela de mi cárdigan hasta que logró quemarme.

Me encontraba tirada en mi cama, con la vista clavada en el techo. Marzo había comenzado con un par de días muy soleados, así que la nieve estaba cediendo con rapidez. Shon y Siloh cuchicheaban acerca del comportamiento de Cristin; dos compañeras de mi carrera acababan de contarme que su personalidad era casi siempre así de errática.

Se la conocía por ser implacable respecto a su círculo social, y además muy inteligente. Pero para mí, su inteligencia había quedado relegada a un vil infantilismo causado por los celos. En cambio, preferí decir que había sido un accidente, como ella les señaló a todos con el argumento de que era muy torpe como para fijarme por dónde ir.

—Sus padres son de ese tipo de personas que nunca están en casa —comentó Shon hacia mí. No dije nada ni me moví, todavía sintiendo el dolor punzante en el antebrazo izquierdo—. Antes no era así. Solía ser una persona muy cándida.

—Puede que Nash tenga que ver con eso —señaló Siloh.

Me rasqué la frente y cerré los ojos; no se los dije, pero estaba cansada de que, para referirse a mis problemas, siempre habláramos sobre Nash, como si el hecho de verme metida en un lío fuera su culpa.

Hacía casi dos semanas que no teníamos ningún tipo de contacto; ni siquiera en las clases de literatura, donde se mantenía concentrado en tomar notas, con la mirada clavada en su cuaderno.

Siloh y Shon continuaron con el hilo de la conversación sin despegar sus miradas de mí. Agradecí en silencio que no tuviera que hacer tantos deberes para el día siguiente, y al tiempo que ellas discutían mis comportamientos —Siloh culpando de todo a Nash, Shon diciendo que Cristin no había sido un emisario—, respondí un par de mensajes a Sam, que me preguntaba si podía pasar a saludarnos.

Cuando llegó, se sentó junto a mí en la cama e hizo hincapié en los días de asueto que se venían la siguiente semana; trató de no mencionar el exabrupto con Cristin y resistió los ataques de su hermana cada vez que esta le decía que era muy lento en ciertos asuntos. A lo mejor no me podía sacar de la mente a Nash, pero estar en la compañía de Sam logró que me concentrara por lo menos en su sonrisa, en el tono apacible de su voz y en la forma desinhibida en la que demostraba interés por nuestros problemas académicos.

Tanto él como Shon estaban de acuerdo en que el nivel que exigía aquella universidad siempre era demasiado alto, y yo no pude refutarlo. Vivía cansada, durmiendo poco, y víctima del estrés, pero se sentía como si fuera el inicio de una meta. Lo que hacía que valiera la pena diez veces más.

Y como Siloh estudiaba medicina, le teníamos que dar el crédito de ser algo así como una esclava de su sistema estudiantil. Minutos después de entablar un debate con su hermano respecto a sus horas de sueño y el tiempo que perdía en caso de querer salir a distraerse, ellas fueron a por comida y nos dejaron a solas. En mi habitación.

Yo podía notar el esfuerzo tremendo que hacía él por no emitir ningún comentario, y por eso decidí terminar con su tortura.

—Fue un accidente —le dije, convencida.

Sam se había sentado en la cama de su hermana, con las piernas abiertas y los codos clavados en su regazo. Hizo una mueca de hastío y se llevó una mano al cabello, que mesó con pereza al tiempo que suspiraba sonoramente. Un escalofrío me recorrió la espina dorsal en el momento en el que él negó con la cabeza, y se echó para atrás, apoyando su peso en las palmas de sus manos, que recargó en el colchón.

La habitación quedó sumergida en un silencio únicamente interrumpido por el sonido de su respiración; a través de la ventana entraba un halo de luz vespertina. El paisaje que ofrecía aquel escenario no era muy atractivo por la reciente nevada, pero las pistas de la primavera comenzaban a asomarse.

Aún hacía frío. Lo bastante como para tener que ir con abrigos a las clases, o vestir suficiente ropa como para no sufrirlo. Y yo lo sufría mientras Sam me miraba de vez en cuando, pero en el fondo sabía que si no me increpaba con nada era porque, cualquier cosa de la que pudiéramos hablar, solo llevaría a un sitio.

No era tonta. En realidad, me daba cuenta perfectamente del interés de Sam sobre mí; no le era indiferente del todo, pero se sentía incorrecto mirarlo con otros ojos que no fueran los de la amistad.

—¿Quieres que hagamos algo para salir de aquí? —inquirió.

—Por favor —respondí sin un titubeo.

Salimos de la habitación con rumbo a los jardines principales. Sam se ofreció a enviarle un mensaje a su hermana para que no se preocupara por mí y después de eso nos dirigimos al área del complejo en la que estaban dispuestas las mesas de concreto, para estudio.

Me había puesto otro abrigo que protegía mi cuerpo del frío, pero mis brazos se entumecieron de todas maneras. Sam, a diferencia de mí, iba vestido con unos vaqueros y una chaqueta; era seguro que, con el clima, no estaría cómodo afuera, así que me arrepentí de haber dejado la pieza.

Su semblante no anunciaba disconformidad, no obstante. Mientras caminábamos por el sendero adoquinado, me contó que tenía planeado ir a una de las playas cercanas; una casa de su tío estaba ubicada en alguna y él, junto a un par de amigos, iban a quedarse allí.

En una de las mesas, para mi sorpresa, se encontraba Nash junto con dos muchachos a los que yo conocía de su curso y que había visto por ahí. Su edificio se hallaba a tan solo un kilómetro, lo que hizo de su presencia en el lugar algo entendible.

Sam caminó hasta ellos, con paso decidido. Tiró de mí sin soltar mi mano. Casi para llegar, cuando recibí una de sus miradas tranquilizadoras, me di cuenta de que una de las personas que se encontraban sentadas era Cristin, pero como llevaba puesto un gorro tejido, no me había parecido tan afeminada.

Yo tampoco estaba arreglada como para una fiesta. Era el pelo suelto lo que me daba la apariencia de chica. Nada más. No traía ni una gota de maquillaje encima, y estaba segura de que mis ojeras ya se habían vuelto de un tono violáceo. Tampoco me había peinado como si fuera una ocasión especial: solo me había dado un par de cepilladas y, con lo lacio que tenía el cabello, lo ajusté a los lados de mi cara.

Era como estar desnuda frente a ellos; Nash dirigió, de lleno, la mirada hacia Sam, que hizo ademán de sentarse después de saludar a todos. Una vez que lo hubo hecho, asintió para que me acomodara a su lado. Por todo lo contrario a lo que hubiera creído, no fue la tensión lo que se formó alrededor de nosotros.

Quise huir de inmediato cuando La calamidad me miró por fin. En cambio, su ex, tenía la vista clavada en mi compañero. Al otro muchacho evitaron presentarlo, y él se despidió sin mucho decoro minutos después.

—Penélope me habló del accidente, Cristin —dijo Sam, con tono preocupado—. ¿A ti no te pasó nada? —añadió, la frente arrugada y los ojos entrecerrados.

Estaba segura de que nunca le había escuchado espetar ni una sola frase con voz tan fingida y helada. Pero supe que eso era lo que trataba de hacer: intimidar a la chica con un par de palabras. Sin embargo, al notar que Nash fruncía el ceño, y que miraba a Cristin con extrañeza, comprendí que de nuevo había subestimado el carácter de Sam. Al parecer, quería hacer partícipe a mi verdugo de lo sucedido.

—¿Cómo? —se interesó el susodicho.

Sam suspiró. Yo no me podía mover. No hice otra cosa que mantener la mirada fija en Cristin. Allí no era la bravucona que solía ser lejos de Nash. Era una criatura débil, de aspecto lastimoso y presencia torpe.

Un gesto de tortura se formó en su rostro. Nash recargó los antebrazos en la mesa, sobre un libro de tapas duras, mirándola.

—Penélope y yo chocamos en la cafetería —musitó ella.

Por la manera en la que lo dijo, daba a pensar que no había sido nada de importancia. Pero a mí todavía me dolía la piel, y la tela que traía puesta lo único que hacía era lastimarme más.

—Era café caliente —sentenció Sam. Su voz, sin un ápice de vacilación, captó mi atención tanto que me vi obligaba a mirarlo con detenimiento. El asombro invadió mi pecho y, al tiempo que lo examinaba desde su perfil, me pregunté si solo se comportaba tan dulce y recatado cuando estaba conmigo—. Por eso te pregunto si tú estás bien, porque Penélope tiene una quemadura en el antebrazo.

—Ya te ha dicho que fue un accidente —aseguré.

Nash, al oírme, parpadeó varias veces y dijo—: Es mejor que haya sido uno. Porque de otro modo aplica como una agresión física, y todos sabemos que son denunciables ante la rectoría.

—Lo mismo dije yo —intervino Sam. Puso la mano en la mesa, y alcanzó la mía como para afianzar lo que acababa de decir—. Sería una lástima que, por malas interpretaciones, tú actuaras...

—A lo mejor te puede parecer un ángel, Samuel —lo interrumpió Cristin. Las miradas tanto de Nash como de Sam, y la mía, la observaron atentamente. Ella no parecía amedrentada y, de repente, su aspecto frágil había mudado por completo en uno poco convencional—. Pero no es más que una mustia jugando a las dos bandas.

Acto seguido, se puso de pie y tras ajustarse la bandolera y agarrar un par de cuadernos que estaban en la mesa, se precipitó hacia el sendero. Levantándose, sin volver la vista atrás, Nash se fue detrás de ella; cargó con el único libro que tenía frente a él y se marchó tan rápido que, al sentir la caricia de Sam aún sobre mi mano, no preví su ausencia.

Fuera de estar enojado o sorprendido, el semblante de Nash había anunciado otra de las muchas cosas indescriptibles en él. Era como si, con ciertas actitudes de la gente en su contra, saliera a relucir una parte de su interior. La que escondía de todos y que mantenía a raya.

—No tenías que hacer eso —le dije a Sam, soltándome de su agarre—. Fuiste grosero.

—No me importa —musitó—. Había que dejarle claro que tu vida no gira en torno de Nash. Hay más personas que se preocupan por ti...

—Sí, Sam —dije. Él se volvió a mirarme. Pasó una pierna a través del asiento para quedar a horcajadas, conmigo sentada entre sus muslos—. Pero no quiero que esto se haga más grande. Fue una estupidez. Listo.

—Pen, tus modales son preciosos —se rio él. Se lo veía genuinamente divertido. Acomodó mi cabello del lado izquierdo, detrás de mi oído e hizo que lo mirara, tomando mi mentón con dos de sus dedos—, pero tienes que defenderte de esas personas.

Entorné la mirada. Él volvió a sonreír, y esta vez se aproximó más de la cuenta; recargó su frente en mi sien, de manera tan íntima que el acercamiento no hubiera podido parecer accidental ni desinteresado de ninguna manera. Entonces, como si fuera la cosa más normal del mundo, depositó un beso en la comisura de mi labio.

Si fuera una chica buena me habría apartado. Habría sabido que esa era otra imprudencia, y que, así como estaba en lo emocional, darle pie iba a ser otra de mis terribles equivocaciones. En cambio, cerré los ojos y recibí el abrazo como si lo necesitara más que nada en la vida.

Su hermana tenía razón; Sam era lento si se trataba de cortejar a alguien. Pero yo sabía que quizás el muro que nos separaba era no solo mi reticencia a entablar una relación para la que no estaba lista.

Con Fred ni siquiera había tenido que plantearme posibilidades, porque todo era directo, al grano y necesario. Incluso el sexo.

—Hay algo de lo que quiero hablarte —susurró Sam. Había recargado mi cabeza en su hombro; no dejó de rodearme con sus brazos, que eran tibios, alentadores y fuertes; ofrecían como refugio un verdadero santuario, así que aproveché el espacio mientras pudiera durar—. Tal vez si sales conmigo de manera más convencional, podamos comentarlo.

—¿Más convencional? —le pregunté.

Por primera vez en el día, quizás en dos semanas, quería echarme a reír a carcajadas. Sam podía ser muy obvio y sutil, pero gran parte de sus ademanes eran encantadores.

Recientemente acababa de mostrarme que, según la situación, podía ser capaz de defenderse.

—Sales conmigo como si fuéramos camaradas, Penélope —musitó. Me erguí, el pulso acelerado. Luego de removerme para poder mirarlo a los ojos, que se veían azules y cálidos, además de penetrantes, él esbozó una sonrisa de pena—. Ya sabes que no me interesa ser tu amigo. Al menos —Aunque podía ser común que me mirara la boca, o que repasara mi rostro, no hizo más que mirarme directamente, traspasando un escudo, y otro, y otro, hasta llegar a la parte inocente que aún me quedaba— no la clase de amigo que no tendría derecho de besarte y algunos privilegios más.

—Te has tomado esos privilegios sin permiso hace tiempo —ironicé.

Trataba de bromear con él, pero mi comentario pareció afectarle de verdad. Aun así, asintió. Después de enarcar una ceja y de hacer una inspiración fuerte de aire, se acercó todavía más, incluso lo suficiente como para que su aliento fresco me golpeara los labios.

—Estoy interesado en ti.

Apenas me rozó los labios, me retraje como para poner un límite. No quería hacerlo, mi interior... mi corazón, él palpitó fuerte, enérgico, alegre.

Mi cerebro estaba muy molesto.

—Y yo en ti —dije, después de recibir otro de sus pequeños besos. Hice uso de todo mi autocontrol y decidí ser sincera con él—. Pero no es el momento.

Varios segundos en silencio después, Sam añadió—: ¿Has escuchado el dicho que asegura que algunas personas son el viaje, y otras el destino?

La violencia que aquello le provocó a mi pecho, opté por mantenerla como un secreto que no le contaría a nadie en la vida. De la misma manera en la Nash me hacía sentir vulnerable, con Sam, con sus palabras y todo lo demás, experimenté lo que se siente cuando alguien te da opción de elegir. 

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