016: Declaraciones

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Till Lindemann se le quedó mirando. Amalia le dirigió una suave sonrisa y una fugaz mirada, antes de bajar los ojos e irse al interior del establecimiento. Cuando abandonó el departamento de Noel, no se había llevado nada consigo además de los documentos, el dinero, los zapatos, el abrigo y el vestido. No tardó mucho en elegir la ropa, ni tampoco en pagar. Entró al vestidor, sacándose aquel incómodo vestido que dejaba la mayoría de su piel al aire. Debido a esto, las demás mujeres que se encontraban en la tienda se le quedaron viendo.

Deslizó la camiseta negra, cubriendo su desnudo pecho, se subió unos pantalones del mismo color y lo amoldó a su cuerpo con un cinturón.

En la privacidad de aquel pequeño cubículo, Amalia recordó a Noel Wembley, recordó su sonrisa, su cuerpo, y sintió una especie de remordimiento por haberle dejado sin una sola palabra de despedida. Sin embargo, no se sentía turbada por haberle destruido el espejo del baño, ni por haberle arruinado las prendas de su closet, mucho menos por haberle robado el costosísimo vestido de su amante.

Entonces, golpearon suavemente la puertecita.

— Es un minuto salgo — mencionó, mientras se colocaba las botas.

No esperaron a golpear una segunda vez.

— Permítame un minuto, por favor — dijo, ya irritada.

Tocaron una tercera vez.

Maldijo por lo bajo y deslizó el pestillo. Apenas abrió, Till entró sin siquiera preguntar. Azotaron la puerta, sin percatarse de las personas alrededor del local.

— ¿Qué haces? ¿Cómo hiciste para que nadie te viera? — susurró, entre el apasionado beso que él le plantó en los labios.

Las manos de Till le aprisionaron las caderas, acercándola más a sí. Lo que por ella sentía era, más que deseo, unas ansias locas de posesión.

— ¿No te da curiosidad? — preguntó él, poniéndose de rodillas.

— Nos van a escuchar — replicó Peirce, con una expresión divertida—. Ya no somos unos adolescentes.

Le ordenó que le quitara las manos de encima y, obedientemente, él lo hizo. Cuando se iba a poner en pie, ella no se lo permitió, sino que pegó la espalda a la puerta.

Till le miró con complicidad, mientras le aflojaba el cinto y bajaba la bragueta del pantalón, deslizando la prenda hacia abajo.

Ella se miró al espejo, sintiéndose como hacía dos días atrás, antes de hacer añicos el cristal. Cerró los ojos y dejó escapar un suspiro. Till le apretaba las piernas con tanta fuerza, impidiéndole temblar.

En aquel momento, reprimiendo un grito, sintió el retumbar de la madera. Llamaban a la puerta. Rápidamente se apartaron, Peirce se subió el pantalón y esperó a que él se pusiera en pie.

La empleada les miró, juiciosa, pero ellos salieron a toda prisa, ignorando sus preguntas. Abandonaron la tienda, sin siquiera mirar atrás.

Hasta que ya estuvieron lejos, se detuvieron, recuperando el aliento. Amalia se dio cuenta que se estaban tomando de la mano, mas no la apartó. Se miraron el uno al otro antes de desatarse en risas.

— Dijo que iba llamar a la policía— exclamó Lindemann.

— ¿Te imaginas? Arrestado por hacerle sexo oral a su... — cerró la boca, pensando bien lo que iba a decir—. Amiga.

— Amiga Peirce — asintió.

Ambos se dieron un corto y casto beso en los labios.

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BERLÍN EN EL 95 [ Till Lindemann ] Where stories live. Discover now