009: El Golpe y La Revista

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Dejó caer el teléfono al suelo.

No había palabras para describir lo culpable que se sentía. Jamás había experimentado tal mezcla de emociones. Antes de adentrarse en el mundo de la moda y el arte de Nueva York, alguien le advirtió que tarde o temprano se corrompería y se volvería uno de ellos. Ahí, entre tanta gente talentosa, bella e interesante no cabía la fidelidad, quizá el amor, pero no la fidelidad.

Una parte de ella sufría, otra no quería que eso terminase.

- Amalia - le habló Till -. ¿Quieres que me detenga?

Ella asintió, conteniendo las lágrimas. Estaba tan confundida. Le resultaba increíble el cómo el ánimo de una persona podía cambiar en cuestión de segundos. Se sentía como una adolescente; estúpida e indecisa.

Con gentileza, Lindemann le desató los tobillos.

- ¿Por qué hacer eso? - Peirce se cubrió con el edredón -. Primero la foto, luego la llamada, ¿qué carajos pasa contigo?

- Yo te lo dije, si tan culpable te sientes, simplemente renuncia a esto - dijo él, con tranquilidad -. Y claro que no lo harás, ¿sabes por qué? Porque te gusta.

Peirce no dijo nada.

Amaba a Wembley, sí, de verdad que lo hacía. Él era nueve años mayor que ella, había pasado por dos matrimonios y con Peirce decidieron mantener las cosas "casuales" hasta que en épocas navideñas él le presentó a su familia, a sus tres hijos y semanas después le pidió matrimonio. Tenían un buen tiempo comprometidos, pero estaban tan interesados en sus trabajos que poca importancia le tomaron a los preparativos. No se dio cuenta en qué momento las cosas tomaron un rumbo tan... Aburrido. Quizá cuando ambos empezaron a tratarse más como colegas que como pareja.

Till se puso el cinturón y se levantó.

- ¿Ya te vas? - Amalia alzó la mirada.

- ¿Quieres que me vaya?

Tan poco tiempo conociéndose, tan poco tiempo tratándose y Peirce no quería que Till se alejara.

- No... - susurró ella.

° ° °

Peirce dio una calada a su cigarrillo. Las luces estaban apagadas, pero las que provenían de la ciudad todavía iluminaban el cuarto. Podía apreciar los azules ojos de Till, las cicatrices en su rostro, su cuerpo. El mentón de él descansaba sobre su hombro desnudo, Amalia sentía la respiración chocar contra su cuello.

Dejó la colilla sobre el cenicero. Aún desnuda, bajo las cobijas, Peirce sentía que se estaba quemando. Tenía que levantarse temprano para ir a trabajar, fingir que no se llevaba muy bien con Lindemann y lamentarse por sus errores.

- ¿Qué harás cuando regreses a América?

Le preguntó Till, somnoliento.

- Debo hablar con Noel.

- ¿Ahora?

- Le dejé colgado.

Él soltó un suspiro.

- ¿No vas a responder a la pregunta?

- Trabajar.

Incluso a las fiestas que asistía, las actividades sociales, todo, era trabajo. Debía quedar siempre bien para ser contratada, vender fotografías de sus amistades reconocidas, conversar con los de publicidad.

BERLÍN EN EL 95 [ Till Lindemann ] Where stories live. Discover now