Los Linces del Soho 10 (ampliación)

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La primera en despertarse fue Alicia. En realidad, casi no pudo dormir. Siempre había caído rendida al final del día hasta anoche. Después de haber dejado a Rudy en el salón ella se había tumbado en su blando colchón y su mente se había despertado iluminada por luminosos halos de inspiración. Las emociones que había sentido se transportaron a un universo diferente cuando se relajó, mirando a Félix que dormía con una pierna por fuera de la manta y con la boca abierta, y a Charly que daba vueltas sobre si mismo sin parar. Y aunque el cuerpo de la niña se encontraba en esa pequeña habitación sin ventanas de Londres su mente abrazaba el resto del mundo. No lo conocía, pero se lo imaginaba. Imaginaba el océano, tanto desde fuera, salvaje y azul, como des del interior, oscuro y tranquilo, repleto de secretos que nunca descifraría. Y le causaba ilusión no tener esas respuestas, saber que no todo era tan lógico y racional como una fábrica textil, lo que ella conocía de memoria.

Pero cuando decidió levantarse, no vio a Rudy por ninguna parte. Silencio, eso se escuchaba dentro de casa. Pero no había escuchado la puerta abrirse y cerrarse en ningún momento. Aun así, le pareció mentira que, después de la conversación de la noche anterior, él hubiera vuelto a marcharse.

Alicia emitió un pequeño gruñido y se dirigió al colgador que había al lado de la puerta, dispuesta a abrigarse y a salir en busca que Rudy. Pero cuando fue a abrir la puerta esta la sorprendió abriéndose sola, y del exterior la figura de Rudy, con una cesta con pan y manteca, y un manojo de lavanda y dientes de león. Se la quedó viendo anonadado mientras ella relajaba su expresión. Sus ojos del color del humo se achicaron cuando sonrió ampliamente hacia ella, y señaló lo que portaba entre sus brazos. A Alicia se le encogió el corazón mientras bajaba sus hombros y le devolvía la sonrisa.

Dejó la cesta sobre la mesa y se giró hacia su amiga.

—He traído esto para desayunar, y no lo he robado; he ido al mercado. Y esto es para ti —señaló el ramillete morado y amarillo, que regalaba aires de verano—. Es lavanda y diente de león, son buenas flores para diluir en el agua caliente. A demás...

Sacó una flor amarilla y observó a Alicia Blair. Le quitó la gorra y, con un destello de timidez asomando entre sus pecas, le colocó el diente de león tras la oreja.

>>Te favorece.

La dulzura que desprendía Rudy era incomparable. Nunca tenía palabras negativas entre sus dientes. Parecía mentira que un niño así fuera capaz de ser tan astuto como para dedicarse al robo, a la vida marginal. Las personas como ellos apenas llegaban a los 20 años. Antes morían en la horca, o se suicidaban, o incluso fallecían en una pelea de bar. Alicia no se imaginaba muriendo en tan poco tiempo, pero aún menos a Rudy.

Le regaló una sonrisa genuina y le agradeció el detalle. De pronto no quedaba ni rastro del asombro de hacía unos instantes ni del enfado de la noche.

En cuanto los chicos se levantaron, se sentaron en la mesa a comer. Rudy había hervido los dientes de león y lo había servido antes de sentarse junto a Félix, que estaba muy feliz de verle. El más pequeño le preguntó también que porque llevaba una flor tras la oreja, y cuando le contestó que Rudy se la había regalado puso una mueca extraña. No lo entendía, aun así, le dijo que estaba bonita. Charly también elogió a Alicia, él entre pequeñas risitas traviesas. Al terminar, salieron todos juntos hacia el concurrido Soho.

Habían ensayado nuevas estrategias para robar, mucho más sutiles y refinadas, que las pusieron en práctica. Pretendían pasar desapercibidos, y que su presencia en esos barrios se redujera a pensar que es que esos niños se habían perdido. Y mientras uno sobresaltaba a un transeúnte agachándose a recoger algo del suelo frente a él (un objeto pequeño que habría tirado anteriormente), un compañero arrebataría de sus bolsillos lo que encontrara, antes de llevarse esa mano a la espalda y que otro de los niños lo tomara y se alejara rápidamente. Si el transeúnte en cuestión llegaba a girarse tras notar algo, no sorprendería al Lince con sus pertenencias. Fue un éxito, como durante las últimas semanas. Entre los ladrones existía ya una coordinación y un lenguaje interno muy intenso. Con una mirada o un pequeño gesto se transferían oraciones internas, con mandatos o mensajes de precaución en ellos.

Tras un día así, se negaban a volver a su humilde casa tan pronto, por lo que acabaron recorriendo de noche las calles de su barrio hasta la taberna que frecuentaban. Iban cogidos de los hombros y balanceándose de un lado hacia el otro, protegidos por la luna y las estrellas que se distinguían en el grisáceo cielo de Londres. Si Alicia Blair fuera vestida como lo que le asigna su género, si llevara faldas, no podría estar ahí ahora mismo. Ver una mujer sola en la calle de noche no era habitual, aunque lo era menos en los barrios ricos. Aun así, si eso era insólito de ver, una mujer acompañada de varios hombres lo era aún más. Pero a vistas de los demás ella era un niño, al menos hasta que se le notaran los pechos bajo la ropa con la pubertad. Por suerte, podía andar tranquila, pues su torso era aún idéntico al de sus amigos.

Memorizaba como se sentía en la piel de un varón cada vez que salían a la calle, cada vez que se cruzaba con una niña con corsé y sobrero durante sus jornadas en el centro de la ciudad. ¿Cuándo iba a verse obligada a actuar como una mujer? No entendía como ella, siendo una niña y haciendo lo mismo que sus compañeros, debía actuar diferente para entrar en el estatus de mujer. A veces lo pensaba. A veces, cuando veía su sexo se preguntaba como esa pequeña parte del cuerpo le daba un sentido social a la vida, tan distinta a la de los hombres. Desde bien pequeña la habían bombardeado con tabúes y suposiciones sobre el sexo y sobre lo que ser un hombre o mujer significaba. Ella había asentido ante las otras niñas del hospicio, incluso frente a la institutriz, cuando estas le hablaban sobre el papel a desempeñar a medida que fueran dejando la niñez atrás.

Sentados entre la escalera y el suelo, los cuatro se encontraban concentrados en sus naipes y en sus contrincantes, al menos hasta que después de unas cuantas revanchas, acabaron declarándose como ganadores Charly y Axel. Normal, habían pensado los perdedores en varias ocasiones para autocompadecerse, Charly era muy bueno en todos los juegos de cartas que se vivían en lugares nocturnos como este. Y porque todavía era muy joven, pero sabia que en unos pocos años, esto le generaría más dinero.

—Es talento innato, caballeros —presumió mientras se levantaba del suelo—. Dedícate a robar, Rudyard Salvin.

Esa última palabra resonó en los tímpanos de Alicia Blair como si fuera la campana de una iglesia a media mañana. Salvin, se repitió. Aun no conocía el apellido de Rudy, ni siquiera sabía si había decidido conservarlo o se lo había guardado en el bolsillo del pasado, renunciando a su herencia familiar en forma de apellido. Pero ahí estaba, y muy diferente de su complejo nombre de pirata inventado, su apellido resaltaba la sencillez de ese menudo niño. . Miró al líder y este le devolvió la mirada con abnegación. Rudy se había quedado con la burla anterior de su amigo, no con el hecho de que, para Alicia, conocer su nombre de familia la acercaba más a él.

—Lo hemos intentado —se encogió de hombros Rudy—. Eso es lo que importa.

—Así buscan consuelo los perdedores —siguió Axel dándole pequeños golpes con el codo a su compañero de juegos.

Saber el nombre de familia de Rudy, teniendo en cuenta que le habían rechazado en ella, tal vez parecía estúpido, que no iba a servir para mucho más que para conocer un detalle más del líder de los Linces del Soho.

Pero no iba a ser así. Como ya le dijeron una vez, era el apellido de un ladrón, y ahora el suyo también. Alicia Blair era nombre de ladrón. Nada quedaba de esa niña subida al telar, con el cabello largo atado en una trenza y los bajos del vestido llenos de barro. Para trabajar en una fábrica de tejidos no hacía falta pensar, sino un buen pulso y unas manos delicadas. Para robar también, o más bien para que no la sorprendieran, pero también hacía falta la inteligencia, la astucia y el coraje para hacerlo, atributos que ella no sabía que poseía hasta encontrarse al borde del abismo.

Pero Alicia Blair no solo era el nombre de un ladrón de los bajos fondos de Londres, sino el de una obrera que escapó, de una niña sin identidad que no pasó por los brazos de su madre. Los nombres importan, y el de ese ladrón se lo dio su patrón.

Alicia BlairDonde viven las historias. Descúbrelo ahora