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—¡¿Que?!

Se puso las manos en la boca, pero ya era demasiado tarde: había llamado la atención de todos los presentes. Berrycloth: ese era el asesino de Ingrid, el que esclavizaba a a saber cuantas personas, el dueño de la fábrica donde ella trabajó hasta tener el coraje suficiente para enfrentarse al sistema. Alicia se había quedado pálida y comenzaba a marearse. Notó como le temblaba el mentón y las miradas de toda esa familia de pudientes y desafectuosos sobre ella. Al mismo tiempo, el joven Quentin no sabía a que venía esa reacción solo por decir su nombre.

—¿Ocurre algo, Alicia?

No sabía que contestar, pero con la expresión de preocupación de Rusell, prefirió guardar sus ganas de matar a toda esa familia de apáticos, por el bien y la estima que le tenía al señor Hatchard. Miró al suelo, titubeante, e imitó lo mejor que puso una sonrisa cordial, aunque tuviera ganas de llorar y ahogar a aquel hombre alto y gordo con la cadena de oro de su reloj de bolsillo.

—Disculpad— Miró a los presentes uno a uno, y levantó un canapé—. Realmente este canapé me ha sorprendido gratamente. No me esperaba su sabor, y me ha encantado. Siento mi reacción.

Poco a poco todos volvieron a lo que estaban haciendo, mientras Alicia bajaba ese canapé y bajaba la cabeza avergonzada y con los ojos llenos de rabia y dolor. Quentin no se había marchado, seguía ahí, mirándola fijamente, sin saber que hacer.

—No has probado el canapé— Le dijo. Alicia lo miró de golpe, con esos ojos más verdes que nunca.

—¿Cómo?

—No lo has probado, el canapé— Repitió—. ¿Por qué has mentido?

—Es que...— Tenía que pensar rápido. No se esperaba que el joven Berrycloth hubiera estado pendiente de si probaba o no el aperitivo—. No sabía que erais los dueños de la industria textil de la calle Carlisle. Había escuchado mucho de vosotros, y me ha sorprendido.

Aunque el muchacho mostró una expresión de extrañeza, lo dejó pasar.

—Ah, si, si. Somos nosotros, mi padre es uno de los mejores en el sector.

—Lo se. Adoro los vestidos que hacéis— Dijo, asqueada de tener que pronunciar semejantes mentiras para halagar a la familia que la hizo desgraciada.

En seguida estuvo la cena servida, y todos se sentaron alrededor de la mesa: en la punta y su sitio de siempre se encontraba Rusell, a su izquierda el señor Berrycloth y a su derecha el hijo heredero. Al lado de Quentin se sentó Alicia, quien fue guiada por Yail para saber cual era el asiento que le pertocaba en cenas tan formales. Al lado de Howard estaba su hija mayor, seguida por su madre y el bebé, ambos a sus respectivos lados.

Para que cuidara de ellos mientras los hombres hablaban, por supuerto. A Alicia le salió una mueca de desagrado en cuanto lo pensó.

La muchacha sabía que en esa cena su voz no sería escuchada, que era mujer y menor, y que apenas significaba nada, por ese motivo eran ella y la madre con las hijas Berrycloth las que estaban más al margen de la mesa, dejando a los hombres hablar de lo suyo. Pero Alicia miraba a la doncella con regularidad, para sentir un apoyo que la ayudara a seguir con esta cena. Se sentía frágil e invisible.

De vez en cuando, tanto Katherine como Clarise Berricloth se dirigían a ella, con alguna pregunta o alguna anécdota, y aunque intentaba ser lo más gentil posible, intentaba escapar lo antes posible de esas conversaciones. Pero hubo un momento en el que ella, si cabe, se sintió aun más incomoda:

—Eres una belleza, Alicia, será fácil encontrarte un buen marido.

—¿Disculpe?— Había escuchado la pregunta, pero no se creía que le estuvieran hablando de eso con once años.

Alicia BlairDonde viven las historias. Descúbrelo ahora