É R I D E [PÓLEMOS #1] | TERM...

Par OlivaRees

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Hace unos 3.300 años, Troya fue el escenario de una de las guerras más famosas de la mitología griega. En ell... Plus

ACLARACIONES IMPORTANTES
É R I D E
El fin
PERSONAJES
PRIMERA PARTE
Prólogo
«¿Cuál de los dioses promovió entre ellos la contienda para que pelearan?»
«El hijo de Zeus y Leto»
«Apolo, el del arco de plata»
«¡Un ejército aqueo tal y tan grande hacer una guerra vana e ineficaz!»
«Una obstinada guerra se ha promovido»
«¡Sol, que todo lo ves y todo lo oyes!»
«¡Miserable Paris, el de hermosa figura, mujeriego, seductor!»
«Entonces comienza una encarnizada lucha entre aqueos y troyanos»
«¿Por qué os abstenéis de pelear y esperáis que otros tomen la ofensiva?»
«¡Eneas, consejero de los troyanos, de broncíneas túnicas!»
«¡Arremeted, troyanos de ánimo altivo, aguijadores de caballos!»
«¡Perezcan todos los de Ilio, sin que sepultura alcancen ni memoria dejen!»
«¡Veneranda Atenea, protectora de la ciudad, divina entre las diosas!»
«¡Tú, prepotente batidor de la tierra, qué palabras proferiste!»
«¡Oh dioses! ¡Qué motivo de pesar tan grande le ha llegado a la tierra aquea!»
«¡Oídme todos para que os manifieste lo que en el pecho mi corazón me dicta!»
«¿Adónde huyes, confundido con la turba y volviendo la espalda como un cobarde?»
«Esta noche se decidirá la ruina o la salvación del ejército»
«Veamos si podremos aplacarlo con agradables presentes y dulces palabras»
«Tranquilízate y no pienses en la muerte»
«Serás tú la primera a quien invocaremos entre las deidades del Olimpo»
«¡Ay de mí! ¿Qué me ocurrirá?»
«Confiemos en las promesas del gran Zeus, que reina sobre mortales e inmortales»
«El mejor agüero es éste: combatir por la patria»
«En mi pecho el corazón siente un deseo más vivo de luchar y combatir»
«¡Ayante lenguaz y fanfarrón! ¿Qué dijiste?»
«¡Así pereciera y una deidad le cubriese de ignominia!»
«¡Sueño, rey de todos los dioses y de todos los hombres!»
«¿Por qué vienes con esa cara de espanto?»
¡Loco, insensato! ¿Quieres perecer?
¿Por qué me profetizas una muerte terrible?
Epílogo

«Te sorprendió la muerte antes de que pudieses evitarla»

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Par OlivaRees

Homero. Ilíada. CANTO XI.


La sensación era extraña. Podría compararse al vacío que sientes justo antes de que el vagón de una montaña rusa se precipite al abismo. Esa emoción contenida en la que parece que el corazón va a salírsete por la boca si la abres más de la cuenta. Sabes que no hay peligro, que vas a llegar al final de recorrido de una sola pieza, pero la anticipación puede contigo, haciendo que se te revuelva un poco el estómago; no hasta el punto de querer vomitar, pero sí invitándote a cerrar los ojos. Y, al igual que ocurre en los fugaces segundos en los que recorres los raíles de la atracción a toda prisa y en caída libre, se acaba.

Abrí los ojos despacio, tratando de evitar que la luz me dañase. No los había mantenido cerrados más de un par de segundos, pero la fuerza con la que había apretado los párpados los había dejado resentidos. A eso debía sumarle el brillo que parecía emitir mi acompañante. Días atrás le había preguntado sobre su don para teletransportarse y la respuesta había sido tan sencilla y obvia que sus palabras continuaban pululando por mi mente.

«—Piensa en la luz —me dijo—. Esta puede colarse por cualquier hueco, por pequeño que sea. Y lo hace a tal velocidad que ni siquiera somos capaces de ver el proceso, sino el final: aquello que ilumina».

Ahora no podía verle de otra manera. Apolo era luz y el resto de nosotros debíamos evitar ser las polillas que trataban de alcanzarla a cualquier precio, incluido la muerte. Me alejé del dios despacio, sintiéndome extrañamente cómoda y protegida entre sus brazos, que rodeaban mi cuerpo para mantenerme pegada a él. Sentía el peso de aquellos ojos ambarinos que tan bien conocía, los cuales me observaban expectantes, ávidos de cualquier reacción.

No había vuelto al laboratorio tras lo ocurrido el día anterior, cuando él y su hermanastra habían corrido a mi auxilio tras una llamada desesperada. Después de la reunión que había tenido lugar en casa de Diane, todos —incluida yo— habíamos creído que continuar yendo al laboratorio era la mejor opción si no queríamos levantar sospechas entre las filas enemigas. Nadie se había molestado aún en tratar de explicarme qué era aquello que habían averiguado la tarde anterior, cuando confesé que yo jamás había iniciado el Proyecto Serapeo, pero decidí obviarlo por el momento.

Por extraño que pareciese, confiaba en ellos. En todos. Si creían que mantenerme al margen de cualquier información que pudiese llegar a comprometer mi seguridad o la de los míos era la mejor opción, no me opondría, por muy inconforme que estuviese. Era lo menos que podía hacer después de la infinidad de problemas que mis acciones, y aquellas que juraba no haber realizado, habían desencadenado.

—Conque este es tu despacho, ¿eh? —comentó el dios con tono casual, observando el espacio con interés—. ¿Puedo ser completamente sincero contigo? —No me molesté en contestar, puesto que sabía que, quisiese o no, compartiría aquello que estuviese rondándole por la cabeza—. Parece la habitación de los trastos de una vieja loca. Lo esperaba más grumoso.

Mi despacho no distaba mucho del resto de salas de MíloPharma. Una mesa de despacho y una silla ergonómica que habían vivido tiempos mejores, y que constituían dos de los elementos más modernos del lugar, coronaban la estancia. Tras ellas había varias estanterías de melamina en las que carpetas de colores vistosos contenían información de aquellos proyectos que se habían venido desarrollando en los últimos años; aquellos que sí eran por todos conocidos y a los cuales les habían dedicado, incluso, algún que otro artículo de prensa. Una papelera de plástico, un perchero negro y un reposapiés desgastado concluían la lista de los elementos allí presentes.

Fruncí el ceño ante su último comentario. No me hicieron falta más de un par de segundos para saber de qué estaba hablando.

Glamuroso —corregí automáticamente. Al parecer, alguien seguía tratando de familiarizarse con la jerga actual. A veces olvidaba que Apolo solo residía en la tierra durante periodos cortos de tiempo, que empleaba para aquellas actividades que él categorizaba como "lúdicas"—. Grumoso es algo que tiene grumos. —El dios detuvo su escrutinio del espacio para mirarme con una mueca de incomprensión—. Ya sabes, como coágulos o algo así. Como sea... —concluí, reacia a continuar aquella estúpida conversación—. De todas maneras, no sé de qué te sorprendes, si ya has estado aquí antes.

—Sí, pero no en tu despacho —replicó. Continuó avanzando por la habitación, inspeccionado aquellas cosas que él consideraba dignas de su atención. Finalmente se detuvo frente a un pequeño grabado enmarcado que había junto a una de las ventanas—. ¿Qué es?

Señaló el único marco que colgaba de una de las paredes, junto al ventanal que permitía el acceso de luz natural. Se trataba del regalo que mis padres me hicieron cuando entré a trabajar en MíloPharma. Podía parecer poca cosa, pero aquel aguafuerte tenía un inmenso valor sentimental para mí. Había decorado el despacho de mi madre durante años, siendo una constante durante toda mi infancia. Observé la imagen que tan bien conocía con atención: el papel hacía años que había comenzado a adquirir un tono amarillento; mientras que la marca del tórculo empezaba a desdibujarse debido a paso del tiempo. A pesar de ello, la representación era clara, de manera que el enramado de líneas sinuosas perfilaba la representación de un puerto marítimo.

—Es el puerto de La Coruña, en España, desde donde zarpó la corbeta María Pita —expliqué al tiempo que me acercaba a él. El dios se hizo a un lado, permitiéndome quedar frente a la obra. Señalé el navío—. Es ese barco de ahí. En él iban los integrantes de la que es considerada la primera expedición sanitaria internacional de la historia: la Real Expedición Filantrópica de la Vacuna, o Expedición Balmis. Recorrieron los territorios del imperio español, trasladando la vacuna de la viruela gracias a la variolización.

Miré el grabado con devoción. Aquello que representaba era el máximo exponente de lo que me había llevado a, como lo hizo el doctor Balmis, enrolarme en aquel viaje sanitario. El deseo de ayudar a los demás, de salvar vidas, era mayor al miedo que me producía todo lo que podría encontrarme durante la travesía, ya fuese humano o divino, que, tarde o temprano, podría llegar a costar mi propia existencia.

Me volví a mirar a Apolo, extrañada por la ausencia de alguno de sus comentarios impertinentes. El dios apartó la mirada al tiempo que se aclaraba la garganta.

—¿Necesitas algo más?

El repentino tono cortante de su voz me sorprendió. Aquella era la primera vez que estábamos a solas desde nuestro encontronazo en el centro de entrenamiento de Ares. El altercado no había pasado a mayores, siendo solo necesario un comentario jocoso del anterior para que todo quedase en el olvido. O, mejor dicho, pasase a segundo plano. Conocía a Diane lo suficiente como para saber que no dejaría pasar el incidente sin interrogarme acerca de lo ocurrido con su hermano. Y lo sabía porque había vivido situaciones similares en el pasado, aunque algo en lo más profundo de sus ojos me hizo sospechar que aquellas situaciones poco tenían que ver con la presente.

—Estaré bien —prometí al tiempo que rodeaba la mesa laminada—. Ya te lo he dicho, todo el mundo está demasiado concentrado en sus cosas como para prestarme más atención de la estrictamente necesaria.

La vuelta al laboratorio tras lo ocurrido el día anterior me había carcomido durante las últimas horas. El problema, según Atenea, era que, si estaban en lo cierto, era muy posible que tuviesen el lugar vigilado y la presencia del dios de las plagas pondría en sobre aviso a nuestros enemigos. Tras un análisis pormenorizado de lo que podía acarrearnos el hecho de aparecer con él y debido el temor latente que persistía en mí, acordamos que lo mejor sería que Apolo nos transportase directamente a mi despacho. Tuve que convencer a este último de que nadie se pararía a pensar en cómo o cuándo había entrado, ya que todos allí conocían mi tendencia a pasar más horas de las estrictamente necesarias en el laboratorio.

Apolo asintió, aún no muy convencido de mi decisión.

—¿Seguro que no quieres que me quede? —Había lo que identifiqué como verdadera preocupación en sus rasgos. Su actitud cambió nuevamente cuando una mueca burlona iluminó su rostro para añadir—: Puedo estar callado un par de minutos si le pongo mucho empeño.

No pude evitar sonreír, aunque sus alteraciones repentinas de humor seguían dejándome realmente desconcertada.

—Seguro. Además, Electra sigue vigilando los alrededores —afirmé. Con un gesto de cabeza señalé el sinfín de trastos que había sobre mi mesa—. Revisaré las muestras que me ha traído Karen y os llamaré en cuanto sepa algo. Estaré bien, de verdad.

Apolo me dedicó un asentimiento quedo, retomando aquel estado de ánimo ácido que le había acompañado durante las últimas semanas, y sencillamente desapareció. Después de conocer su don, me había hecho una infinidad de preguntas acerca de cómo sería: ¿se desvanecería entre una especie de bruma de olor característico? ¿Cruzaría algo similar a un agujero negro? Al parecer había visto demasiadas películas, porque lo ocurrido poco tenía que ver con todo lo anterior. Era mucho más sencillo, de hecho. En un momento estaba y al siguiente no. Así de simple.

Sacudí la cabeza, tratando de eliminar mi estupor ante la falta de magnificencia del acto, e intenté concentrarme en la tarea que tenía por delante. La noche anterior recibí la llamada de Karen, quien seguía conmocionada tras lo ocurrido durante nuestro encuentro en la Sala 4, de manera que, tras asegurarle que no tenía por qué preocuparse por mí, le pedí que dejase varias muestras en mi despacho para analizarlas personalmente. Aún no sabía muy bien qué era lo que estábamos buscando, pero eso no iba a impedirme poner todo mi empeño. Quizás la alteración no era irreversible como pensábamos. A lo mejor aún podíamos conservar la esperanza.

Despejé la mesa para poder colocar sobre ella el microscopio. Obviamente, contábamos con un espacio habilitado para la realización de aquellas tareas, pero, debido a que todo lo ocurrido con la vacuna era un secreto aún, preferí hacerlo en la seguridad de mi despacho. Además, en él guardaba algo muy especial para mí; algo que, de hecho, preferiría no tener. Después de la muerte de Adrien, cuando saqué todas sus pertenencias de su despacho, solo rescaté dos cosas: la pistola que continuaba escondida en una de mis gavetas y el microscopio que estaba utilizando en ese preciso instante. Fue el regalo que le hicimos tras graduarse en la Universidad y que le acompañó hasta su muerte. En alguna ocasión le insistí sobre la necesidad de comprarse uno nuevo, pero él siempre decía que, aunque encontrase uno mejor, no tendría el mismo valor que el que le habíamos regalado nosotros. Podría llegar a decirse que aquel microscopio era una de sus posesiones más preciadas.

Los portaobjetos se sucedían bajo los objetivos, permitiéndome observar organismos diminutos. Decidí que lo mejor sería comenzar a revisar las muestras que se tomaron de manera previa a la administración del fármaco para así conocer de primera mano los cambios acontecidos en las distintas sustancias biológicas. Perdí la cuenta de las horas que pasé revisando el contenido de las distintas placas de Petri que me había traído Karen, comparando los resultados de su observación con los datos que recogían las analíticas de los pacientes.

El sol ya había comenzado a caer en el exterior, haciéndome plenamente consciente del tiempo que llevaba allí encerrada. Me recliné contra el respaldo, apoltronándome, y abrí uno de los cajones de mi cajonera para sacar uno de los botes de pastillas para la concentración que allí guardaba. Era consciente de que, últimamente, había venido abusando de su consumo, pero ya nada me funcionaba para mantenerme despierta y activa. Debía encontrar una solución que nos permitiese deshacer ese embrollo y salvar a todos aquellos que seguían contagiándose a diario, y debía hacerlo cuanto antes. Me froté los ojos con fuerza, conteniendo un bostezo, y alargué el brazo para atraer el microscopio hacia mí, permitiéndome continuar con mi investigación desde mi nueva posición. Al tocar la platina, rocé una superficie rígida desconocida bajo esta que me hizo inclinarme para poder mirar el reverso. Allí, a plena vista desde esa perspectiva, alcancé a observar un pequeño plástico pegado que habría pasado desapercibido para cualquiera que no hubiese mirado a conciencia. Solo fue necesario aplicar un poco de presión para que este cayese sobre la palma de mi mano, donde descubrí qué era.

Tomé la memoria USB, que no era mucho más grande que una falange, entre mis dedos, examinándola. ¿Qué hacía aquello ahí? ¿Era de mi hermano? ¿Cómo no me había percatado de su presencia hasta ese momento? Miles de preguntas se arremolinaron en mi cerebro, que parecía reacio a trabajar lo suficiente como para conocer las respuestas. Necesitaba saber qué contenía aquel aparato, pero la excitación no fue lo bastante fuerte como para remitir el sueño que llevaba ya horas combatiendo. Antes de que Morfeo me acunase entre sus brazos, me recordé mentalmente que debía cambiar de pastillas para la concentración.

No supe cuánto tiempo pasé dormitando, pero sí conocí el verdadero terror al despertar. Lo primero que vieron mis ojos fue sangre. Muchísima sangre. Esta manchaba los documentos que había sobre mi mesa, la superficie metálica del microscopio y el teclado de mi ordenador; se deslizaba, espesa, por mis piernas, hasta machar la goma blanca de mis zapatillas. Busqué, desesperada, la fuente de aquel manantial escarlata que parecía inundarlo todo y lo hallé, permitiendo que un grito ahogado abandonase mis labios.

«No pierdas los nervios».

Mis ojos parecían reacios a abandonar los contornos irregulares que sangraban con cada latido de mi acelerado corazón. Traté de tranquilizarme para evitar que me aumentase la presión arterial y, por consiguiente, el sangrado. No podía avisar a nadie. No podía explicárselo a nadie; ni siquiera podía explicármelo a mí misma. Me levanté todo lo rápido que mis temblorosas piernas me permitieron, encaminándome hacia el armarito blanco que había junto a la puerta. Oteé entre las repisas metálicas en busca de algo que pudiese cortar la hemorragia al tiempo que trataba de ejercer presión sobre la herida. El problema era que aquel botiquín estaba preparado para curar heridas superficiales, no cortes profundos que sangraban a borbotones. Con una gasa y un esparadrapo que pronto se tiñeron de escarlata, conseguí cubrirme los cortes.

El teléfono no llegó a dar ni dos tonos cuando Apolo contestó a mi llamada:

—Confieso que creí que aguantarías menos sin mi agradable compañía —comentó alegremente—. No suele pasarme a menudo, la verdad, pero, oye, no siempre...

—Apolo—interrumpí su verborrea con voz ansiosa—, he tenido un problema...

Sobresaltada, me volví en redondo cuando alguien exclamó a mi espalda:

—¿Qué demonios es todo esto? —El dios miraba la escena con una mueca de horror que, en otras circunstancias, me habría resultado hasta cómica. Esta dio paso al terror más absoluto cuando su vista recayó sobre mi antebrazo vendado. En menos de dos zancadas se encontraba a mi lado, sosteniendo el brazo herido entre sus manos—. ¿Qué ha pasado?

Mi vista danzaba entre la gasa teñida de sangre que cubría la delicada piel y los ojos inquisitivos del dios, los cuales me inspeccionaban con una curiosidad ansiosa. Ante mi falta de respuesta, se agachó hasta quedar a mi altura para acunar mi rostro con ambas manos, instándome a mirarle. Recorrió cada centímetro de mi rostro en busca de cualquier otra herida. El vello se me erizó bajo el contacto de sus dedos cuando me obligó a alzar la cabeza para inspeccionar mi cuello y mis hombros.

»—Sophie, por los rayos de Zeus, ¿qué ha pasado?

«No lo sé», quise decirle. Y era cierto, no lo sabía. No tenía ni idea. De hecho, creí que nunca podría llegar a tener una respuesta para todas aquellas preguntas que me formulaba. ¿Qué había pasado? Estaba revisando las muestras que me había traído Karen cuando descubrí una memoria USB pegada al microscopio de Adrien y después... Después me había dormido. Sí, me había quedado dormida en la silla.

«Y luego había sangre por todas partes».

Miré hacia la mesa, cuya superficie seguía perlada de grandes manchas de color bermellón. El líquido brillante goteaba por el borde, precipitándose al vacío y formando un charco enorme en el suelo. Entre la marea escarlata, alcancé a ver la silueta del USB que debí haber dejado caer mientras dormía. Sentí como alguien me zarandeaba con fuerza, sacándome del trance en el que me encontraba y permitiéndome ver realmente a Apolo. Me miraba frenético, como si el hecho de desconocer qué era lo que había pasado exactamente estuviese llevándole al límite de su paciencia. Motivada por su sacudida, me revolví lo justo como para liberarme de su agarre y poder retirar las gasas que tapaban la causa de mi espanto. Apolo ahogó una maldición cuando la herida quedó al descubierto. En completo silencio miramos los pliegues irregulares en los que se había convertido parte de mi piel. En ese momento pudimos leer con claridad unos números que ambos conocíamos muy bien. Yo misma le había hablado de ellos en una ocasión. Mi número favorito, aquel con el que decidí nombrar el proyecto de la vacuna contra el CHRIS–20; el mismo que se había convertido en una serie de cortes profundos y grotescos en mi dermis:

653023.

¡Hola de nuevo!

¡Aquí dejo el nuevo capítulo de Éride!

¿Qué habrá en el pendrive que ha encontrado Sophie?

¿Quién creéis que es el causante de sus heridas?

Os leo, ¡ya lo sabéis!

Un abrazo enorme.

Oli.
💖💖💖

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