Capítulo 13

4 0 0
                                    


La vida en el barracón

La epidemia de tifus. El «lazareto»

Nuestra existencia es difícil y desagradable. Trabajamos desde las seis de la mañana hasta la seis de la tarde. Después del trabajo estamos tan cansados que caemos muertos de fatiga sobre el suelo. Es imposible conseguir ni un poco de agua, porque el pozo está alejado y después del trabajo nos encierran en el mugriento barracón rodeada de un cerco de alambre de púas, alrededor del cual hay una guardia especial que nos vigila...

Treblinka es custodiado por ciento cuarenta y cuatro ucranianos y cien hombres de las SS. Nos vigilan como si fuéramos oro. Nos cuentan tres veces por día. Aunque todos estamos golpeados y heridos y nos duelen todos los miembros, ninguno se atreve a dar parte de enfermo. A menudo sucede que los prisioneros nuevos no saben que está prohibido enfermar y se anuncian durante el recuento. Se les ordena salir de las filas y deben desvestirse de inmediato, Los asesinos los obligan a hacer, desnudos, ejercicios de castigo durante un largo rato y después son fusilados.

En Treblinka está prohibido enfermar. Muchos de nosotros no lo resisten y se suicidan. Eso es un episodio normal entre nosotros. Todas las mañanas aparece gente ahorcada en el barracón.

Recuerdo que un padre y un hijo, después de pasar dos días en ese infierno, decidieron suicidarse. Como solo tenían un cinturón se pusieron de acuerdo en que el padre se ahorcaría primero y después el hijo lo bajaría y se colgaría con el mismo cinturón. Así sucedió exactamente. Por la mañana estaban muertos los dos y nosotros los llevamos afuera para que el centinela del campo constatara que el número coincidía.

Una vez sucedió que trajeron de una sola vez setenta prisioneros de un transporte nuevo. Trabajaron un par de horas hasta el recuento. Al día siguiente, durante el mismo, veinte de ellos informan estar enfermos. El comandante del campo les ordena cargar cadáveres. Los empieza a hostigar y en lugar de cargar un solo cadáver, deben llevar tres cada vez. Tienen que correr rápido y a un buen ritmo y, al mismo tiempo, son golpeados salvajemente en la cabeza. No pueden mantenerse de pie y después de media hora se les ordena desvestirse y los vuelven a golpear. El asesino grita:

—¡Perros, así que no queréis trabajar!

Y les ordena ir a la fosa en que se arroja a los muertos de las cámaras de gas. Todos los asesinos se pelean por disparar Se ponen de acuerdo: cada uno disparará a varios hombres.

Están contentos con el juego y apuntan para dar exactamente en la cabeza. Pocas veces ocurre que tengan que utilizar dos balas para una sola víctima.


En los primeros tiempos era muy raro llegar a conocerse, porque todos los días llegaban al lugar personas nuevas de los transportes. Después los asesinos cambiaron de táctica, porque debido a que enseguida fusilaban a los obreros, el trabajo marchaba mal, ya que no había tiempo de entrenarse.

Vivimos en la mayor suciedad. Vestimos de día nuestra ropa y nuestros zapatos ensangrentados y de noche los ponemos debajo de la cabeza como almohada. Dormimos hacinados, uno sobre el otro. Durante varios meses usamos la misma camisa con la que llegamos y los insectos caminaban sobre nuestros cuerpos. No había ninguna posibilidad de lavar la camisa. Los criminales sacaban cientos de vagones de ropa y nosotros no teníamos qué ponernos. Pasábamos mucha hambre. Solo recibíamos una parte de los víveres que los otros judíos traían consigo. El hambre llegaba a tales extremos que algunos trabajadores, cuando encontraban un pedazo de pan en las cámaras de gas, una vez exterminada la gente, se lo comían.

A mediados del duodécimo mes, el trabajo ha mermado un poco. Llegan pocos transportes y todo va muy lento. Gran parte de los SS parten de permiso. En la misma época, se desata en el campo una epidemia de tifus y un gran número de trabajadores deambula de un lado a otro con cuarenta grados de fiebre. Apenas pueden mantenerse de pie, pero tienen miedo de dar parte de enfermos.

Durante el recuento, el segundo del comandante del campo, Karl Petzinger (un Oberführer de las SS), dice que quien esté enfermo podrá informar al médico; no le sucederá nada y podrá permanecer en el barracón. Al mismo tiempo, ordena que la última avenida, donde hay otro barracón, sirva de «lazareto» para los enfermos.

El temor es grande. Sin embargo, después comienza a aparecer un gran número de enfermos, porque ya no pueden mantenerse de pie. En unos días, el lazareto se llena y el número de enfermos alcanza ya los cien. Yo también me encuentro entre ellos. Tenemos mucha fiebre. No recibimos ninguna clase de tratamiento, pero es bueno poder estar así acostados varios días. El asesino ha mantenido su palabra, del mismo modo que se han cumplido todas las criminales promesas de los alemanes.

Tras unos días, a las cinco de la tarde, vienen algunos SS y ordenan sacar del lazareto a unos noventa enfermos. Los ucranianos entran en el barracón y los arrancan de sus catres uno por uno, tomándolos de los pies.

Me llega el turno. El asesino me tira de los pies y logro soltarlos de sus manos. Trato de acurrucarme. El truco surte efecto. Pasan quince minutos y los asesinos ya han sacado a más de veinte enfermos. No les permiten vestirse, solo llevan consigo las mantas bajo las cuales estaban acostados. Solo quedamos trece de los cien enfermos. El resto es empujado hacia la plaza. A los pocos minutos se oyen los disparos de las armas...

Nosotros, los que quedamos, estamos convencidos de que al día siguiente nos llegará el tumo de ser fusilados. Por lo tanto, informamos de que ya estamos curados y el doctor ordena que nos den ropa limpia para ponernos. Todos debemos desvestirnos y lavarnos. La puerta y las ventanas del barracón están abiertas, hace un


frío de veinte grados bajo cero. Quiero vestirme pero no puedo mantenerme de pie. Lo mismo les sucede a mis compañeros. Son las cuatro de la tarde y a la seis debemos presentarnos al recuento. Debemos estar una hora de pie durante el mismo y tenemos que cantar. El más aficionado a la música es el asesino Karl Petzinger. También le gustan las recitaciones. Nuestro compañero Spiegel, un exartista de Varsovia, debe recitar acompañado por la orquesta.

Tras este entretenimiento ordenan: «¡Formación! Media vuelta derecha». Tenemos que desfilar por la plaza. El Unterscharführer de las SS Gustav, al ver que algunos compañeros apenas pueden caminar, les ordena salir de la fila y les dispara. Uno de los convocados a salir de la formación, sabiendo lo que le espera, deja la fila con una sonrisa y se despide de nosotros en voz alta:

—¡Os deseo que viváis lo que yo no he podido vivir!

Al asesino se le despierta el instinto homicida y le pega un tiro.

Trato dentro de lo posible de alzar bien alto las piernas y con una canción marchamos desfallecientes hacia el barracón.

Por la suciedad, ha empezado a aparecer sarna en casi todos nosotros. Como no tenemos ningún remedio, nos untamos con queroseno común. Eso nos produce abscesos en todo el cuerpo. Los dolores son insoportables. Pero en Treblinka no queda más que soportar y resistir...

TreblinkaOnde as histórias ganham vida. Descobre agora