014: Aquella Mujer

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Sus ojos adoptaron una expresión invitadora, y al andar se movía tan sensualmente como le era posible, mientras que su boca, ligeramente entreabierta, era la imagen de la pasión misma. Pero algo le decía a Kruspe que todo era comedia. Amalia Peirce adoptaba la expresión que adoptaban todas las que querían llevarlo a la cama. Dedicó a la mujer una sonrisa. Sin apresurar el paso, contempló su andar, las piernas que sobresalían entre la negra tela al tiempo que le preguntaba:

— ¿Piensa en su prometido?

Peirce le miró, separó más los labios y tensó el cuerpo. Richard Z. Kruspe tuvo que reconocer que era, entre todas las mujeres, la que mejor se sabía ese papel "estelar" de la comedia.

— Dije que en alguien muy importante — se encogió de hombros—. Podría ser.

Esas dos noches tras salir del hospital había soñado con Till, pero los sueños no eran los de una colegiala. El origen de su desolación no era solo el hecho de haber descubierto que su «compañero de vida» le estaba viendo la cara, sino que había desperdiciado tanto tiempo lamentándose por él y sintiéndose como la peor persona del mundo al serle infiel con el desconocido vocalista de una banda emergente. No era justificación, lo que hizo estuvo mal, pero Noel Wembley llevaba haciéndolo desde hacía mucho tiempo, quién sabe, quizá Amalia Peirce fue la manzana de la discordia en otra relación.

No. Amalia Peirce echaba de menos a Till Lindemann porque había sido el único hombre con el que gozó plenamente del acto sexual. Y, si fuera más joven y tonta, pensaría que él es el hombre de su vida. Pero, ¿por qué se engañaba de esa manera? Si eso ya lo sentía.

— ¿Conozco a la persona en la que piensa? — inquirió Richard.

— Que entrometido es usted — replicó Peirce, burlonamente.

Él le tendió la mano. Pensó durante unos segundos si debía aceptarla o no, pero cuando lo hizo, a Amalia le sorprendió cuánto le excitaba el contacto de la mano de Richard Kruspe. Disimuló su emoción, con éxito.

Richard resolvería el misterio, esa misma noche sabría por qué Amalia Peirce hizo caso omiso a las reglas impuestas por los doctores, esa noche sabría qué tanto le atormentaba.

° ° °

Los días que procedieron a la última vez que se vio con Peirce fueron un tormento. Su pasión era de lo más elemental y en ella nada tenía qué ver el sentimentalismo o la cursilería. Till era incapaz de pensar en su vida antes de conocer a esa mujer en aquella cafetería. Aquella amable sonrisa que poco a poco, mientras más la conocía, se iba desvaneciendo. Después de besarla, un sabor perfecto abandonaba su boca. Sentía que, sin saberlo, todo ese tiempo estuviese esperando por ella.

Cuando Amalia Peirce le llamaba y le ordenaba que fuera, Till Lindemann se sentía como el hombre más afortunado de Berlín. Disfrutaba de verla dormir y no se marchaba hasta bien entrada la noche. El hotel era lujoso, más de lo que él mismo podría pagar, pero cuando entraba al cuarto de hotel, Peirce se echaba en sus brazos. Ambos eran brutalmente directos. Durante el primer beso apretaban los cuerpos con todas sus fuerzas y luego, se dejaban caer sobre la cama.

A veces, cuando Till se le quedaba contemplando, ella prácticamente ni siquiera se enteraba o fingía no hacerlo.

Dio una profunda calada al cigarrillo, sin dejar de vista el arrugado artículo de la revista donde Amalia Peirce posaba despreocupadamente. Con cinta pegó los bordes del cuadro de papel en la pared de la entrada.

Debió insistir, debió de plantearle cara al pendejo ese de su prometido.

° ° °

Tras ir por algo para tomar, Richard la encontró desvanecida en el pequeño pasillo que daba desde la cocina hasta la pequeña sala de estar. Tomó el abrigo negro que ella había arrojado en el viejo sofá y se lo puso encima. Se sentó al lado de ella, apoyando la cabeza de Peirce en su regazo.

Cuando Amalia abrió los ojos, sintió las cálidas manos de Kruspe sobre sus hombros. Ella sintió tentaciones de marcharse. Y lo hubiera hecho, si tuviera donde quedarse y ropa adecuada.

Christoph Schneider llevaba unos pantalones flojos y una playera negra. Estaba de pie, con la espalda contra la puerta, mientras bebía de una taza.

— Oh. Es usted, señorita Peirce — dijo en voz baja y se le dibujó una suave sonrisa—. No logré reconocerla desde un principio. Pensé que estaría reposando.

— Lamento que tenga que verme así, señor Schneider — replicó ella.

— A decir verdad, me sorprende verla así con Richard — apuntó a Kruspe que seguía durmiendo con la cabeza apoyada contra la pared—. Yo la imaginaba con alguien más de nosotros.

— ¿De qué habla?

A Peirce se le iluminaron los ojos.

— No actúe como si no lo supiera. Todos lo hemos notado, el primero en hacerlo fue él — apuntó una vez más a Richard Kruspe.

— Fue un error...

— ¿Tanto se arrepiente?


BERLÍN EN EL 95 [ Till Lindemann ] Onde histórias criam vida. Descubra agora