La obra de un artista fugitiv...

By AnnieTokee

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Joshua es señalado por culpa de su origen y vida familiar, mientras Charly se siente asfixiado en la falsa pe... More

Antes de empezar
Primera parte: Comenzó con una cuenta regresiva
Capítulo 1: Aceite de oliva
Capítulo 2: De cinco a diez minutos
Capítulo 3: Arboleda de la soledad
Capítulo 4: Un poco de perfección
Capítulo 5: Obsesión visual
Capítulo 6: Los muñecos de la pizarra
Capítulo 7: El azul es su color favorito
Capítulo 8: Primeras veces
Capítulo 9: De verdad
Capítulo 10: Diferente NO es igual a malo
Capítulo 11: Solo amigos
Capítulo 12: Extranjero inoportuno
Capítulo 13: El momento
Capítulo 14: Vagabundo en la nada
Capítulo 15: Una primera Navidad
Capítulo 16: El poder del amor
Capítulo 17: Hechizado en cuerpo y alma
Capítulo 18: Almas en pena y autopsia alienígena
Capítulo 19: Entre delirios febriles
Capítulo 20: Fugitivo emocional
Capítulo 21: Sorpresas de cumpleaños
Capítulo 22: Los jueces de todos
Capítulo 23: Se supone que es lo justo
Capítulo 24: El primer fugitivo
Segunda parte: Me volví un forastero
Capítulo 26: No tan mal comienzo
Capítulo 27: Bajo el mismo cielo
Capítulo 28: Un esperado regreso a casa
Capítulo 29: No es igual
Capítulo 30: Nadie sabe despedirse
Capítulo 31: Como punto en la nada
Capítulo 32: Black Sunrise
Capítulo 33: Memorias de papel
Capítulo 34: Por un camino infinito
Capítulo 35: Dentro de Mordor
Capítulo 36: No somos emos
Capítulo 37: No digas esa palabra
Capítulo 38: El futuro que nos acecha
Capítulo 39: El cambio puede hacernos bien
Capítulo 40: Bueno, pero no perfecto
Última parte: Aún brilla el mismo sol
Todavía no se vayan

Capítulo 25: Hasta pronto

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By AnnieTokee

Pasé mi último mes en Inglaterra echado en mi cama, mirando el techo y pensando en que pronto esa dejaría de ser mi habitación y que mi casa ya no sería mi hogar. Ni siquiera conservaría mi nacionalidad. Quería llorar, pero no podía, porque daba la impresión de que, si me permitía soltarme, enloquecería en lágrimas y angustiaría aún más a mi pobre madre.

Admito que una de las razones por las que me la pasé encerrado fue para no verla, confrontarla y despedirnos en un asqueroso y conmovedor momento madre e hijo.

Solo salí de casa en contadas ocasiones, cuando mi padre iba para llevarme a las oficinas de la aduana. Como tenía diecisiete años, no debían preguntarme nada, solo había que constar mi presencia y sacarme fotografías para el pasaporte. No sé qué tanto trámite habrá hecho mi padre, lo único que tengo entendido es que acabé con una VISA que me permitiría vivir al igual que cualquiera en el continente americano.

Yo era un autómata que seguía órdenes y nada más; no replicaba, ni alegaba que era injusto lo que querían hacerme. Luego de que Charles me dejó botado en ese motel, la parte más rebelde de mí se secó. Estaba resentido con él y su miedo a enfrentarnos solos al mundo, pero también quería verlo de nuevo, abrazarlo y despedirnos como debimos haberlo hecho esa noche.

Tengo escasos recuerdos de lo que sucedió después de terminar de leer su nota; era como si hubiese estado caminando entre neblina y mi cuerpo se moviera por sí mismo. Llegué al pórtico de mi casa, tiré mi mochila al suelo y luego caí. No sé si me desmayé o no, solo tenía bien cerrados los ojos y la mente puesta en un umbral oscuro.

Reaccioné cuando escuché el grito de mamá y sentí sus manos cálidas y delgadas en mi mejilla. Ella evitó que papá me reclamara, me ayudó a ponerme en pie y, aprovechándose de mi maleabilidad y evidente vahído, me quitó la ropa y me metió en la ducha. Fue como si tuviera seis años de nuevo, porque incluso me puso el pijama y se quedó a mi lado hasta que dormí.

Si alguien sufría con todo esto era ella; y, a un día de mi partida a Connecticut, era imposible no imaginarla llorando en su habitación. Estella había vuelto a ser la chica de dieciocho años que había descubierto que había quedado embarazada de un hombre mayor y casado, la que había visto sus sueños truncados por mi culpa y que había tenido que enfrentarse al reto de ser madre sin apoyo de nadie. Por ese tipo de cosas me odio a mí mismo, porque siempre fui la mayor causa de su sufrimiento.

Harto de ignorar al elefante rosado que habitaba en casa, me dirigí a su cuarto y golpeé su puerta un par de veces. No tenía una puta idea de qué decirle, por lo que me arrepentí de haberlo hecho una vez ella abrió. Para mi sorpresa, mamá no tenía los ojos hinchados y tampoco se encontraba en fachas.

Miré por encima de su hombro y me di cuenta de que tenía montones de papeles sobre su cama, junto con algunos bolígrafos.

—¿Qué haces? —le pregunté al instante.

Ella suspiró, hizo hacia atrás su melena azabache y se retiró de la puerta para dejarme pasar. Sin decirme algo más, se sentó en la orilla de su cama. La seguí, porque no me quedaba otra. Era la primera vez en diecisiete años que no sabía cómo comportarme delante de ella.

—Estoy buscando trabajo. —Estiró sus manos y las colocó sobre las mías.

—¿Por qué?

Mamá entrelazó sus dedos con los míos y bajó la mirada.

—No voy a permitir que te vayas —susurró, pero eso no le quitó la seguridad a su afirmación—; y si no te vas, tu padre ya no nos mantendrá, así que tengo que empezar a ver por los dos.

Abrí los ojos, sorprendido. Retiré mis manos de las suyas y las metí en los bolsillos de mi sudadera. Necesitaba dejarle las cosas en claro y su contacto solo me hacía más endeble.

—Estella, me voy a ir mañana a Connecticut —repliqué.

—¡He dicho que no! —Alzó el rostro, mostrándome cuán cerca estaban sus ojos azules de llenarse de lágrimas—. Me pondré a trabajar, y tú también lo harás. Venderemos algunas cosas...

—Mamá —la interrumpí—, no puedes hacerte esto solo porque me equivoqué.

—Josh, tú no hiciste nada grave; el resto del mundo está mal por tomárselo así. —Tenía las manos en el regazo; aferró los dedos a la tela de su pantalón—. No me puedes dejar sola. —Bajó la cabeza, y su largo suspiro se convirtió en un llanto doloroso.

—Y yo no quiero hacerte trabajar más de lo que ya lo has hecho. —Estiré los brazos y la atraje a mí. No era tan pequeña, pero sí me sentí su protector en ese momento—. Debo irme, mamá.

Se quedó en silencio y negó con la cabeza sin despegarse de mí.

—Solo será un tiempo; estaré de regreso más rápido de lo que te imaginas —le susurré al oído—. Quizá, se le acabe el coraje y me deje volver. Además, pronto serán las vacaciones de verano y, si me comporto, puedo pasarlas aquí. En el peor de los casos, volveré para ir a la universidad, no falta mucho.

—¿Me lo prometes?

Asentí.

En ese entonces, creí que sería capaz de mantener mis palabras. No me juzguen, porque pronto fue como si la vida misma se hubiese empeñado en evitar que regresara y me mantuviera viviendo en Estados Unidos hasta la fecha en la que me encuentro contándoles esto.

Salí de casa con una enorme maleta de llantas y mi mochila en la espalda. Era un lunes, el primer día de la semana, y se suponía que debía levantarme también a las siete para estar listo a las ocho y llegar a tiempo al colegio.

Esa mañana hice lo mismo de siempre, solo que ahora, en lugar de mi bicicleta, me aguardaba un taxi para llevarme al aeropuerto más cercano. Creo que mamá no quiso usar su coche por temor a terminar tan destrozada con mi partida y ser incapaz de conducir.

Yo estaba ansioso, no había podido dormir en toda la noche; estuve soñando con Charles. Me reencontraba con él en un parque enorme. Quería abrazarlo, sostener su rostro y besarlo con intensidad, pero no tardó en desvanecerse.

Odiaba estar desvelado y a la vez con los suficientes nervios como para no poder dejar de mover los dedos y de sudar. Aunque ya me había hecho a la idea de que mi entorno ya no sería el mismo y que me alejaría de Charles, apenas caía en cuenta de que viajaría al otro lado del mundo a pasar al menos un año en un sitio que desconocía.

Tragué saliva, escondí las manos en mis bolsillos y miré a mi alrededor. Mamá estaba metiendo la otra maleta en la cajuela del taxi. Se le notaba la impaciencia; quería que el momento de dejarme volar no llegase, pero también anhelaba que el tiempo pasara con la suficiente celeridad como para tenerme de regreso en un pestañeo.

Di un repaso general a lo que por diecisiete años fue mi hogar: la fachada color hueso, las dos ventanas a cada lado y su techo de teja algo inclinado; nuestro jardín principal tenía hierba seca y nada de flores porque a mamá nunca se le había dado bien cuidarlas.

Pensé en lo mucho que me hubiese gustado verla florecer algo, o ayudarla a hacerlo.

—Deberías plantar jazmines o margaritas. —Me acomodé para ver de frente a mi madre.

Ella se incorporó y me dedicó un gesto de extrañeza.

—Sería lindo que cuando regresara hubiera algunas flores, ¿no crees? —continué, y subí las comisuras de mis labios para remedar una sonrisa.

Su boca empezó a temblar. Quería soltarse a llorar, pero se puso un alto al sacudir la cabeza.

—Vale —resopló—, aunque no prometo nada.

Nos miramos a los ojos y el instante se congeló por algunos segundos. Quería extender ese momento para poder memorizar la fachada principal de mi hogar, pero el claxon del taxi nos sacó a ambos del trance.

Debíamos marcharnos al aeropuerto o si no perdería el vuelo.

Mamá se subió en el asiento del copiloto y yo fui a la cajuela a meter mi otra maleta. Cuando vi el equipaje que llevaba, me pregunté qué tanto había tenido a lo largo de mi vida; parecían muchísimas cosas, cuando por la noche, al comenzar a hacer las valijas, sentí que dejé demasiado. No me detuve más a reflexionar, cerré de tajo el compartimiento y me acomodé en el asiento trasero. Retiré mi mochila, la coloqué en mis muslos y la abracé como si fuese un oso de felpa o la cabeza de un Charles dormido reposando en mis piernas.

Recordé esos días en los que nos fugábamos al bosque durante las horas libres, cuando él descansaba debajo de un árbol y yo lo dibujaba, deteniéndome a admirar cada uno de sus rasgos. Aún tenía —y tengo presentes—, sus sonrisas tímidas al darse cuenta de lo que estaba haciendo, la forma en la que escondía el rostro detrás de sus manos y su dedo corazón levantándose para que dejara de dibujarlo.

Salí de las memorias sobre su persona cuando sentí el movimiento del coche. Mis ojos habían comenzado a escocer, y me mordí el labio inferior con la intención de impedir mostrar cualquier rastro de debilidad.

Miré la manija para abrir el vehículo, y se me pasó por la cabeza abrirla, saltar y después, aun con heridas, correr hacia donde vivía Charles. Le partiría la cara a su intolerante padre e iría a por él, a decirle que lo amaba y que mi existencia sin él no tenía sentido alguno.

—¡Josh! ¡Joshua! —gritó Charles.

Creí que había escuchado su voz en mi cabeza, pero el sonido era en exceso real. Me acomodé para mirar hacia atrás y confirmar que no estaba delirando.

—¡Joshua Beckett!

Abrí los ojos tanto como pude cuando vi a Charles montando en mi bicicleta, yendo a por el taxi que me llevaría al aeropuerto. Usaba una enorme sudadera que acentuaba aún más su figura esbelta, el cabello se le revolvía con la fuerza del viento y se notaba que apenas era capaz de mantenerse a la misma velocidad del taxi.

—¡Joshua! —vociferó otra vez.

Con rapidez, abrí la ventana del vehículo y saqué la cabeza. Mi madre y el conductor sabían lo que estaba haciendo, pero en ese momento solo pensaba en Charles, todo lo demás me importaba una reverenda mierda. Sentí el viento golpear con violencia mi rostro y extendí la mano como si fuera capaz de alcanzar la suya. La distancia que nos separaba iba aumentando, porque él empezaba a cansarse y el taxi pronto entraría en una zona de alta velocidad.

La realidad me golpeó, y las lágrimas comenzaron a brotar de mis ojos, así como las de Charles ya habían salido. Él no había ido a por mí en una hazaña romántica. No, para nada. Eso no era algo que él haría. Lo que había hecho había sido ir a despedirse de mí y humillarse de ese modo, quizá como compensación por la forma en la que me había abandonado en el motel.

Éramos un par de imbéciles, pero por más que el corazón me doliera al tener ese tipo de despedida, agradecí su esfuerzo y también le perdoné lo que hizo. Me confirmé una vez más que los dos estábamos locos el uno por el otro, y me alivió imaginar que lo nuestro tendría la suficiente fuerza como para soportar una distancia así.

Sin embargo, por más sentimentales y cursis que fuesen mis reflexiones, las barreras físicas no tardaron en alejarnos. Charles se cansó de pedalear y frenó en seco, mientras el vehículo que me conduciría a mi destino comenzaba a acelerar para adentrarse en una avenida rápida.

Saqué lo más que pude el cuerpo por la ventana y lo miré; estaba estático, con los ojos hinchados y el rostro enrojecido. Pronto su figura fue volviéndose más y más difusa, hasta desaparecer de mi umbral de visión.

Es terrible confesar esto, pero aquella fue la última ocasión que pude ver a Charly de ese modo. No, me corrijo: no es doloroso, es una injusticia cruel que uno de los recuerdos más recientes que tengo de él sea el de nuestra patética despedida.

Les dejo este dibujo que pedí por comisión para que nos duela más...

El siguiente capítulo será el inicio de la segunda y última parte de la historia.

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