Capítulo 9

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El compañero Jankiel me acepta como colaborador para acarrear cadáveres Un dulce sueño con mi difunta madre

La avenida de los judíos ahorcados

Caigo desplomado y no puedo moverme del lugar. Permanezco recostado un rato y oigo un grito procedente de la cocina. Tenemos que ir para el café. No me puedo levantar. Nos empujan fuera del barracón y tenemos que volver a formar de a cinco para ir hacia la cocina. Tras unos minutos se abre la ventanilla. Cada uno recibe por orden un pedazo de pan y un poco de agua turbia a la que llaman café. La sed me abrasa y me tomo el café sin el pedazo de pan a pesar de estar muerto de hambre. Termina la comida y nos dirigimos de vuelta al barracón. Siento que yo también soy un muerto. Miro alrededor y veo que todos están golpeados, ensangrentados.

Se oyen gemidos por todas partes. Todos lloran su infortunado destino.

Me hundo en mis penas y lloro por lo que he vivido. A mi lado está recostado otro prisionero que no gime menos que yo. Quiero obtener alguna información de él. Me dice que es de Czestochowa y su nombre es Jankiel. Entramos en confianza y me cuenta un secreto: que ya hace diez días que está allí. Comenta que nadie lo sabe, porque rara vez ocurre que un trabajador dure tanto como él. Todos los días son fusilados decenas de trabajadores y de los nuevos transportes obtienen nuevos obreros, para que la gente no se relacione. Me cuenta que hace dos días fusilaron a más de cien obreros. Me informa de que si alguien tiene golpes en la cara de seguro está perdido, por lo que me aconseja que, dentro de lo posible, procure protegerme el rostro. Le cuento que me azotaron y se ríe de mí, porque eso no es ninguna novedad allí. Con cada palabra, gime: «¡Ay! ¡Cómo me duele!».

Le ruego que me acepte como compañero para cargar la camilla. No quiere, porque teme ser castigado debido a que no sé orientarme en absoluto en el trabajo. Se lo suplico y le digo que voy a adecuarme a él y a hacer lo que me ordene. Acepta y me hace saber que por la mañana, a la hora del recuento, tengo que ponerme a su lado, porque si uno se queda sin compañero para la camilla, recibe latigazos.

Hablamos un rato. Mi compañero Jankiel se duerme sobre las duras tablas. Me quedo recostado y siento que me duele todo. No sé cómo voy a levantarme en la madrugada. Estoy acostado y pienso: ¿dónde estoy realmente? En un infierno, un infierno con demonios. Esperamos la muerte que puede llegar en cualquier momento; en el mejor de los casos, en unos días. Y por el precio de unos días de vida, encima, tenemos que ensuciarnos las manos y ayudar a los asesinos en su trabajo. ¡No, no debemos hacer eso!

Me adormezco y sueño con mi honrada y querida madre que murió hace quince años. Yo tenía entonces quince años. Mí madre llora conmigo por nuestro destino.


Ella murió joven. Tenía treinta y ocho años cuando nos fue arrebatada. Y nos dejó. ¿Y para esperar esta muerte? ¿No habría sido mejor para todos nosotros no haber tenido que vivir esto? ¡Qué bueno que mi madre no vivió para ser obligada a soportar guetos, privación, hambre y al final Treblinka! Le cortarían el cabello, sería asesinada con gas y después arrojada a las fosas junto con decenas de miles de muertos. Estoy feliz de que no haya vivido más tiempo.

Me despierto por los dolores en la cabeza. Me duele todo y no puedo estar acostado. Trato de darme la vuelta y, sin querer, toco a mi amigo Leybl. Se despierta del sueño con un grito:

—¡Asesino! ¿Qué quiere de mí? Me duele todo. Quiero abrazarlo y me contesta con un quejido:

—¡Ay! ¡Ay! ¡Ay!

Trato de no volver a tocarlo. Quiero dormirme y no puedo. Me parece que la noche dura un año y finalmente se oye un grito: «¡Levantaos!». La gente se despierta y todos tratan de ponerse lo más cerca de la puerta, que todavía está cerrada.

Veo que enfrente de mí cuelga alguien que se ha ahorcado. Se lo señalo a mi vecino y él me indica con la mano que un poco más lejos cuelga otro hombre. Eso allí no es ninguna novedad. Hoy se han ahorcado menos que de costumbre. Me cuenta que todos los días arrojan varios ahorcados a la fosa y nadie presta atención alguna a semejante nimiedad.

Observo a los ahorcados y siento envidia de su paz. Al poco tiempo, abren la puerta y nos empujan hacia la cocina. Nos dan café y todavía tengo el pedazo de pan de la noche anterior. La mayoría de los judíos beben únicamente café solo. El reloj da las cinco y media. Se oye un grito: «¡Presentaos!». Todos corren hacia fuera. Veo que todos se agrupan por parejas y trato de ponerme al lado de mi vecino. Por suerte quedamos juntos.

TreblinkaWhere stories live. Discover now