019: Juntos

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— Lo lamento, Jacob. Le regresaré cada centavo acordado, pero no puedo seguir con esto — dijo, con voz llorosa—. Están pasando tantas cosas y mi jefe me está presionando y no tengo el ánimo para seguir con este proyecto. Ojalá pueda disculparme.

— ¿Cómo se lo diré al equipo? ¿Quién ocupará su lugar? — preguntó, angustiado.

Amalia Peirce bajó la mirada a la tarjeta donde había escrito el nombre de su posible reemplazo.

— Me tomé el tiempo de investigar por usted — mencionó y recuperando la firmeza en sus palabras, añadió:—. Emanuel Fialik. Hablé con él hace rato, dijo estar disponible y que le encantaría terminar el trabajo.

Hellner permaneció en silencio.

— Le pido que me entienda, Jacob. Todo pasó tan rápido, yo no esperaba que Berlín me trajera tantos problemas.

Problemas que pudo haber evitado si no hubiese tenido tan poca voluntad.

— ¿Puede pasarme su contacto?

— Claro que sí. Una cosa más — tomó un profundo respiro—. Por favor, le ruego que aún no le diga a mis clientes sobre mi salida del proyecto.

Apenas la llamada se dio por terminada, casi inmediatamente entró otra. Soltó un cansado suspiro, no tenía más ánimos de lidiar con Hellner, ni con Baldwin, ni mucho menos con Diana. Alzó el teléfono, pegando con fuerza el auricular a su oreja.

— Pase la llamada, por favor — dijo sin entusiasmo.

— Perdón por haberme ido anoche sin avisar — era Till.

A Peirce se le hizo un nudo en la garganta. Temía soltar todo de una vez, pero él la sacó de sus pensamientos al preguntar:

— ¿Cómo te sientes?

— Quiero verte.

— Ahora no puedo, estoy en ensayo, pero más tarde tendremos una pequeña presentación en un centro nocturno.

— Nos vemos ahí. ¿Cuál es la dirección?

° ° °

Till Lindemann dirigió la mirada hacia la muchedumbre que abarcaba casi por completo el pequeño centro. El calor era insoportable, la audiencia gritaba y se movía eufórica, la música no se detenía, él no dejaba de cantar. Entre los desconocidos, halló a Amalia Peirce. Se arrodilló en reverencia a ella, cruzando las manos sobre el pecho, sin poder quitarle los ojos de encima. La encontró especialmente bella esa noche.

Los minutos le comenzaron a parecer eternos, las canciones cada vez más largas. No podía esperar a bajar del escenario.

Llegó la última canción del set-list. Lindemann dio lo mejor de sí, cantó como nunca lo había hecho y cuando las luces se apagaron, bajó de la tarima dando un salto, ignorando su alrededor en su búsqueda de la mujer que amaba. Entonces ella le sonrió invitadora, retrocediendo cada vez más. Till alargó una mano hacia Peirce, alcanzando su rostro. Y se inclinó hacia ella y la besó con dulzura. Su boca sabía a alcohol. El suave contacto de sus bocas se tornó ansioso. Tenía la cara ardiendo. Hacía demasiado calor.

— Amalia... — él pronunció su nombre tan bajo que fue  inaudible.

— Te amo — declaró ella.

Se miraron a los ojos, fundiéndose en otro apasionado beso.

No tardaron en abandonar el lugar. La frescura de la noche no era capaz de disminuir la temperatura entre sus cuerpos. Él la necesitaba, ansiaba poseerla como nunca. Quería disfrutar de aquel cuerpo como si fuera la primera vez y Till no sabía qué hacer. Giró el picaporte, dejando que Amalia entrase primero. Miró el abrigo de ella caer sobre una silla, y como le sacaba a él cuidadosamente la chaqueta.

Till ni siquiera encendió las luces, pensando en lo mucho que prefería que la oscuridad ocultara sus cuerpos. Pero la luna, que se filtraba a través de las ventanas, daba una relativa claridad al departamento.

— Desvístete — ordenó él.

Amalia usaba un corto y ceñido vestido negro que encajaba perfectamente en su ser. Se preguntó si lo habría comprado únicamente para ir a verle.

— Desvísteme — replicó Peirce, dando la media vuelta.

Till tocó la desnuda y sedosa piel de la espalda alta de la mujer. Sin cuidado, bajó la cremallera de la prenda, ésta se atascó, pero no tuvo problema para desgarrar la tela. Lentamente, con sumo cuidado, puso una mano en el hombro de ella, para que se volviera hacia él. Amalia se volvió despacio para echarse a sus brazos. Till la abrazó fuertemente.

Sus manos se deslizaron desde su cintura hasta su cuello. Apretando suavemente su garganta. La presión entre sus labios, impidió que ella soltase una exclamación cuando él le arrancó el vestido. Sus manos nuevamente comenzaron a apretar la piel, los pechos al descubierto, el trasero.

— ¿Dijiste que me amabas?

Amalia se fijó en sus ojos, captando el hermoso brillo en ellos. Asintió, lentamente.

— Te amo, te amo, te amo... — contestó, con vehemencia.

Comenzaron a comerse las bocas, no, a devorarse, como nunca lo habían hecho antes. Till la sujetó del cabello para alejarla, guiándola al dormitorio, presos de una desesperación que les calaba hasta los huesos.

La empujó a la cama, sacándole los zapatos y acercó el rostro a una de las piernas de la mujer, ascendiendo con pequeños besos. Con ambas manos le alzó las caderas a la altura de su boca, pero ella le tomó el rostro, guiando nuevamente la atención a sus labios.

Desesperadamente, le despojó de la camisa, llevó sus dedos hacia la hebilla del cinto, desabrochándolo. « Quítatelo, quítatelo » murmuraba Amalia con convicción. Su tacto le quemaba, sus labios al besarse ardían. Gimió cuando él metió una mano entre sus pantaletas, haciéndole perder la noción con el movimiento de sus dedos, después terminó por desnudarla. Tiritó contra su cuerpo hasta que él se levantó y se desvistió.

Peirce tenía las mejillas rojas, los labios hinchados y el cabello alborotado. Anhelaba tenerlo entre sus piernas, sentirlo. Pareció una eternidad el admirarlo mientras se quitaba la ropa. Él miró como ella separaba un poco más los labios, haciendo que sus ojos se hicieran más soñadores y tensó el cuerpo cuando él se colocó delicadamente sobre ella.

Amalia Peirce tembló de placer al sentirlo entrar. Till apretó esos  senos que encajaban a la perfección entre sus manos. Acarició su clavícula, luego su largo cuello hasta la barbilla y la boca. Sintió los carnosos labios de Peirce atrapar sus dedos medio y anular, comenzando a chuparlos. Ésta cerró los ojos, pero el hubiese querido ver su mirada encendida. El eco de sus voces resonó por toda la habitación. Ella le clavó las uñas en la espalda, gimiendo al compás de sus embestidas.

Se hicieron el amor una y otra vez. Permaneciendo en el apartamento, juntos y completamente desnudos, toda la noche. Al principio, Amalia se sintió avergonzada de sus propios excesos, pero ese sentimiento desapareció cuando se dio cuenta de que aquello fue diferente a las demás veces en las que compartieron cama. Fue muy feliz durante ese poco tiempo juntos.

BERLÍN EN EL 95 [ Till Lindemann ] Where stories live. Discover now