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De buena mañana, Alicia Blair se encontraba leyendo en la biblioteca, prácticamente tumbada en el sofá. A veces, se incorporaba un poco y miraba por la ventana, viendo como caían copos de nieve sin parar, lentamente, hasta posarse en el suelo y dejar un manto blanco en él. La fuente ya no funcionaba. Volvió la vista a su libro y pasó la página. Más tarde pasó otra, y otra más.

—¿Alicia?— Preguntó el señor Hatchard abriendo la puerta.

—Sí, estoy aquí— Se incorporó de golpe para sentarse correctamente, lo más rápido que pudo en el sofá.

—Me voy a la librería, ¿vienes?

—¿Ya son las ocho?— Alicia se dio cuenta de que llevaba dos horas leyendo. Miró el reloj de madera que había cerca y afirmó sus suposiciones—. ¡Dios mío! ¡Sí, sí, espérame!

Algo acelerada, la joven cerró el libro y lo dejó en la mesa de café, poniéndose de pie y atusándose la falda mientras de dirigía a la puerta. También se tocó el cabello para ver si lo tenía perfecto, y no todo despeinado de llevar horas con la cabeza apoyada. Cuando llegó a la puerta vio como el señor Hatchard, seguía ahí, esperándola. Ella sonrió, bajó los escalones y le besó en la mejilla.

—Buenos días, padre.

Mostró una sonrisa de seguridad en si misma que comenzó a mostrar con trece años. No antes, pero ahora se le daba de muerte hacerla. <<Siempre risueña>> Decía Rusell cuando la describía, y aunque a él le gustara, la seguridad y fortaleza que se veía en Alicia asustaba a los muchachos que la conocían, pero a ella no le preocupaba en absoluto. Diecisiete años y ya había escrito un pequeño libro de cuentos que el señor Hatchard imprimió y lo dejó expuesto en su librería, para acordarse de su ambiciosa hija cada vez que lo viera. Pero no había visto más mundo. Probablemente pasaría lo mismo con la novela que se traía entre manos, pero ella escribía por pasión, para si misma.

Se había pasado estos años leyendo: leyendo novelas, aprendiendo historia, curioseando filosofía... Y había aprendido a escribir, claro que si. Cuando cumplió quince años, su padre adoptivo le regaló una máquina de escribir que Alicia empezó a usar en el mismo instante. Desde ese entonces, la mayoría de las noches Yail entraba a las once de la noche a la biblioteca, si veía la luz tenue y palpitante del candil y escuchaba el tecleo de la máquina, volvía para traerle un té. Y ella siempre se lo agradecía, dándole conversación.

También se había acostumbrado a sus ropajes, y a llevar corsé, aunque seguía sin gustarle. Le había crecido el pelo hasta el pecho, y adoraba llevarlo suelto y al natural, aunque tuviera que recogérselo o rizárselo casi siempre.

El coche de caballos les esperaba en la puerta de casa para llevarlos al trabajo. Alicia miraba el ambiente nevado por la ventana, a la gente congelada de frío y a los niños jugando de buena mañana. Cuando llegaron a la librería, abrieron las cortinas y barrieron la entrada de mármol entre los dos, sacando la pesada nieve. Enseguida llegaron los primeros, así que la joven se ausentó: se puso el abrigo y fue en busca del periódico diario y a continuación, se fue hasta el despacho del señor y se sentó en su butaca para leer las noticias del día: anunciaban fuertes ventiscas de nieve en los próximos días, hablaban sobre los resultados de las elecciones generales de hacía unas semanas y sobre la epidemia de cólera que estaba arrasando en los suburbios del barrio obrero. Se le erizó el bello del cuerpo pensando en como de mal lo estaría pasando la gente, entre el frío y la enfermedad.

Sabía que los chicos con los que estuvo conviviendo murieron años atrás, pues las siguientes veces que fue a ver, nunca se encontraban ahí, y esos establos cada vez presentaban una imagen más evidente de abandono. Le apenaba, claramente, pero casi no podía recordar los gestos o las voces de sus amigos, aunque si se acordaba de algunos detalles. Recordaba la sensación de desnudez que le producía la mirada de luna de Rudy Salvin, o la risa incontrolable y ahogada de Charly Kay, y de la clavicula llena de cicatrices de Félix, que solo de imaginar al pobre niño sufrir se le erizaba el bello de todo el cuerpo.

Alicia BlairWhere stories live. Discover now