Capítulo 14

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El Obersturmführer Franz y su perro Bari

Los asesinos brindan por la llegada de judíos ingleses Un nuevo «especialista»

Es un hermoso día y los alemanes se sienten libres y a sus anchas. Nuestro comandante, Matthias, se sienta sobre una loma y con él su ilustre visitante, el Obersturmführer Franz, al que apodamos «el Muñeco». Este tipo es un asesino peligroso. Cuando aparece en la plaza del campo, el miedo se acrecienta. Es un especialista en bofetadas. Cada tanto llama a un prisionero, le ordena que se ponga en posición de «firmes» y le asesta una violenta bofetada en la mejilla. El abofeteado no tiene más remedio que caer desplomado y volver a levantarse de inmediato para recibir otro golpe en la otra mejilla. Después, el Muñeco llama a su perro Bari, que es casi tan grande como una persona, y le grita:

—¡Hombre, muerde a ese perro!

El perro, muy obediente, se lanza sobre el judío.

El comandante Matthias invita al criminal a que contemple lo bien que marcha el trabajo. Este se sienta y conversan con una sonrisa en los labios.

Están de buen humor y contentos de que el trabajo marche a buen ritmo. Sus corazones se regocijan observando cómo los muertos vivientes corren sin pausa, como endemoniados. Todos están en sus puestos y, en su presencia, el trabajo marcha todavía mejor que de costumbre. Los guardias golpean fuertemente con sus látigos, sin parar, sin parar...

Los criminales están satisfechos. Nuestro comandante ordena a un ucraniano que le procure una buena botella de coñac de la cantina. Al poco tiempo su deseo es satisfecho. Se sirven la primera copa y el Muñeco dice:

—Bebamos para que pronto recibamos a los ricos judíos de Inglaterra...

¡Nuestro comandante está muy satisfecho con el chiste y ríe!

—¡Sí, eso es bueno, esos vienen seguro...!

En el invierno los criminales dejan especialmente a las mujeres afuera delante de las cámaras de gas con un frío de 25 grados bajo cero. La nieve alcanza una altura de medio metro y los asesinos ríen.

—¡Qué hermoso espectáculo!

En el mes de diciembre de 1942 empezaron a instalar hornos para quemar los cadáveres. Pero eso no funcionó, porque los cuerpos se negaban a arder. Por esa razón se construyó un crematorio con características especiales. Instalaron un motor especial que inyectaba aire y además echaban una gran cantidad de gasolina. Pero aun así los cadáveres se negaban a arder bien. El mayor número de cuerpos quemados apenas llegaba a los mil cadáveres. Los asesinos no estaban satisfechos con esta


pequeña cantidad.

Estábamos sorprendidos y no podíamos comprender por qué los asesinos habían comenzado a buscar la forma de quemar a las personas asesinadas en las cámaras de gas. Hasta entonces habían cavado fosas cada vez más profundas y ahora cambiaban de táctica, pero averiguamos la razón por casualidad: uno de los asesinos nos trajo como obsequio un pedazo de pan que estaba envuelto en un diario. Esto era para nosotros un acontecimiento extraordinario. Por el artículo del diario dedujimos que finalmente las tropas alemanas habían logrado descubrir cerca de Smolensko, en Katyn, una fosa común con diez mil oficiales polacos que al parecer habían sido asesinados por los soviéticos. Comprendimos que los asesinos querían ensuciar a la Rusia soviética y, por eso, quemaban los cadáveres, para que no quedara ningún rastro de lo que hacían.

En el mes de enero llega a nuestro campo un nuevo especialista. Le damos el sobrenombre de «el Artista», porque interpreta muy bien su papel. Es un extraordinario devorador de cadáveres. Apenas ha llegado se dirige a las fosas y ríe al verlas, feliz con su papel.

Tras unos días, emprende con ímpetu su trabajo. Ordena demoler los hornos y se burla de las instalaciones. Le asegura a nuestro comandante que a partir de ahora todo marchará mucho mejor. Coloca largas y gruesas vías de ferrocarril a lo largo de unos treinta metros. Sobre el suelo construye unas pequeñas paredes de cemento de unos cincuenta centímetros de alto. El ancho del horno tiene un metro y medio. Se colocan seis vías y eso es todo. Ordena que se extienda la primera fila de cadáveres de mujeres, en especial mujeres gordas, con los vientres sobre los rieles, y luego ya puede colocarse lo que esté a mano: hombres, mujeres y niños. Colocan una capa sobre otra, estrechándolas cada vez más hasta formar una pirámide de dos metros de altura.

Los cadáveres son arrojados por una cuadrilla especial llamada «brigada del fuego». Dos trabajadores de la misma toman cada cadáver traído por los acarreadores. Uno le agarra la mano y el pie de un lado, el otro del otro lado, y arrojan el muerto en el horno. En este horno caben dos mil quinientos cadáveres. Después el «especialista» ordena poner debajo ramas delgadas y secas y las encienden con un fósforo. Tras unos minutos, el fuego arde con tal intensidad que es difícil acercarse al horno a una distancia de cincuenta metros. Encienden el primer fuego y la prueba es un éxito. Aparece la plana mayor del campo y todos felicitan al inventor. Pero él no está satisfecho, porque hasta ese momento solo funciona un horno. Por lo tanto ordena que la máquina, la pala mecánica que habían usado para excavar las fosas, comience a desenterrar los cadáveres que yacen en la tierra hace ya varios meses.

La pala mecánica empieza a desenterrar los muertos, extrayendo manos, pies, cabezas. El Artista ordena que la máquina debe trabajar de manera continua, y los acarreadores con sus camillas (estas habían cambiado y tenían el aspecto de pequeñas


cajas para que no se cayeran los miembros), deben correr rápido, agarrar los restos humanos, arrojarlos en las cajas y llevarlos deprisa al horno.

El trabajo ahora es todavía más arduo. El olor es terrible. Los prisioneros son salpicados por los fluidos que emanan de los muertos. Con frecuencia el

«maquinista» arroja deliberadamente los muertos sobre los judíos y los lastima. Ocurre a veces que el jefe de grupo, al ver que un obrero está herido, le pregunta por la razón. Cuando el trabajador le responde que ha sido herido por la pala mecánica al arrojar los cuerpos, recibe azotes extra.

Pero el Artista va y viene como un loco, porque el trabajo todavía no avanza tanto como él quisiera.

Al poco tiempo traen al campo dos nuevas palas mecánicas. La alegría de los asesinos es inmensa, porque finalmente el trabajo avanzará de manera «impecable». Al segundo día todas las palas mecánicas comienzan a operar. Para nosotros es un verdadero infierno, porque el mismo número de prisioneros debe servir a las tres máquinas. Las máquinas sacan, cada vez, varias decenas de cadáveres y nosotros tenemos que transportarlos de inmediato al horno. El Artista introduce una modificación en el trabajo. Crea una brigada especial de varios obreros, cuya tarea consiste en arrojar los cadáveres en las cajas que llevan los acarreadores. Lo hace para que estos no tengan que depositar las cajas en el suelo y pierdan así varios minutos. Los «arrojadores» llenan las cajas, lanzando los restos de los muertos con tanto celo que los portadores no tienen ninguna posibilidad de descansar ni un minuto hasta la noche.

Se da el caso de que los cadáveres que son desenterrados de las fosas arden mucho mejor que las personas recién aniquiladas en las cámaras de gas. Cada día que pasa construyen nuevos hornos. En unos días ya hay seis. Cada horno es manejado por varios trabajadores que cargan en él los cadáveres.

Aun así, el Artista no está satisfecho. Ve que el trabajo se ve entorpecido por el fuerte calor que no permite acercarse al horno. Por lo tanto modifica el plan de trabajo. Los hornos se cargan durante el día y son encendidos alrededor de las cinco o cinco y media de la tarde.

TreblinkaWhere stories live. Discover now