CAPÍTULO 2: La clase

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Miro a mis alumnos de frente.

Cuando he entrado en la clase la mayoría estaban sentados sobre las mesas. Me ha llamado la atención una chica con la falda del uniforme excesivamente corta, quien albergaba a un joven entre los muslos mientras se comían la boca. Poco le ha importado que yo entrara. Como a la mayoría.

Un grupo de tres chicos se llenan de codazos. Mientras, la gran mayoría, wasapea con el móvil. Con seguridad están viendo el último cotilleo que asola los pasillos.

Los alumnos siguen a lo suyo.

Solo unos pocos han ocupado sus asientos. La gran mayoría sigue ajena a mi presencia hasta que cojo la tiza y la deshago contra la pizarra. Un fuerte chirrido que los hace salivar, apretar los dientes y taparse los oídos.

—Buenos días —los saludo. Ya he captado su atención—. Soy Adriana Benaiges, vuestra nueva profesora de Lengua y literatura.

­—Yo a esta sí que le metía la lengua —masculla uno de los chicos sin que pudiera ubicarlo, ganándose las risas de la mayoría.

Alzo las comisuras de mis labios sin dar importancia al comentario. Que sientan lascivia es de lo más lógico. A su edad son hormonas andantes.

Me doy la vuelta, me quito la chaqueta, la coloco sobre la silla y camino hasta la parte delantera de la mesa para dejar caer mi trasero en ella. Apoyo las manos a cada lado de mis caderas, sobre la superficie pulida.

La postura proyecta mi pecho hacia delante y varios de los alumnos miran el punto justo donde se alzan mis pezones.

«Debería haberme dedicado a enseñar anatomía», me rio por dentro.

Varias nueces suben y bajan. Algunos ceños femeninos se fruncen y yo raspo mi labio inferior con la punta de las paletas.

—Veamos... Me han dicho que sois una clase muy especial, me gustaría evaluar cuanto...

—No creo que le dé tiempo, profe, seguro que la semana que viene nos mandan a otra en su puesto —Se carcajea el chico que hace unos minutos le estaba comiendo la boca a la morena.

El resto de la clase lo secunda. Ahí estaba, el gallito del corral, mostrando las plumas y cacareando.

Guapo, muy guapo, con el pelo despeinado y expresión de perdonavidas. No tenía ni idea de que, quien se la estaba perdonando, era yo.

Llevaba la corbata desanudada y la camisa medio abierta. Un hoyito partía su mejilla en dos y aunque no lo sabía, estaba segura que llevaba algún que otro tatuaje en el cuerpo que usaba para afianzar el sentimiento de peligro en los demás.

—¿Nombre? —pregunto sin apartar la mirada de la suya.

—J —contesta a secas.

—Eso no es un nombre, solo una consonante.

—Aquí todos me llaman así.

—¿Por qué te gustan los bailes regionales, o tocarle las castañuelas a las chicas? —Desvío la mirada hacia la morena de la falda corta quien ha apretado los dientes cuando ha escuchado reír al resto de sus compañeros.

Conocía demasiado bien aquel juego y si algo me otorgaba la edad, era experiencia.

Ir a por el líder, demostrar mi supremacía frente al resto, era lo único que controlaba a la manada.

—Me llaman J porque me gusta «joder» —remarca altivo.

—O porque eres un jilipollas —lo apreto.

La ProfesoraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora