005: Berlín

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Lindemann limpió la empañadura del espejo, encontrándose con su reflejo.

Dos días atrás conoció a aquella mujer y en ese poco tiempo descubrió que estaba obsesionado con la imagen de Amalia Peirce de pie, con las gafas puestas y los ondulados cabellos cayéndole sobre los hombros. Entendía que era una simple apetencia sexual, pero no dejaba de fantasear con esa sensual boca.

° ° °

La cálida agua cayó sobre su cuerpo, haciéndole estremecer. Peirce se llevó las manos hacia el cuello, anhelando lo que pasó horas atrás. Cerró los ojos, imaginándole, deseando su tacto sobre la desnudez de su piel, la respiración chocando contra su cuello, el sudor bajando por la espalda.

Señorita Peirce, ¿por qué juega de esta manera?

Desafortunadamente, en medio de aquella fantasía, Noel Wembley regresó a la mente de Amalia.

Abrió los ojos, la interrupción mental la dejó helada bajo la regadera.

Al cabo de cinco minutos abandonó la ducha, dispuesta a hablar con Wembley. Levantó el auricular con decisión, marcó el número con decisión y se tragó el inexplicable miedo que sentía.

Primer tono, segundo tono, tercer tono...

Comprendía que entre Till y ella no había más que mera atracción sexual, sin emociones de por medio. Se encontraba en un país extraño, sin familiares, sin amigos y sin su prometido, nadie se daría cuenta; sería un secreto de ellos dos. Después de todo, Noel no contestó, ya no había lugar para el arrepentimiento. Permanecería unas semanas más en Berlín, lo olvidaría rápido.

Entonces, tomó el bolso que estaba sobre la cama y con desesperación buscó el número de Gerald Fischer. Las manos le temblaban, entorpeciendo su búsqueda hasta que encontró la tarjeta. Llamó.

— Fischer.

— Señorita Peirce, ¿en qué le puedo ayudar?

— Necesito el número de... — si decía el nombre de Till, sería demasiado obvia. Ya era muy noche—. El número de sus clientes, por favor.

— ¿Pasó algo?

— Problemas creativos.

Se mordió el labio, reprimiendo una maldición. Parecía que Fischer hablaba lento a propósito, Peirce ni siquiera podía escribir de manera legible, cuando le dio el último número, ella le colgó estrepitosamente.

Se sentó sobre la orilla de la cama, con la toalla apenas cubriéndole. Introdujo la llamada y sintió un vuelco en el corazón.

Hallo?

Tomó aire, reprimiendo los nervios.

— Señor Lindemann...

— Señorita Peirce, ¿a qué se debe su llamada?

Hubo un largo silencio.

— ¿Señorita Peirce?

— Necesito verle.

— ¿Hay algún problema con las secuencias? Alguno de mis amigos podría ayudarle, mire, la idea del vídeo es más de Richard que mía.

Lo escuchó reír.

— Se trata de ti, Till.

— ¿Quiere que vaya a buscarla a su hotel?

— Sí, en una hora.

Terminó la llamada. No había vuelta atrás.

° ° °

Se vistió con la misma ropa de la noche anterior y esperó impaciente. Las piernas no dejaban de temblarle, tampoco las manos. Caminaba de un lado al otro entre esas cuatro paredes, mirando el reloj de manera compulsiva.

Apenas dieron las diez y Amalia Peirce salió a toda prisa de la habitación. Su alrededor parecía ir en cámara lenta. Las puertas del ascensor se abrieron, dejándola cara a cara con un botones, se deslizó entre el pequeño espacio y chocó contra el equipaje, pero poco le importó. Pasó la mirada por la recepción, después salió del edificio.

— Amalia.

Ella dio media vuelta, quedando a pocos pasos de Till Lindemann. Intercambiaron miradas. Notó un brillo característico en los ojos de él, un brillo que indicaba cuando un hombre ardía en deseo.

— Acompáñame arriba — ordenó Amalia.

° ° °

Peirce retrocedió de repente, y a Till le sorprendió verle temblar. Sin pensarlo ni un momento, adelantó las manos y la atrajo hacia sí. La inicial ternura fue la chispa que encendió una pasión animal alimentada por la aburrida monotonía de una relación a distancia.

Desde el primer momento, Lindemann perdió la conciencia de sí mismo. Se besaban con desesperación y entonces Peirce le sujetó del cabello con tanta fuerza que debió doler. El cuerpo de la mujer ardía con un calor que le calaba hasta los huesos. Después, ambos fueron hacia la cama, perdidos en el calor y la excitación del momento.

Él llevó los labios hasta el abdomen de ella, besándolo y recorriéndolo hasta llegar a la cintura del pantalón. Lo desabotonó, bajó la bragueta y lo deslizó hacia la altura de las rodillas.

Peirce dejó escapar un suspiro, olvidando por completo a Noel, el trabajo y la estúpida relación de "respeto" que debía mantener con el cliente. Estiró las manos, tomando a Till del cabello, él le sujetó las piernas, clavándole los dedos en los muslos. Enfocó la mirada a él, como si no pudiese creer el placer que aquel otro cuerpo le podía brindar. Su respiración se aceleró al sentir que le bajaba las pantaletas.

— Detente — exclamó Peirce.

Till alzó la mirada, confundido.

— ¿No es esto lo que quieres? —preguntó.

Asintió y dijo:

— Pero primero sácate la camisa.

° ° °

Till despertó en medio de la madrugada. Las luces de la ciudad lograban iluminar la habitación, permitiéndole apreciar la figura de esa mujer que sólo vestía la parte inferior de su ropa interior. Suspiró, subiéndose los pantalones.

— ¿Ya te vas?

Peirce quiso incorporarse, pero él no se lo permitió. Le tomó el brazo con suavidad.

— ¿Quieres que me vaya..?

— Mañana tengo mucho trabajo— admitió ella—. Pero puedes quedarte, si quieres.

Till esbozó una sonrisa.

— Me voy.

Buscó el resto de su ropa entre la penumbra.

— No quiero que pienses que te estoy echando.

— Oh. Eso es lo de menos, no me molesta — dijo, mientras se colocaba la camisa—. Sólo que acabo de recordar a tu prometido.















BERLÍN EN EL 95 [ Till Lindemann ] Tempat cerita menjadi hidup. Temukan sekarang