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Sonó el timbre de la puerta. El detective Peeta Mellark echó un vistazo al reloj, y acto seguido lo cerró de un juramento. Eran las siete de la mañana de un sábado de semana libre que tenía en todo un mes, y algún idiota llamaba al timbre. Quienquiera que fuese, a lo mejor se iba.

El timbre sonó de nuevo, esta vez seguido de la puerta. Musitando nuevamente, Peeta apartó a un lado la revuelta sábana y saltó de la cama desnudo. Agarró los pantalones que se había quitado la noche anterior y se los enfundó a toda prisa, subió la cremallera pero no abrochó el botón. Por costumbre, una costumbre tan arraigada que ni siquiera pensaba en ella, cogió su Baretta de nueve milímetros de la mesilla de noche. Jamás contestaba a la puerta sin ir armado; ya puestos, ni siquiera recogía el corre4 arma. Su última novia, que no había durado mucho porque no pudo soportar el errático horario de un policía, había dicho en tono cáustico que él era el único hombre que conocía que se fuera al cuarto de baño llevando un arma consigo.

La chica no tenía mucho sentido del humor, así que Peeta se abstuvo de hacer una observación de sabelotodo acerca de las armas masculinas. Excepto porque echaba de menos el sexo, había supuesto un alivio que ella decidiera poner punto final a la relación

Levantó una lámina de la persiana para mirar afuera, y con otra maldición descorrió los cerrojos y abrió la puerta. Su amigo y socio, Finnick Odair, aguardaba de pie en la pequeña entrada. Odair alzó sus elegantes cejas al tiempo que estudiaba los arrugados pantalones de algodón de Peeta.

—Bonito pijama ——comentó.

—¿Tienes una jodida idea de la hora que es? —ladró Peeta. Odair consultó su reloj de pulsera, un Piaget extraplano.

—Las siete menos dos minutos. ¿Por qué? —Pasó al interior de la casa. Peeta cerró de un portazo que resonó por todas partes.

Odair se detuvo y le preguntó divertido:

—¿Tienes compañía?

Peeta se pasó la mano por el pelo y luego por la cara.

—No. Estoy solo. —Bostezó, y entonces examinó a su socio. Odair iba perfectamente vestido, como siempre, pero presentaba unas oscuras ojeras. Peeta bostezó otra vez—. ¿No te has acostado todavía, o es que acabas de levantarte?

—Un poco de ambas cosas. Simplemente he tenido una mala noche, no he podido dormir. He pensado que podía venir aquí a tomar un café y desayunar.

—Muy generoso por tu parte, compartir tu insomnio conmigo —murmuró Peeta, pero ya había echado a andar en dirección a la cocina. Él también tenía sus noches malas, de modo que entendía lo que era la necesidad de compañía. Odair nunca le había rechazado en ocasiones así—. Yo te pondré el café, pero después te las apañarás solo mientras me ducho y me afeito.

—Ni pensarlo —dijo Odair—. Yo mismo me pondré el café. Quiero poder bebérmelo. Peeta no discutió. Él era capaz de beberse su propio café, pero hasta el momento no había nadie más que se lo bebiera. No le preocupaba gran cosa a qué sabía, pero como lo que le interesaba era la cafeína, el sabor era algo secundario.

Dejó a Odair con el café y regresó soñoliento al dormitorio. Allí se quitó los pantalones y los dejó donde habían estado antes: en el suelo. Diez minutos en la ducha apoyado con una mano sobre los azulejos mientras el agua le caía en la cabeza hicieron que pareciera posible despertarse; el afeitado lo hizo parecer deseable, pero hizo falta un leve corte en la mejilla para convencerle. Se limpió la sangre, maldiciendo otra vez. Tenía la teoría de que cuando el día comenzaba con un corte al afeitarse iba a ser una mierda de principio a fin; por desgracia, todos los días había muchas probabilidades de que su cara luciera un pequeño corte. No llevaba bien eso de afeitarse. Odair le había aconsejado vagamente en alguna ocasión que se pasase a la maquinilla eléctrica, pero odiaba la idea de que una cuchilla lograra vencerle, de modo que siguió con su método, derramando su sangre en el altar de la testarudez.

¿Farsa?Where stories live. Discover now