Capítulo 12.- De enfermedades raras

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A la mañana siguiente me desperté muy temprano y, aun así, por primera vez en días, me sentí completamente descansado. El sol entraba grisáceo por la cortina apolillada que hacía las veces de puerta, pero no llovía, otro motivo para ser buen día.

Iba a sentarme, pero tenía a Amy completamente encima de mí y no pude moverme. Había apoyado la cabeza en mi hombro y su mano sobre mi pecho. Además, tenía una pierna sobre las mías. Acaricié su mano con suavidad, subiendo por su brazo. Se le había arremangado un poco la sudadera y tenía la piel hasta el codo al aire.

Me sorprendió lo caliente que tenía la piel, porque incluso con la manta hacía frío allí dentro. Llevé la mano hasta su mejilla, para comprobar que estaba tan caliente como su brazo.

―¿Amy? ―la llamé, sacudiendo un poco su brazo.

Gimió un poco, pero no se despertó, así que la moví con un poco más de fuerza. Entreabrió los ojos azules, pero luego volvió a cerrarlos y se acurrucó un poco más contra mí.

―Amy, estás dormida sobre mí ―le recordé, a ver si así se espabilaba.

Pero volvió a gimotear algo y no se movió mucho. Tuve que girarme yo, para que quedase tumbada en el suelo y poder apoyar la mano en su frente. Estaba ardiendo de fiebre. Entreabrió los ojos una vez más, como si no entendiera mis movimientos y la molestase, pero no dijo nada. Tiré de la manta para quitársela de encima y luego la senté para quitarle la sudadera.

―¿Qué haces? ―preguntó, con la voz pastosa, cuando le estaba quitando la camiseta.

―Tienes mucha fiebre, Amy. ¿Tienes heridas?

Tenía antibiótico en la mochila, pero si tenía una herida infectada y la infección había llegado a su sangre... Había visto a mucha gente morir en África por heridas (incluso leves) que no se curaban bien.

Se quejó cuando le quité toda la ropa y observé su cuerpo desnudo pasando los dedos con delicadeza en busca de heridas. Miré en las plantas de los pies y en las articulaciones. Tenía un par de cortes aquí y allá, pero ninguno parecía infectado.

Llevé las manos entonces a su barbilla para abrirle la boca. Alumbré con la linterna que solía llevar en la mochila, para verle las placas en la garganta. Debía llevar días incubando una amigdalitis y no había considerado necesario quejarse. Quizá ya tenía fiebre el día anterior.

―Mírame, Amy ―pedí, sujetando su cara para que lo hiciese. Ella abrió los ojos un poco, parecía confusa―. ¿Tienes alergia a algún medicamento?

―¿Medicamento...? ―preguntó confusa.

―Sí, a la penicilina. ¿Has tomado antibiótico alguna vez?

―Sí.

―¿Tienes alergia?

―No... ―murmuró―. Estás muy serio ―me dijo, con una sonrisa muy débil.

―Esto te va a doler, y lo siento muchísimo, Amy, pero no tengo tiempo para pastillas. Esto te hará estar bien en un día o dos.

Saqué mi botiquín de la mochila y la hice ponerse boca abajo. Sabía que la inyección de penicilina dolía un huevo. Yo mismo había tenido que usarla un par de veces, pero si intentaba curarla aquello con pastillas, no podríamos movernos en una semana. Y parar una semana era una muerte segura. Aquel no era realmente el tratamiento óptimo, pero esperaba que fuese efectivo.

Desinfecté la zona con alcohol y clavé la aguja tratando de ser delicado. Amy se quejó en cuanto empecé a apretar el émbolo, pero tampoco es que se despertase del todo. Supuse que era mejor así.

Las consecuencias de tus mentiras -PSM 3- *COMPLETA* ☑️Where stories live. Discover now