31. Del episodio 16 - Dos hombres

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Can recorrió el pasillo con largas zancadas, entró en tromba en su habitación y dejó ir la puerta con tanta fuerza que el portazo sobresaltó a Sanem que se encontraba en el baño.
Pudo escuchar las maldiciones que vociferaba su marido. Dejó la bayeta con la que estaba secando el lavabo dentro del mismo y salió frotándose las manos con una toalla.
Can iba a desgastar la alfombra, se paseaba sin rumbo fijo, descontrolado. Sus cabellos sueltos eran tironeados de vez en cuando, sus manos ora tiraban de la barba que crecía en su mentón ora volvían a tironear sus cabellos. Era un león encerrado y enfurecido. ¿Qué había ocurrido ahora?
-¿Can? -preguntó con voz contenida-. ¿Estás bien?
Can se paró y se volvió a mirarla, pero tenía la sensación de que no la veía. Sus ojos no la enfocaron de momento, cuando lo hizo fue con una mirada capaz de fundir todo el hielo que quedaba en el Ártico. A Sanem el estómago le dio un vuelco. Hacía tiempor que no lo veía así.
Se acercó hacia ella y la agarró de los brazos.
-¿Lo sabías? -le preguntó intentando controlar toda la furia que sentía.
Sanem hizo una leve mueca de dolor. Esperaba poder calmarle antes de que volviera a compartarse como hacía unos minutos en el jardín.
-¿Si sabía el qué? -respondió a su vez con otra pregunta (¿de qué hablaba?).
-¿Sabías que Derya se había casado con él? -preguntó al tiempo que la acercaba a su cuerpo haciendo un poco más de presión en sus brazos. Los ojos de Can seguían desenfocados pese a que la vista parecía centrada en ella.
-¿Cóoomo dices? -volvió a preguntar Sanem esta vez perpleja.
Can centró, ahora sí, su mirada en los ojos de su mujer y vio en ellos tanta confusión como sentía él.
-Can, ¡cálmate! No sé de qué me hablas. ¿Como que Derya se ha casado? ¿Cuándo?
-¡No lo sé! ¡Pero, por lo que he logrado escuchar, debió de hacerlo antes de salir huyendo! ¡Tu hija me ha mentido! ¡Nos ha mentido a todos! -dijo al tiempo que soltaba el asidero que eran los brazos de Sanem y volvía a pasearse de arriba a abajo por la habitación. Llegaba a la ventana, se giraba y volvía a irse hacia la puerta; allí se quedaba unos segundos frente a ésta, murmuraba incoherencias y volvía sobre sus pasos otra vez hacia la ventana.
Sanem tardó en reaccionar, pero al tercer paseo ya se había plantado ante la puerta y lo sujetó por los brazos antes de que le diera de nuevo tiempo a girar otra vez en dirección a la ventana.
-¡Can, por favor, pareces un loco! ¿Quieres calmarte? No te había visto así en mucho tiempo. Ni siquiera en nuestra discusión del Luna Park te comportaste como ahora.
-¡No me lo recuerdes, ¿quieres?!
-Vamos a calmarnos. Ven, siéntate.
Sanem lo empujó. Sabía que si él no quería moverse, no iba a hacerlo, así que si él dio un paso hacia atrás y luego otro y otro más, hasta que sus rodillas dieron con el borde de la cama, era porque él así lo decidió y no porque ella tuviera la fuerza suficiente para hacerle moverse.
Can se sentó sobre el colchón en cuanto sintió el mueble detrás de sí, se echó hacia delante y se llevó las manos a las sienes apartándose los cabellos que caían sobre su rostro, (¿dónde había dejado la gomilla?).
Sanem le aferró el mentón y lo instó a mirarla. Al menos esta vez sabía que tenía toda su atención. Se arrodilló delante de su marido y le acarició la mejilla. El golpe emocional recibido había sido mucho más contundente que cualquiera de los puñetazos que había recibido Berkant minutos antes en el jardín, estaba segura de ello.
A ella misma le costaba asimilar lo que había dicho Can instantes antes.
-Can, ¿qué es eso de que Derya se ha casado?
-No sé, dímelo tú -dijo al tiempo que cubría con sus manos las de ella que habían abandonado su rostro y las había puesto sobre sus rodillas-. Te dije hace meses que Derya estaba muy rara. Pensaba que era por la boda de Yildiz, porque iba a perder la presencia de su hermana en esta casa y fue por ello que no quise darle mayor importancia pese a que mi instinto, que ya sabes que nunca se equivoca, me decía que había algo más. Creo que estoy perdiendo facultades en lo que se refiere a leer en las actitudes de nuestros hijos. Esta hija tuya me la ha colado bien.
Sanem tuvo que morderse el labio para no reír. La situación era bastante seria como para eso, pero, al menos, Can había superado la etapa del cabreo y estaba en la de contención. Algo era algo.
-Can, ¡Can! -Sanem apretó la zonas de los muslos cercana a las rodillas del hombre para llamar otra vez su atención, nuevamente se había ido-. Dime una cosa -continuó cuando supo que él volvía a prestarle atención. ¡Dios, cuánto amaba a ese hombre!-. ¿Qué has escuchado exactamente?
Can se dejó caer sobre la cama y se llevó las manos a la cabeza. Verle allí, tendido de espaldas, notándosele cada uno de los músculos del pecho y apreciando su abdomen bien definido por el hueco que se había creado entre la cinturilla de los vaqueros y la camiseta, era todo un espectáculo para la vista. La boca se le hizo agua y le entraron ganas de tirarse sobre él. No podía evitarlo. Por más tiempo que llevaran casados, el apetito sexual no se acababa. Estuvieran donde estuvieran... siempre tenía ganas de pegarse a él como una lapa y no quitarle las manos de encima. Sacudió la cabeza intentando dejar a un lado esos pensamientos libidinosos que la asaltaban muchas veces en los peores momentos, metió la mano por la cinturilla del pantalón y dió un tirón para que él le prestara atención. Ya habría tiempo más tarde para que ese tirón significara otra cosa. ¡Estaba fatal!
-¡Can!
Can no abandonó su postura pero sí bajó los brazos, buscó la mirada de gacela tan parecida a la que tenía su hija y de nuevo tuvo que apretar los dientes para no sentir la profunda decepción que le embargaba en esos momentos.
-Textualmente, lo que me dejó paralizado fue «¡Me he casado con un loco! Te abofetearía yo misma si mi padre no te hubiera propinado la paliza de tu vida.» Y unos segundos después... «¿Se puede saber en qué coño pensabas cuando me has traído a casa directamente desde el aeropuerto?» ¿Desde cuándo es tu hija tan mal hablada? -dijo haciendo un inciso-. Y yo... ni siquiera puedo pensar en el resto sin volver a cabrearme. Me ha mentido, Sanem, mi hija me ha mentido. Sabiendo que odio que me mientan lo ha hecho por omisión. No reconozco a tu hija. -Era curioso como pasaba del «mi» al «tu» según su grado de enfado del momento. Sanem tuvo que volver a aguantar la risa mordiéndose el labio-. Cada vez que un Fabri se acerca a una de mis mujeres... las cambia y hacen que me mientan.
Sanem suspiró.
(«Allá vamos de nuevo, nena -dijo la voz de su conciencia-. No hay manera de que lo supere.»)
-¡Cállate, ¿quieres?! -murmuró Sanem entre dientes.
-¡Vale, la que faltaba! -gritó Can-. Sabes que no puedo oírla desde hace años. ¿Qué te dice esa atontada ahora?
(«¿Me ha llamado atontada?»)
-Lo ha hecho.
-¿Quieres meterte en tus asuntos? -preguntó Can lanzando las palabras al aire.
(«Dile al cenutrio que tienes por marido que éstos son mis asuntos también.»)
Sanem no pudo por menos que soltar una carcajada.
-Prefiero no saber lo que ha soltado por esa boca invisible que tiene si ha logrado que te rías en estas circunstancias.
Sanem se subió a la cama, se arrodilló a la altura de la cintura de Can atrapándole entre sus piernas, se apoyó en los hombros de su marido y bajó la cabeza para besarle en la mejilla. Iré a ver a tu hija. Cálmate mientras vuelvo.
-¿Que me calme dices?
Can frunció el entrecejo y Sanem le acarició la zona con el pulgar. Él se relajó un poco, lo suficiente para que ese gesto desapareciera, le recorrió la ceja izquierda con el mismo dedo hasta la sien y volvió a besarle en la mejilla. Tuvo que hacer un enorme esfuerzo para levantarse del cómodo asiento en el que estaba. Al apartarse, sonrió. Sería mejor que Can se calmara en más de un sentido si quería hablar con la cabeza fría con Derya.
-Voy a ver a tu hija -repitió ya dirigiéndose a la puerta. Se paró un momento en su tocador, abrió un cajón y extrajo de él un bote-, le diré que quieres hablar con ella.
Por toda respuesta, Can gruñó y luego rugió.
-No se lo merece, que lo sepas -dijo a la espalda de su mujer que ya atravesaba el umbral de la puerta-. Gastar un gramo de esa fabulosa crema en un Fabri es como echarle perlas a los cerdos. ¡Por Dios, un Fabri! Y me quejaba yo de que Yildiz se casara con el hijo de Levent -dijo ya a nadie, su mujer había desaparecido-. ¡El hijo de Fabri! ¡Maldita sea mi estampa!
Sanem atravesó el pasillo en dirección al dormitorio de Derya. En las manos llevaba su crema especial para los golpes hecha con árnica. Al menos evitaría que se formaran grandes cardenales; a la hora que era... seguro que ya tenía alguno.

RECUERDOS (¿Spin-off? de Erkenci Kus)Where stories live. Discover now