011: Más Tiempo

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Amalia Peirce estaba sentada en la habitación número 100 del Charlottenburg Hotel. Quería que golpearan la puerta y que al abrir, tras ella se encuentre Till Lindemann.

La televisión encendida le mostraba a un juez, un hombre de formidable aspecto físico que se echó para arriba las mangas de la toga. Su cara era fría, pero había algo de falso en él, sin embargo, no podía saber qué. Cambió de canal. Un desfile de modas, las hermosas mujeres caminaban usando ropa excesivamente cara y sus ojos feroces la miraban a ella. Apagó el televisor.

Tenía las mejillas enrojecidas, los ojos hinchados porque no podía parar de llorar. Conocía a Noel y sabía que cuando éste se enojaba se le llenaba la lengua de veneno. No era la primera vez que le decía eso. Se lo merecía gracias a todo lo que había hecho en esos días, el rostro de Amalia Peirce luchaba por no dejar traslucir en absoluto la decepción y la inmensa culpa que le atormentaban. Una joven y atractiva mujer que, por aburrimiento le había sido infiel a su pareja con cinco años de relación. ¡Se lo merecía, claro que sí!

Imaginaba a Noel, olvidándose rápidamente del problema porque, seguramente, estaba hasta el cuello de trabajo.

Se enjugó los ojos con delicadeza, el dolor en la parte derecha de su rostro comenzó a manifestarse de nuevo, pero no quiso tomar los medicamentos.

Tocaron la puerta.

Entonces, ella se apresuró a abrir. No dio propina al mozo, es más, ni siquiera le dio las gracias. Se arrojó a los brazos de Till, apoyando la barbilla sobre su hombro y arrugando la tela del abrigo entre sus dedos. Percibió aquel olor a cigarros y el perfume de su cuerpo.

Durante todos esos años de estancia en América, Peirce había atribuido a sus talentos al éxito que tenía en su carrera. Y le había ido muy bien desde el principio. Ahora, reconocía que su apariencia tenía mucho qué ver, pero jamás se le insinuaron de tal manera, jamás se mofaron de ella por su físico, siempre halagaron sus trabajos, por algo una marca tan grande le había fichado, qué importaba la cara bonita, la mayoría de sus trabajadores la tenían. Hervía de odio, de odio a sí misma, era una horrible persona.

- Me he puesto en ridículo.

Calló unos instantes, apartándose de él. Esbozó una pequeña sonrisa y luego, con voz firme, añadió:

- Lamento hacerte perder el tiempo, Till. Estoy así por lo mismo. Es una tontería.

- Me sorprende verte llorando- cerró la puerta tras de sí-. Incluso así...

La encontraba tan bella a pesar del golpe, con su cara angelical, sus tan comunes ojos café y su frágil cuerpo. Miles de personas de todo el mundo la verían en aquella revista, la admirarían y envidiarían al hombre que tenía su corazón. Pero Till estaba feliz porque él también la tenía, al menos por unos pocos días. Y sí, esperaba que necesitara una cirugía y se quedara con él por más tiempo.

- Te quedaste con mi revista - mencionó Amalia sacando el tomo del bolsillo del abrigo. Dio la media vuelta, incapaz de lidiar con un momento así. No quería que él comenzara a verla diferente.

Hojeó la publicación del mes, deteniéndose en el artículo de cinco páginas que Noel le había dedicado.

« ¿Cómo se enamoró de ella?
Desde el momento en que la vi, me enamoré. No hay más que decir, es cliché, pero es verdad. Me enamoré de su cara, de su cuerpo, pero, sobre todo de su personalidad. Es mi inspiración, es mi todo. »

Arrancó la hoja y la arrugó, no iba a leer más de esa mierda.

Till se encendió un cigarro para acompañar la escena.

- ¿Es el golpe, el arrepentimiento o ambos? - preguntó.

- No me gusta verme con el ojo morado - contestó, soltando una nerviosa risita.

- En un tiempo sanará y seguirás viéndote igual de bien - le dedicó una pequeña sonrisa-. Quizá más interesante.

- Quizá... - dijo Amalia, volviéndose hacia la portada. No reconocía a la mujer en aquel sofá-. No imagino qué estaría haciendo ahora si no me hubieras buscado desde el primer día.

- Ni yo.

Bajó la mirada hacia las bolas de papel sobre la alfombra. Seguramente, Kruspe se hubiera metido entre sus piernas, el muy imbécil, pensó Lindemann.

La mano de Peirce descansaba sobre uno de los muslos de Till. Lo encontraba increíblemente guapo. Aquel sentimiento que le invadía y le hacía pasarlo mal poco a poco comenzó a convertirse en otra cosa. Till contempló sus seductores labios, se acercó y los besó. No esperaba respuesta de ella. Simplemente lo hizo.

Sentir sus labios sobre los suyos no fue algo nuevo, pero lo que le provocó sí. No era desesperado ni brusco como las demás veces. Correspondió mientras rodeaba su cuello con los brazos.

Till le acunó el rostro entre las manos, sintiendo la suavidad y el calor de sus mejillas. Comenzó a profundizar el beso. Cada vez lo hacía con más pasión. Cuando ella lo permitió dio entrada a su lengua y empezó a recorrer su boca. Les faltaba el aire, pero no querían separarse.

Finalmente, Peirce rompió aquel contacto. Sin hacer comentario alguno, le dio un último, casto y rápido beso.

- Perdón por hacerte venir por nada - se excusó-. Ha sido un día de mierda.

- Señorita Peirce, no tiene por qué disculparse.

Una vez más, se dirigió a su boca, fundiéndose en otro apasionado beso. Le apretó los muslos, sintiendo el calor a través de la mezclilla. Ella, ignorando el punzante dolor, hundió el rostro en el cuello de él, pero Till la apartó. Bajó una mano hacia la cintura del pantalón, yendo por debajo de la tela de algodón.

Ya era tarde cuando Lindemann abandonó el hotel, decidió dejarla descansar. No habían hecho nada más que besarse y tocarse.

Bajó al vestíbulo, dio las buenas noches al recepcionista de turno y salió del edificio. Se llevó un cigarrillo a la boca. Tenía el aroma de Peirce impregnado, también una de las páginas que arrojó al suelo.

Quería que Amalia de verdad necesitase esa cirugía, quería que estuviera más tiempo en Berlín.

BERLÍN EN EL 95 [ Till Lindemann ] Where stories live. Discover now