II

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A fines de invierno de 1943, Himmler llegó a Treblinka acompañado de un grupo de altos funcionarios de la Gestapo. El grupo arribó a la región del campo en avión y poco después, en dos automóviles, entraba por la puerta principal. La mayoría iban vestidos con el uniforme militar, pero algunos, acaso los expertos, vestían de paisano, con abrigos y sombreros. Himmler visitó personalmente el campo y uno de los testigos visuales nos contó cómo el ministro de la muerte se acercó al enorme foso y permaneció allí mirándolo largo tiempo en silencio. Las personas que le acompañaban se mantuvieron a cierta distancia, a la espera de que Henrich Himmler terminara de contemplar la colosal tumba ya medio llena de cadáveres. Treblinka era la fábrica más importante del trust organizado por Himmler. El avión del Führer de las SS regresó el mismo día. Al abandonar Treblinka, Himmler dio una orden al mando del campo que desconcertó a todos, tanto al jefe de los Sturmführer, barón Von Pfein, como a su ayudante Korol y al capitán Franz: comenzar de inmediato la cremación de los cadáveres enterrados (del primero al último), sacar del campo las cenizas y huesos calcinados y diseminarlos por los campos y caminos. Bajo tierra se encontraban ya millones de cadáveres y esta tarea parecía extraordinariamente complicada y difícil. Además se dio la orden de no enterrar a los siguientes «gaseados», sino incinerarlos también. ¿A qué se debía el viaje de inspección de Himmler y su orden personal y categórica?

La causa era solamente una: la victoria del Ejército Rojo en Stalingrado. Puede apreciarse lo espantosa que fue para los alemanes la fuerza del golpe ruso en el Volga por el hecho de que, pasados algunos días, se pensó por primera vez en Berlín en la responsabilidad, en la expiación, en el pago de las culpas, ya que el mismo Himmler voló en avión a Treblinka y ordenó que se borraran inmediatamente las huellas de los crímenes cometidos a sesenta kilómetros de Varsovia. Este fue el eco que tuvo el poderoso golpe asestado por los rusos a los alemanes en el Volga.

Al principio, la incineración de los cadáveres no funcionaba de ninguna manera,

pues estos no querían arder; aunque es cierto que pudo observarse que los de las mujeres ardían mejor. Se gastó una enorme cantidad de gasolina y aceite para quemar los cadáveres, pero el sistema salía muy caro. Parecía que la cosa se encontraba en un callejón sin salida. Pero desde Alemania llegó un SS, hombre robusto de unos cincuenta años, especialista en la materia. ¡Cuántos especialistas no habrá creado el régimen hitleriano, tanto para el asesinato de niños pequeños, el estrangulamiento y la construcción de cámaras de gas, como para la destrucción científica de grandes ciudades en un solo día! Se encontró también a un especialista para la exhumación y la cremación de millones de cadáveres humanos.

Bajo su dirección se comenzaron a construir hornos. Se trataba de un tipo especial de hornos-hoguera. Ni el crematorio de Lublin ni cualquier otro de los más grandes del mundo habría estado en condiciones de quemar en un plazo tan breve una cantidad tan gigantesca de cuerpos. La excavadora abrió una hondonada de unos doscientos cincuenta o trescientos metros de largo, unos veinte o veinticinco de ancho y seis de hondo. En el fondo de esta gran zanja, en toda su extensión, fueron colocadas en tres hileras y a distancias iguales unas columnas de hormigón armado de una altura sobre el nivel del fondo de cien a ciento veinte centímetros. Estas columnas servían de cimiento para unas vigas de acero colocadas a lo largo de toda la zanja. Sobre estas vigas fueron dispuestos de través unos raíles a una distancia de cinco a siete centímetros uno de otro. De esta manera se montó una gigantesca parrilla en un horno ciclópeo. Se tendió una nueva vía estrecha que iba desde la fosa- tumba hasta la fosa-horno. Pronto construyeron otra más y más tarde una tercera de iguales dimensiones. En cada parrilla se echaban cada vez de tres mil quinientos a cuatro mil cadáveres.

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