017: Wembley

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Tenía ambas mejillas inflamadas, y mucho más el labio inferior. Frío sudor bajó por su frente, le faltaba el aliento, sentía que le aprisionaban la garganta con fuerza. Amalia Peirce perdía el control de su propio cuerpo. Entró a un pequeño negocio y chocó contra una mujer que no tardó en sostenerle junto a otro joven.

Le hacían preguntas, pero ella no entendía ni una sola palabra.

— Me estoy muriendo — susurró.

Su pecho bajaba y subía excesivamente rápido, provocándole la sensación de ahogo.

— ¿Qué siente? — preguntó uno de ellos.

— Que me muero — contestó, con voz llorosa.

° ° °

Till Lindemann estuvo fumando hasta que llegó el momento de subir al escenario. Dio una bocanada de aire, alzando la mirada hacia la audiencia. El corazón le latió con fuerza al escuchar el conteo de Schneider. Amalia Peirce ocupaba su mente, no podía sacársela de la cabeza, no la encontraba por ningún lado entre aquel mar de gente que se retorcía eufórica. Ella no iba a llegar.

Tomó el micrófono, tragándose los nervios. Comenzó a sacudir la cabeza al compás de la música, golpeando su rodilla derecha con el puño.

° ° °

— Todo está bien, no se preocupe — le susurró esa misma mujer, mientras le envolvía en sus brazos, sosteniéndole la frente —. ¿Ingirió alguna droga? ¿Es alérgica a algo?

Amalia negó con la cabeza, intentando escapar. Estaba en peligro, su trabajo estaba en peligro, todo lo que había hecho por su carrera, por sí misma, estaba a punto de desaparecer. Tiritaba a pesar de que le acechaba un intenso calor.

« Tengo que irme, quiero irme. Déjeme, por favor » murmuraba, pero en su voz no había convicción.

— Está a salvo aquí, escúcheme, señorita — le puso la mano en el pecho, sintiendo las palpitaciones—. Trate de regular su respiración, por favor. No quiero que se desmaye, haga lo que le digo.

— ¡No puedo! ¡Déjeme, zorra maldita!

Sacudió las piernas violentamente, pero no le liberaron. Era víctima de un miedo intenso, algo que desde hacía mucho tiempo no había experimentado. Sabía qué era lo que le atormentaba, pero su cuerpo no quería obedecer.

Pasaron los minutos, aquel calvario parecía eterno y de pronto, el terror desapareció. Tomó una profunda bocanada de aire, recupendo el control.

— ¿Ya?

Lentamente la soltaron. Aquella extraña le limpió las lágrimas y le ayudó a ponerse en pie. Peirce asintió, avergonzada.

— Lo lamento, yo... — recibió una botella de agua fría y entonces añadió:—. Tengo que irme — dijo Amalia, con la voz velada por la angustia.

— ¿Quién te hizo eso en la cara?

Noel Wembley le plantó un puñetazo en el estómago y amenazó con facturarle la otra mejilla si no le regresaba el dinero que, él voluntariamente gastó en ella.

BERLÍN EN EL 95 [ Till Lindemann ] Where stories live. Discover now